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Los ladrones de tiempo

¿Sabéis, niñas y niños, quiénes son los seres más peligrosos
de la tierra? Tal vez sean… ¿los duendes burlones? ¿Las brujas? ¿Los ogros, quizá? Pues no. Ninguno de ellos le llega a la suela del zapato a las criaturas más peligrosas de la Tierra: hablamos de los ladrones de tiempo.

La buena noticia es que no debéis temer nada de ellos. Todavía es pronto. Los ladrones de tiempo tienen el cuello rígido y no ven por debajo de su nariz. De manera que no pueden robarle a los niños su tiempo, sencillamente porque no los ven.

– ¿Entonces por qué son tan peligrosos, mamá? -preguntó la pequeña Alejandra.

El problema viene cuando los niños crecen y se colocan a la altura de los ojos de los ladrones de tiempo. Entonces estos comienzan a robarles primero minutos; luego, horas; después, días. Hasta que una mañana cualquiera, la persona se da cuenta de que los ladrones de tiempo le han robado la vida entera.

– Yo nunca he visto un ladrón de tiempo -informó Pedrito.

Eso es porque los ladrones de tiempo se esconden en diferentes sitios para que no los veamos. Por ejemplo en los vagones de metro de las grandes ciudades, tras la pantalla del televisor, en las colas de los supermercados o dentro de los teléfonos móviles. Sin embargo, nunca encontraréis un ladrón de tiempo viviendo entre las páginas de un libro, en una mochila de excursionista, dentro de una tarta de cumpleaños o en el interior de un juguete. ¡Odian esos lugares porque desde ahí no pueden robarnos el tiempo! Tampoco a los mayores.

– ¡Venga ya! Te lo estás inventando. Los ladrones de tiempo no existen -se burló Alejandra.

¿Eso crees? Os voy a contar una historia que ocurrió de verdad, para que veáis lo peligrosos que son estos ladrones de tiempo. Es la historia de la señorita Fading.

La señorita Fading vivía en una pequeña aldea entre dos montañas. Su casa tenía un huerto donde cultivaba verduras y hortalizas. También tenían una vaquita que le daba leche y un puñado de gallinas que ponían huevos. La señorita Fading obtenía de su pequeña granja todo lo necesario para comer y lo que le sobraba lo vendía en el mercado y se sacaba un poco de dinero. No era mucho, pero suficiente para comprar todo lo que necesitaba, como pan o jabón.

– ¿No necesitaba ropa, mamá?

– Sí, pero ella misma se cosía sus blusas y se tejía sus jerséis.

– ¿Y tampoco podía comprar un coche?

– No le hacía falta. Las distancias eran muy cortas y se apañaba con una bicicleta. Dejadme, dejadme seguir.

La señorita Fading vivía feliz, pero poco a poco, la gente se empezó a marchar a la ciudad y la aldea se fue quedando sin vecinos.

– ¿Por qué querían vivir en la ciudad? -interrumpió de nuevo Alejandra.

– Pues supongo que para poder comprarse más ropa y un coche -sentenció Pedrito.

– ¿Para qué? ¡Si no los necesitaban! ¿Verdad, mamá?

Llegó un día en el que la señorita Fading se quedó sola en la aldea. Cerró la pequeña tienda donde compraba el pan y el jabón. Las calles se quedaron desiertas y únicamente hablaba con su vaca y sus gallinas. Hasta que un día no pudo aguantar más. La señorita Fading hizo las maletas, llevó a sus animales a una protectora, cerró la puerta de su casita con llave y se marchó a la ciudad a trabajar como recepcionista de un hotel.

El hotel estaba en un barrio muy céntrico de la ciudad, pero la señorita Fading no tenía dinero suficiente para pagar un alquiler en esa zona, de modo que se instaló en una pequeña buhardilla en las afueras. Estaba lejísimos de su trabajo, así que todas las mañanas debía coger un autobús y hacer una hora de viaje para llegar hasta el hotel. En ese autobús es donde se encontró con el primer ladrón de tiempo.

– ¿Y cómo era, mamá? ¿Dónde lo vio? -preguntó Alejandra con gran curiosidad.

