El lugar del no-lugar. Quiero acordarme de unas palabras de Herbert Read sobre el arte. Las moscas incesantes esta tarde de febrero. Manía de citar. ¿Cuál es el problema? La ficha se perdió. Estará en algún lugar. No importa cual. Lo que me importa es poder decir ahora lo que quiero.
Con o sin ficha. El arte nos devuelve el lado no comercializado de la vida. Nuestro lado no mercantil. Aquello que no se puede vender. No voy a teorizar sobre el arte. No voy a tejer generalidades sobre este vocablo que, así como está, ya me empieza a incomodar.
Porque -arte- es, para quien no es artista, cualquier cosa que un artista hace. No importa aquí definir la palabra, sino la cosa. Lo que es -hacer- arte. O mejor: lo que el arte nos hace.
Un siglo mercantil -y ya no importa si hablamos del siglo XXI recién inaugurado, o de esta época que, según la historia nos enseña, empezó cuando el hombre empezó a vender su fuerza de trabajo como medio de vida--, una época en que cada acto, como también toda omisión, son vistos desde el punto de vista de la utilidad. Ese es el tiempo en que vivimos.
¿Para qué sirve? ¿Qué gano con esto? ¿Me conviene o no me conviene? Las moscas insisten, atmosféricas, en sus increíbles porque repetidas cabriolas sobre el mate, la pava, el azúcar, la piel-- ese delgado límite entre un -dentro-y un -fuera-siempre problemáticos.
El arte, decía Read, si bien leí y rememoro, nos trae de vuelta a nuestro lado no mercantil, no tecnológico. El arte nos devuelve esa parte de nosotros mismos que se evapora al intentar llevarla... al mercado. El arte nos trae de vuelta nuestras memorias personales y más que personales. Vence la necesidad.
La necesidad de éxito. De dinero. De reconocimiento de -los demás-, -el público-. Van Gogh lo sabía. No buscaba el éxito. ¿Qué buscaba? Colores. Ecos profundos en sentimiento de los hombres. Reverberar después de muerto.
Pero hay que traer más acá ese arte que es tu propia forma de tocar la cucharita o abrir la puerta o levantarte y ver a tu lado la misma mujer y el mismo par de zapatos y la misma ventana de tiempo con sus letreros luminosos y su cartel -Hotel de Bélgica".
El Hotel Lucho. No importa el hotel. Importa que, como el toro triste del cuento de Cortázar en Historias de Cronopios y de Famas, hagamos fuerza para salir del ladrillo de cristal del que los diarios dicen.
Importa... el latido misterioso de la cucharita indemne a las moscas. El porque sí de su vuelo tintineante en la piel pegajosa. Charly García orando mutante: "ten piedad de mí...estoy desvaneciéndome sin tu amor-. Ta, ta, ta, ta, ta.
Falta el son de tu guitarra, o un trombón, o una suave voz canturreando giros en tu oído o en tu esófago hasta hacerse garganta y volver a encantarte con ese arte.
De Read, las moscas y el arte.
Ya quiso ponérsele al arte una -función social-. Y ha de tenerla, pero descubrila. -Arte político-, "Arte revolucionario.-Al despegar el rótulo veo el dibujo de la etiqueta diseñando islas o mares.
En algún lugar suenan las trompetas del Apocalipsis. Que, como quieren estos tiempos mercadológicos, neoliberales, modernos, ya no serán angelicales. Apenas implosiones predichas, redichas, desdichas.
En el resto, en lo que queda a la vuelta de los 40, puede haber una luz, una hendidura. En el recomponer pasos como hilos de telarañas plateadas cosiendo caminos, amalgamando cristales huecos que resuenan como campanillas.
Y trayendo el artista para acá, para dentro de la piel que es solo mía. Tuya. Que delimita únicamente territorios únicos, daremos -ya dimos-pasos (uno solo, talvez, pero decisivo) de vuelta.
La flecha del progreso... Adelante... Todo es progreso. La letanía se escucha y adormece. La exclusión incluye más cada vez más. Y la rendija de lo inútil puede mostrar, virginal, lo mismo de siempre, de nuevo.
Toca poblar ese territorio. Ese -yo mismo- descartado por el desempleo y la rápida sucesión de novedades que quiere tornar todo perecible antes de tiempo.
La expropiación sensorial, la alienación del explotado sea por el sobretrabajo, sea por el destrabajo, trae de vuelta lo robado. Estamos atentos. La herencia de los años está intacta.
Vimos el hombre pisar la Luna. Oímos -Twist y gritos- en 1962. El teléfono, la televisión, el avión, el computador, la internet, los viajes de mochilero, los cantos alrededor del fuego, el horror de la guerra, el sueño de una América nuestra ..... todo está intacto en la memoria que el arte preserva.
¿Nostalgia? La argamasa se funde. La arcilla se confunde con los dedos. Nuestros hijos crecieron. Y las flores siguen en el campo, en el jardín.
Mil veces el miedo. Mil veces la utopía. Mil historias contadas, recontadas, desencontradas. Rehechas, mal hechas, deshechas. Rehechas.
Como títeres reencontrados. Como tonadas remembradas. Mejor tener recuerdos que no tenerlos. Ya ni precisamos de drogas. Son ellos los drogados. Basta un minuto.
Un minuto, nada más.
Y la cofradía de los artistas insiste en la risa. En la porfía diaria de la comunidad tejida ardua, sólidamente en el transcurrir de los días hechos a sílaba, a silbo, paso y carrera, cantos y caras.
Persiste. Como la flor en el asfalto. Como la cabeza subsiste a mil ruedas triturantes y la voz, aquella de donde el pincel y la poesía brotan, no calla. No puede callar.
¿Qué sería de este mundo sin el arte?
Sin artistas. Si la memoria de cada uno se recompone en los toques, en colores, melodías, rimas. Risas.
Y una sola vida es esta. Una obra nomás de cada uno. Hecha de sombras y luces. Reluce. Como una estrella. Única. Sola. Y pieza del rompecabezas genial. No importa donde. No importa como.
Un día se monta. El día del no lugar es un lugar donde se puede habitar.