Aquella orden nunca debería haber llegado: "¡¡Avanzad!!". Nuestros tanques entonaron la fatal sonfonía de la devastación y se pusieron en marcha. Nuestro destino: Nayaf, en Irak; otro Vietnam.
Caminábamos encorvados, parapetados tras aquellos monstruos de acero. El miedo, reflejado en nuestras miradas, hizo acto de presencia a los pocos minutos, con los primeros disparos. El picoteo de una ráfaga acarició el blindaje del tanque que nos precedía, y sus orugas dejaron de horadar el terreno. Tras los muros de una azotea, dos iraquíes nos disparaban con la desesperación propia de la impotencia. No hubo divagaciones: como un dedo sentenciador apuntó el cañón hacia ellos, y con una endemoniada sacudida los hizo desaparecer envueltos en una nube infernal de polvo y escombros.
Entramos en la ciudad. Llegaba el momento crítico. Nuestras miradas enloquecían buscando francotiradores apostados en los edificios que nos flanqueaban o fantasmas suicidas surgiendo de las esquinas derruidas. El miedo fue creciendo a cada centímetro, a cada paso. Y de repente se produjo la emboscada: gritos, palabras ininteligibles, explosiones, balas perdidas en la refiega. Y de pronto, un golpe seco en la cabeza lo convirtió todo en un dantesco escenario de color grisáceo. Una especie de sudor caliente brotó repentino bajo mi casco, de color rojo. Era sangre. Mi sangre. Y en segundos me vi pegado al suelo. Inmóvil. No me dolía nada... Tampoco vino nadie a socorrerme... Estaba muerto.
Como siempre tu descripción sólo permite un calificativo: Insuperable.-