El conejo queria crecer.
Dios le prometió que lo aumentaría de tamaño si le traía una piel de tigre, una de mono, una de lagarto y una de serpiente.
El conejo fue a visitar al tigre.
-Dios me ha contado un secreto -comentó, confidencial.
El tigre quiso saber y el conejo anunció un huracán que se venía.
-Yo me salvaré, porque soy pequeño. Me esconderé en algún agujero. Pero tú, ¿qué harás? El huracán no te va a perdonar.
Una lágrima rodó por entre los bigotes del tigre.
-Sólo se me ocurre una manera de salvarte -ofrecio el conejo-. Buscaremos un árbol de tronco muy fuerte. Yo te ataré al tronco por el cuello y por las manos y el huracán no te llevará.
Agradecido, el tigre se dejó atar. Entonces el conejo lo mató de un garrotazo y lo desnudó.
Y siguio camino, bosque adentro, por la comarca de los zapotecas.
Se detuvo bajo un árbol donde un mono estaba comiendo. Tomando un cuchillo del lado que no tiene filo, el conejo se puso a golpearse el cuello. A cada golpe, una carcajada. Después de mucho golpearse y reírse, dejó el cuchillo en el suelo y se retiró brincando.
Se escondió entre las ramas, al acecho. El mono no demoró en bajar. Miró esa cosa que hacía reír y se rascó la cabeza. Agarró el cuchillo y al primer golpe cayó degollado.
Faltaban dos pieles. El conejo invitó al lagarto a jugar a la pelota. La pelota era de piedra: lo golpeó en el nacimiento de la cola y lo dejó tumbado.
Cerca de la serpiente, el conejo se hizo el dormido. Antes de que ella saltara, cuando estaba tomando impulso, de un santiamén le clavó las uñas en los ojos.
Llegó al cielo con las cuatros pieles.
-Ahora, créceme -exigió.
Y dios pensó: <>
El conejo esperaba. Dios se acercó dulcemente, le acarició el lomo y de golpe le atrapó las orejas, lo revoleó y lo arrojó a la tierra.
De aquella vez quedaron largas las orejas del conejo, cortas las patas delanteras, que extindió para parar la caída, y colorados los ojos, por el pánico.
Eduardo Galeano