Miró su rostro. La hora y luego su rostro. Parpadeó sin querer hacerlo. Sin que la imagen de ella se apagara un segundo atado a ese reloj. La miró con ansias. Con ese anhelo creciente en su cuerpo, esa desesperación latente en cada palma de su piel que la quería. Que la deseaba. Que la necesitaba. Que buscaba en su boca un beso. Ella miró su rostro. La hora, una sonrisa y su rostro.
Cogió un cigarro, de esos nuevos, los que fumaba últimamente. Los que no lastimaban su garganta con arena. Tanteó entre la semioscuridad de una vela el fuego que encendiera el humo. Y él la miró llevar su mano, la hora y su mano y el fuego y la embriaguez del primer suspiro. Luego el humo, la hora y el humo que saliera de su cuerpo. Lento, incandescente y hacia arriba. La hora y su sonrisa. Ella miro su rostro. Notaba su impotencia que en realidad no lo era tanto. Siguió la línea de su cuerpo en esa cama, recostado sobre la almohada que llevaba su olor.
Entonces cruzo sus piernas. Las cruzó sentada en la silla que los alejaba. Que los separaba sin separarlos. Y el miró ese cruce. Entre eufórico y no, el cruce y el proceso. Sus piernas casi desnudas entre sombras y esas formas. Miro las formas curvas y la hora. Ella miro sus ojos. El verde de sus ojos que él dice es azul. Miró sus ojos que la miraban. No a ella. A sus piernas. Entonces sonrió. Y exhaló el alma libre de su tabaco. Antes o después de hablarle. Porque ella le habló. Le habló sabiendo que el sufría. Le habló de amor y esas cosas. De amor le habló. A él, que no quería hablar. Pero la escuchó, miró la hora y la escuchó. Lo hizo porque estaba encadenado. No atado. Más bien enlazado al sonido de su voz. Al retumbar que le provocaba oír cuando en realidad no.
Y ella lo empezó a entender. Lo hizo cuando de sus labios salió su nombre. Su nombre que le gustó. Le gustó porque lo sintió vibrar en todo su cuerpo. Vibrar y temblar. Y él supo que ya todo se había acabado. Acabado y terminado. Lo supo porque ella apagó su cigarro. Más de la mitad de su cigarro. Lo supo cuando la vio ponerse de pie. Incorporarse, de pie, y mirar la hora. La hora y la vela. La vela a medio consumir. Y sopló. De su boca no salió su nombre, salió viento. Viento que apagó la vela. Y en esa interesante oscuridad, ella entendió. Ella lo supo. Supo que él lo sabía. Que él sabía que ella había puesto fin al sufrimiento. A su agonía. Al martirio del deseo de su cuerpo. Y el de ella. Miró la sombra de su cuerpo y el de ella.
Y sonrió. El sonrío. Porque además del cuerpo miró la hora. Sonrió porque todavía quedaba tiempo. Quedaba mucho tiempo todavía. Y sonrió más aún cuando ella le habló al oído. Al oído le hablo. Y el sonrió. La desnudó y sonrió. Ella lo besó. Lo besó y sonrió. Y volvió a hablarle al oído. De nuevo le habló. Y él la escuchó. Que le hiciera el amor la escuchó. Y el sonrió. Sonrió porque lo hizo. El amor le hizo.