Pedro era un honrado pescador que vivía en una caleta lejana. Día a día, según el estado del mar, pescaba o mariscaba, ganándose así el sustento suyo y de su familia. Amaba el mar, del que se sabía dependiente, y lo respetaba, porque no ignoraba su fuerza y los peligros que encerraba. Lo que sabía lo había aprendido de niño, mirando obrar a su padre, viejo pescador, y escuchando sus sabios consejos y lecciones. Según como soplara el viento y como se presentaran el oleaje y las mareas, pesca con anzuelo, y así, modestamente, pero sin estrecheces, seguía adelante.
Las cosas cambiaron el día que capturó una sirena. Ustedes dirán -¿Cómo? ¿Una sirena?-. Pues bien, sí, aunque fue sin querer, pero ese día, al recoger la red, vio que en ella venía atrapada una hermosa sirenita de larga cabellera negra y escamas verdes y tornasoladas desde la cintura hasta su cola de pez. Y la sirena le habló:
-Pedro, se que eres un hombre bueno, pero tienes que saber que haces cosas malas porque no conoces el modo correcto de hacerlas. Te hemos observado largo tiempo y mi padre, el Rey Neptuno, me ha enviado para explicártelas. Los seres con los que te ganas la vida, peces y mariscos, son seres vivos como tú, y como tú están sujetos a leyes implacables. Imagínate que en tu país alguien o algo matara a todos los adolescentes y niños. ¿Qué pasaría?. Algo muy simple y horroroso: el resto de la gente se iría muriendo y, no habiendo posibilidad de reproducción, se extinguiría la nación entera al cabo de pocos años. Lo mismo acontece con el congrio y el ostión, con el loco y la corvina, con el pulpo y el jurel. NO SON INAGOTABLES Y se agotarán ciertamente si se sacan antes de que hayan alcanzado su madurez, su fase fértil. De hecho, ya ha ocurrido con varias especies, con muchas en realidad. Piensa en todo esto y recuerda que extraer los animales pequeños significa -pan para hoy y hambre para mañana-.
El pescador había escuchado atentamente, embelesado por la dulce voz y la belleza de la sirena, y a la vez fascinado por su inteligente explicación. Y la sirena, que tampoco era nada de tonta, mientras hablaba se había logrado desenredar y ahora, habiendo dicho lo que tenía que decir, dio un brinco por sobre la borda del bote y se hundió en la profundidad.
Pedro se quedó pensativo. Mientras navegaba de regreso hacia la costa, y también después, ya en casa y en los días siguientes, le dio muchas vueltas a lo que había oído, y mientras más lo pensaba, más razón le encontraba a la sirena. También lo conversó con su mujer y concluyó alterando sus hábitos de pesca: dejó de extraer el molusco pequeño y comenzó a devolver al agua el pescado de tamaño inferior al normal. En el fondo, era un enorme cambio interior el que experimentó. Veía en sus presas algo más que eso: eran también seres vivos, como había dicho la hija de Neptuno, eran casi como hermanitos menores en la escala de la vida. No ganó más dinero con tal manera de pensar y de obrar, pero tampoco gano menos, y en cambio adquirió una hasta entonces desconocida tranquilidad espiritual.
Una duda lo asaltaba, sin embargo. Pensaba que se sacaba con que él, sólo él se atuviera a las reglas del mar, dictadas por Neptuno, si el resto no lo hacia. Y entonces comenzó a hablar con sus colegas de oficio de a uno por uno. Logró la aceptación de dos o tres, pero chocó con la indiferencia de varios y el rechazo de la mayoría. Insistió, pero no obstante, y una tarde consiguió que se efectuara una asamblea de todo el poblado para adoptar una resolución. Se discutió largamente, con argumentos de un lado y del otro, pero al final se impuso la propuesta de Pedro gracias a la intervención de algunos ancianos, los que contaron que en su juventud existían varias especies de pescado, de crustáceos y moluscos que habían desaparecido como consecuencia de la extracción indiscriminada. Uno de los viejos dijo: -Fuimos pescadores y cometimos errores. Ustedes son pescadores y si cometen los mismos errores, los hijos de ustedes no serán pescadores, porque ya no habrá nada que pescar-.
Un tiempo más tarde, en alta mar, Pedro volvió a encontrarse con la sirena amiga. Esta se acercó a su embarcación, subió a ella y le entregó tres docenas de hermosas perlas negras, diciéndole:
-Querido amigo, te hemos seguido observando y debo decirte que estamos muy contentos contigo y con lo que has logrado. El rey, mi padre, te manda estas perlas, cuyo precio alcanzará para equipar debidamente la posta de primeros auxilios y la escuelita de la caleta a la que acuden tus hijos y los de tus compañeros de trabajo. Es un reconocimiento que se merecen por acatar las leyes del mar-.