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¡Mesa, cúbrete!

Erase una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los días había que llevarla a pastar. De esto se encargaban los hijos por turnos. Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía lozana, y la dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volver, le preguntó:

-¿Estás satisfecha? Pues entonces vámonos a casa.

Y la dejó en el establo atada. Sin embargo, bajó el padre y le preguntó si tenía hambre, y la cabra respondió que sí. Se enfadó el sastre con su hijo y le dio una paliza. Lo mismo le pasó al segundo hijo y al tercero. El sastre reunió a los muchachos y les recriminó:

-¡Pandilla de embusteros! No os volveréis a burlar de mí.

Después de los golpes que habían recibido, los chicos escaparon de su casa. El viejo se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente bajó al establo y acariciándola le dijo:

-Vamos, animalito mío; yo te llevaré a pastar.

Luego, tirando de la cuerda la llevó a un gran seto verde. Y allí la dejó hasta que el sol se puso. Cuando volvió a buscarla preguntó:

-¿Cabrita, ya estás llena?

-Tan harta me encuentro que otra hoja no me cabe dentro.

-Pues vámonos a casa -añadió el sastre llevándola al establo y dejándola luego bien sujeta.

Pero al marcharse, se volvió aún para preguntarle:

-¿Has quedado saciada esta vez?

Y la cabra respondió:

-¿Cómo voy a estar saciada? Sólo estuve en la zanjita sin encontrar ni una miserable hoja.

Al oír esto, el sastre creyó volverse loco, pues se daba cuenta de que había perdido a sus hijos sin motivo. Furioso, fue al establo, cogió a la cabra, le llenó la cabeza de jabón y se la afeitó.

 

Después le dijo que se fuera y que nunca más volviera a aquella casa.

El sastre, sólo en su casa, sintió una gran tristeza. Echaba de menos a sus hijos, pero nadie sabía de su paradero.

El mayor había entrado de aprendiz en casa de un ebanista y había trabajado tanto y tan bien, que al despedirse, su maestro le había regalado una mesita de aspecto ordinario, pero que poseía una propiedad singular. Cuando se la posaba en el suelo y se decía: "¡Mesita cúbrete!", inmediatamente quedaba cubierta con un mantel blanco y limpio, y sobre él aparecían plato, cuchillo y tenedor. Y, además, tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y asados, y un gran vaso de vino que alegraba el corazón. 

El muchacho pensó que con aquella mesa podría alimentarse bien toda su vida. No tendría que preocuparse de comer en posadas ni en hosterías.

Muy contento, decidió volver a casa de su padre, el sastre, con la idea de que se le habría olvidado ya el enfado.

De camino entró en una posada y el posadero le invitó a cenar con su familia, pero él se lo agradeció invitándoles a su vez.

Los demás se echaron a reir, pensando que quería gastarles una broma. Pero el muchacho instaló su mesita en el centro de la habitación y dijo:

-¡Mesita, cúbrete!

Inmediatamente apareció llena de manjares estupendos.

-¡A servirse, amigos! -exclamó el ebanita.

Los invitados, al ver que la cosa iba en serio, arremetieron con las viandas. Lo que más les animaba era el comprobar que cuando las fuentes se vaciaban se volvían a llenar de nuevo.

El posadero pensaba para sus adentros: "Un cocinero así, ¡qué buen servicio haría en la posada!"

Por fin todos los invitados se fueron a dormir. El posadero, cavilando, cavilando, se acordó de que tenía en el desván una mesa vieja muy parecida a la del ebanista. Y, mientras el chico dormía, se la cambió.

A la mañana siguiente, el muchacho se despidió, y al mediodía llegó a casa de su padre, que lo recibió con los brazos abiertos.

-Hijo mío, ¿qué has aprendido por esos mundos?

-Padre, me hice ebanista.

-Buen oficio -respondió el viejo-. ¿Y qué has traído de tus andanzas?

 

Lo mejor que traigo es esta mesita.

El sastre la miró por todos los lados, y no vio nada extraordinario.

-Es una mesa encantada -explicó el hijo-. Cuando la coloco en el suelo y le digo: "Mesa, cúbrete", se llena de manjares a cual más apetitosos.

Reunieron a todos los amigos y parientes en una gran sala. Cuando estuvieron todos atentos, el ebanista dijo las palabras mágicas.

Pero la mesa no hizo caso. El muchacho pensó que se la habían cambiado, pero los invitados se rieron de él.

El padre volvió a sus agujas y tijeras y el hijo se colocó como oficial ebanista en un taller.

El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió el oficio de molinero. Como había trabajado muy bien, el amo le regaló un asno muy especial que no tiraba de carros, ni soportaba cargas.

-¿Para qué sirve entonces? -preguntó el chico.

-Frabrica oro. No tienes más que extender un lienzo en el suelo y decir: "Briclebric", y el animal empezará a echar onzas de oro por denlante y por detrás.

-¡Es un animal maravilloso! Cuando necesite dinero, ya sé lo que debo hacer.

Y decidió volver a casa de su padre. Sucedió, entonces, que fue a parar a la misma posada que su hermano. El posadero quiso llevarse el asno por la brida, pero él no se lo permitió.

-No os molestéis, yo mismo llevaré el rucio a la cuadra y lo ataré para saber dónde lo tengo.

