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¿Que mamarracho, más marracho!

 

No entendía un “soroco”, y para colmo tenía enormes faltas de ortografía. Vah, en realidad de gramática.
-Dale abu, lee- me decía una y otra y otra vez mi nieto de solo seis años.
Era al que más tenía que complacer de todos porque era el más chiquito. Después le seguía Juana que ya está un poco crecida, tiene cuarenta. Y si, bueno, mi última hija lo tuve a los diez y seis años. Fue un embarazo muy doloroso. Digo, porque mi papá me daba con el cinturón. “¿Cómo te fuiste a tener un hijo con ese chico?” me decía. Y bueno, las cosas pasan. Mi primer hija la tuve… la tuve… haber espérenme un segundito… ¡Ah sí!, la tuve a los diez y seis años. Ese si que fue un embarazo doloroso, no lo podrán creer, ¡lo que me pegaba mi papá! Es que en aquella época eras un monstruo si tenías un bebe a los dieciséis. Imagínense, una de treinta que tiene un bebe a esa edad ya es normal, en cambio yo a esa edad, quedaba como una de treinta. Bueno, la cuestión es que mi nietito me insistía todo el día para que lea ese cuento. Por su puesto que se leer, pero como les dije, a ese cuento le faltaban todos los signos de puntuación.
Lo que pasa que al nene en la escuela le comenzaron a enseñar los textos en los que eran narrados por primeras personas. ¡Lo que fue el cuento narrado en tercera persona!, imagínense lo que sería este. Pero ¡bueh!, no siempre es todo fácil en la vida y por lo tanto, fue difícil, pero lo hice… Le dije que no.
-Dale abue, dale- me decía esta vez. Podrán notar como ya había sumado la letra “e” a la abreviatura “abu”, eso era porque me quería cada vez un poquito más, y se enojaba un poquito menos. Claro, pero yo no podí… ¡Ah, por eso no se rieron!, yo dije, ¿Cómo puede ser? Lo que pasa es que lo dije al revés, era porque me quería cada vez un poquito menos, y se enojaba un poquito más. Pero, como les decía, eso era un tremendo mamarracho, que con mis anteojos de cuarta, no se iba a poder leer. Y claro, su madre, mi hija, era una reventada. Desde chiquita yo le di todo: un hogar para que viva, una radio para que escuche, juguetes para que juegue, y el primer teléfono de la cuadra. Ahora, con la excusa de “los tiempos han cambiado”, me dio un departamento en el piso veintidós (en el que me dice que suba por un ascensor, que dice que es como un subibaja, pero parado, que la verdad que nunca lo usé porque tengo miedo que tenga que pagar). Me dio también una caja negra y cuadrada, donde dice que se ven imágenes y todo eso, pero… ¡yo que sé, vieron! Además viene cada vez con una mas grande, hasta que la vez pasada me trajo una que es como una puerta de lo finita que es. Otra cosa que me dio es otra caja que la puso arriba de la mesa, blanca y con luces y sonidos de disparos (por lo que veo cuando la usan los chiquitos), que no se como “soroco” prenderla. Y por último, en reemplazo del teléfono que le había regalado yo, me dio una cosa con la que puedo mandar “sms” (como dice ella), y llamarla donde quiera que valla. Y para colmo tengo que aguantarla decir: “Y si no, ‘chatiemos’ por el ‘Messenger’”, como si yo supiera lo que es, ¿Por qué no le lee ella por esa cosa al hijo?
Pero al final aflojé. Y si, tenía que hacerlo, sino hubiera estado todos los días escuchando replicas por todos lados… Hablo por lo de tener todas esa cosas en la casa, no por lo del nene. ¡NO!, nadie me iba a obligar a leer ese cuentito “berreta”, asqueroso e inmundo, que ni siquiera lo había escrito bien, porque le faltaban todos los signos de puntuación. Y no, no salió como la abuela, una perfecta escritora, seguro salió a su primo, “el de la otra familia”, el sobrino de mi yerno. Ese sí que era un caprichoso.
-Dale abuel, por favor- insistía mi nene. Y con esa cara ya no podía decir más que no… ¿Y otro día?, PENSE decirle, pero era mucho arriesgarse. Si su papá se enterara de que me había dicho la palabra abuela completa, se me venia un lío tremendo.
Tomé tranquila los anteojos, abrí la tapa de porquería que había hecho, y comencé a leer, tratando de entender algo de lo que decía: “Una mañana de otoño, los perros contaban, las madres meaban en la vereda, mientras los locos los miraban por la ventana”. Como seguro que les paso a ustedes, debieron de darse cuenta de que no hay coherencia en este cuento humillante para la familia: ¿Cómo si la cosigna era escribir una historia narrada en primera persona, esta esté en tercera? Volví a releerlo, sacando otra conclusión, la cual no creo que se hayan dado cuenta, de la cual me surgieron cuatro preguntas: ¿Los perros saben contar?, ¿Podrían las madres mear en la vereda?, ¿A caso la maestra estaba loca?, y ¿Qué es esa expresión de desconcierto en la cara de mi nieto? Al fin y al cabo los únicos coherentes del texto parecen los locos.
-No abue, las comas van acá, acá y acá- me dijo señalando algunos lugares en el texto. Ahora, yo me pregunto, ¿Por qué no las escribió y no había tanto lío?
Volví a leer: “Una mañana de otoño, los perros, contaban las madres, meaban en la vereda, mientras los locos los miraban por la ventana”. Obviamente, esto ahora sí tenía coherencia. Como no tenía nada de ganas de leer, le pedí que por favor no me moleste más, ya que me sentía un poco mal.
-Bueno abu, está bien. Mamá ya debe estar por venir a buscarme.
-Bueno hijo, andá. Pero antes aclárame una duda que tengo. Una hija la tuve a los dieciséis, ¿No? Mi pregunta es, ¿tengo otra?...
-Creo que te voy a aclarar algunas dudas. Primero, tu hija no es mi madre. Segundo, el cuento no es de la familia, ni tampoco lo escribió tu nieto, es el cuento de Caperucita Roja. Tercero, no tiene faltas de ortografía, lo que pasa es que tus audífonos no funcionan, y cuarto, y por último, no soy tu nieto, soy el hombre encargado de los viejos de este geriátrico, abuela.
-¡No!, ¡abuela no!, si llega enterarse tu papá, me mata…

 

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