– No lo vio. Estaba escondido bajo el asiento del autobús…

Pasaron los días, las semanas y los meses. Y, en cada viaje en autobús, allí estaba el ladrón de tiempo, al acecho. La señorita Fading, que era muy simpática, se había hecho amiga de sus compañeras de trabajo y salían de vez en cuando a pasear, al cine o a tomar una Coca-cola. Pero un buen día, un nuevo ladrón de tiempo se fue a vivir entre los cojines del sofá de la señorita Fading. Ya no le apetecía tanto quedar con sus amigas, prefería pasar las tardes recostada en el sofá comiendo patatas fritas y helado. Así que, poco a poco, fue perdiendo el ánimo… ¡y también la forma!

– ¡Entonces, si te comes un ladrón de tiempo, engordas! -dedujo Alejandra.

– ¿Se pueden comer los ladrones de tiempo, mamá? -intervino Pedrito, con los ojos como platos.

Unos meses después, apareció en el mundo un invento revolucionario. ¡Los teléfonos con internet! Cuando la señorita Fading se compró uno no se dio cuenta de que dentro llevaba oculto otro ladrón de tiempo. Pasaba todo el rato escribiendo mensajes, leyendo noticias, jugando a juegos… Ya apenas salía de casa para nada, excepto para ir a trabajar al hotel donde, por cierto, vivía otro ladrón de tiempo escondido en el armario de las sábanas limpias.

Diez años después de que llegara a la gran ciudad, la señorita Fading comenzó a sentirse muy sola. Hacía muchísimo tiempo que había dejado de salir a divertirse y conocer gente. Pensó en volver a quedar de nuevo con sus amigas del trabajo, pero no tenía tiempo. Fantaseó con la idea de conocer un chico del que enamorarse, pero claro, eso le llevaría un tiempo. Valoró la posibilidad de apuntarse a clases de baile, pero ¿de dónde sacaría el tiempo? Imaginó que podría escribir un libro, pero tampoco encontraba tiempo. ¡Incluso se le ocurrió que tal vez podría adoptar un niño!

– ¡Pero pensó que los niños vienen con un ladrón de tiempo debajo del brazo! ¿A que sí? -rió Pedrito.

– Exacto. Eso es, precisamente, lo que la señorita Fading creyó, sin saber que ocurre todo lo contrario. Los ladrones de tiempo no ven a los niños, acordaos de que no pueden mirar por debajo de su nariz. Así que los niños disponen de todo el tiempo del mundo para compartir con sus papás. Cuando alguien está en compañía de un niño, los ladrones de tiempo desaparecen.

Un día, la señorita Fading vio en un escaparate un televisor muy moderno y muy grande. Pensó que sería estupendo poder ver sus programas de televisión favoritos en aquella pantalla gigantesca. Pero era muy caro, así que pidió a su jefe poder trabajar horas extra en el hotel. En el sobrecito donde recibió el dinero por esas horas de más iba otro ladrón de tiempo. En la tele venía escondido otro ladrón de tiempo. Nada más encenderla, vio el anuncio de un teléfono último modelo y se encaprichó de él, de modo que trabajó más horas extra. Salía tan tarde del hotel que debía coger un tren nocturno para volver a casa que hacía paradas por toda la ciudad.

– ¿Adivináis quién era el maquinista?

– ¡Un ladrón de tiempo! -aventuró Alejandra, dando un respingo.

– Efectivamente.

Pasaron las semanas, los meses, los años… Pasó todo el tiempo que la señorita Fading no tenía porque se lo estaban robando. Y le pasó por delante de las narices sin que se diera cuenta. Hasta que una mañana la señorita Fading comenzó a desvanecerse. Sin más. Su carne se volvió transparente poco a poco y un buen día desapareció. Los ladrones de tiempo se lo habían arrebatado todo. Nadie la echó de menos.

– ¿Ni siquiera en el hotel? -preguntó Pedrito.

– Ni siquiera. Al ver que no aparecía, el dueño contrató a otra persona. Así de sencillo.

– ¡Qué historia más triste!

Ya veis, niños, lo peligrosos que son los ladrones de tiempo. Vosotros aún estáis a salvo, pero cuando seáis lo suficientemente grandes como para llegarles a la altura de la nariz debéis andaros con cuidado y no bajar la guardia. Los ladrones de tiempo están por todas partes deseando arrebatarle a la gente las mejores horas de su vida.

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