Al posadero, aquello le pareció muy extraño. Y cuando vio que el huésped metía la mono en el bolsillo y sacaba onzas de oro, se dedicó a observarlo. Le pidió más precio que lo ordinario, y volvió al instante con más monedas.

El posadero estaba intrigado, y a la siguiente ocasión que le pidió dinero fue a observar de dónde lo sacaba. Miró por el ojo de la cerradura de la cuadra y pudo ver cómo el forastero extendía un lienzo en el suelo, le  decía al asno "Briclebric" e inmediatamente el animal se ponía a soltar monedas de oro.

El posadero pensó que no sería mal negocio tener una máquina así en su propia casa. Y, mientras el muchacho dormía, le cambió el asno encantado por uno vulgar y corriente.

 

El huésped pagó la cuenta y salió llevando el asno que él creía maravilloso. Cuando llegó a su casa, su padre le recibió con gran alegría y le dijo:

-¿Qué has hecho, hijo mío?

-¡Pues soy molinero, padre! -exclamó el muchacho.

-¿Qué traes de tus andanzas por el mundo?

-Un asno mágico que fabrica onzas de oro. Llama a los parientes, que nos vamos a hacer ricos todos.

En cuanto estuvieron todos reunidos, el molinero le dijo al asno "Briclibric", y no cayó nada. El pobre molinero quedó muy desilusionado y pensó que le habían cambiado el asno. Su  padre siguió trabajando con la aguja, y él tuvo que buscar trabajo en un molino cercano. 

El tercer hijo había entrado de aprendiz en el taller de un tornero, y, como es un oficio dificil, el aprendizaje fue más largo. Sus hermanos le contaron en una carta lo que les había pasado y cómo les habían robado sus tesoros.

Cuando el muchacho había aprendido el oficio quiso volver a casa, y su maestro le dio en recompensa un saco, diciéndole:

-Ahí dentro hay una estaca. Si alguien te maltrata o busca pelea contigo, no tienes más que decir:¡"Bastón, fuera del saco"!, y en seguida le verás saltar sobre las espadas de los camorristas, de tal modo que les dejará baldados durante varios días. No cesará el vapuleo hasta que grites: "Bastón, al saco"

El muchacho dio las gracias a su maestro y llegó a la misma posada que sus hermanos. Dejó el saco sobre la mesa y se puso a explicar a todos las maravillas que había visto en sus correrías.

-Sí -dijo-, ya sé que hay mesas mágicas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, pero nada son en comparación con el tesoro que yo llevo en el saco.

El posadero aguzó el oído. "¿Qué diablos podrá ser?, pensó. "Seguro que está lleno de piedras preciosas. He de pensar el modo de hacerme con ellas"

Cuando le vino el sueño, el forastero se echó a dormir poniéndose el saco de almohada. El posadero fue sigilosamente a quitárselo, y el tornero, que estaba haciéndose el dormido, dijo:

"¡Bastón, fuera del saco!", y el bastón le empezó a dar una gran paliza al posadero. El tornero, viéndole en tierra, le dijo:

-Si no me entregas la mesa mágica y el asno de oro, empezaremos de nuevo.

-¡En seguida, en seguida! -respondió el hombre.

El tornero mandó al bastón que volviera al saco, y el posadero entregó lo que le había pedido. Y así, cargado con sus tesoros, volvió contento a casa de su padre.

El sastre hizo a su benjamín las mismas preguntas que a los otros hijos.

Cuando le preguntó qué había traído, el muchacho contestó que una estaca. El padre le miró muy asombrado, y el hijo explicó las propiedades maravillosas que aquella estaca poseía. Gracias a ella había rescatado la mesa mágica y el asno de oro de sus hermanos. -Llama a los dos -añadió- e invita a todos los parientes, que somos ricos.

El viejo sastre convovó a los parientes, pero no tenía mucha confianza. Entonces el tornero tendió una tela en el suelo y dijo al hermano molinero que se entendiera con el asno. Apenas éste pronuncio la palabra "Briclebric", el asno empezó a soltar un chaparrón de ducados de oro. Cada cual recogió cuantas monedas podía llevar.

Luego dijo el hermano mayor a la mesa: "Mesa, cúbrete", y apareció un banquete espléndido del que todos se pusieron a disfrutar.

El sastre guardó en su armario agujas e hilos y vivió, en adelante, feliz con sus hijos y sus tesoros.

Pero, a todo esto, ¿que había sido de la cabra que tuvo la culpa de que los hijos del sastre se fuesen de casa?

Pues voy a contároslo.

La cabra, avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la madriguera de una zorra. Cuando la zorra volvió al agujero, dijo la fugitiva:

-¿Qué pasa?, hermana zorra, ¿de qué te asustas?

La zorra creyó que era un monstruo, y fue a buscar al oso.

-Bah, pronto lo echaremos -dijo el oso.

Acompañó a la zorra hasta su guarida, pero al ver los ojos de fuego de la cabra, tuvo miedo también y, no queriendo habérselas con aquel extraño animal, huyó. La abeja, al verle conrrer, le preguntó qué le pasaba. El oso se lo explicó y entonces se aproximó la abeja. Y volando por la madriguera de la zorra se posó en la pelada cabeza de la cabra, y le clavó el aguijón con tanta furia que la cabra huyó a grandes saltos. Y ésta es la hora en que nadie ha vuelto a oír hablar de ella.

 

FIN

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