¡Esto ya pasa de castaño oscuro!
Pensaba en esta frase que siempre decía mi madre, mientras esperaba sentada en aquel pequeño restaurante.
Él me había llamado la noche antes. Quería hablar conmigo de alguna cosa que le preocupaba, y si me iba bien le gustaría que nos viésemos sobre las nueve en el restaurante que había al lado de mi casa. Acepté, a pesar de que me había hecho el firme propósito de no volver a verle, aunque sólo fuese por la curiosidad que había despertado en mí su llamada.
Pero ya eran las nueve y media y todavía no se había presentado; la puntualidad nunca había sido una de sus cualidades, por lo que decidí esperar un poco más. Faltaban diez minutos para las diez y ya empezaba a ponerme nerviosa, a las diez me iría. Me daba igual qué quería –me decía-, no pensaba seguir esperándolo, seguramente porque la espera había sido una de las características más habituales en nuestra relación.
Como que hacia mucho tiempo que había llegado y me había bebido tres botellas de agua y me había comido dos platos de cacahuetes, sentí la imperiosa necesidad de ir al servicio y, de paso, me cepillaría los dientes, quizás así se me pasaría el mal gusto de boca que me producía aquella situación, que no por esperada resultaba menos desagradable. Pero, ¿y si mientras tanto venía?
“¡Qué más da!” –pensé. Y, después de pedir al camarero que vigilase ya que estaba esperando a una persona, fui. Pero aquel, definitivamente, no era mi día. Cuando fui a buscar el papel higiénico me doy cuenta que sólo quedaban unos diez centímetros de papel y, además, no llevaba ningún paquete de pañuelos; tampoco llevaba el cepillo de dientes, seguro que, con las prisas, me los había olvidado en el otro bolso.
Volví a la mesa con un gran sentimiento de frustración y, para acabar de rematarlo, el camarero me esperaba para darme un recado: El señor me había llamado y, como que no estaba en aquel momento, había dejado dicho que le resulta imposible venir, que lo sentía mucho y que me llamaría en otro momento.
Había vuelto a caer en la misma trampa de siempre, nunca escarmentaría. Echaba fuego por los ojos. Y entonces fue cuando pensé: ¡Esto ya pasa de castaño oscuro!
Pedí la carta y comí hasta reventar. “Mañana le llamaré y le diré cuatro frescas, quien se habrá creído que es; pero —me dije mientras llenaba la cuchara con un montón de nata y un gran fresón—, ¡mañana será otro día!”