Era un atardecer de cualquier día y retornaba a mi hogar desde mi trabajo solitario en mi automóvl. Esperaba la luz verde en un puente que tenía tres pistas repletas de vehículos a la espera igualmente que se diera paso, muchos de ellos bastante lujosos. Entre estas pistas surgió un niño de apróximadamente unos siete años de edad, pobremente vestido, con unos pantalones cortos que le llegaban más abajo de la rodilla y que se notaba que no eran de él. Portaba en su mano una caja con varios paquetes de caramelos sencillos y no costosos.
¿Quiere un dulce?, ofrecía de ventana en ventana, arriesgándose a que algún vehículo lo dañara. Muchos conductores hacían un gesto de indiferencia y otros ni siquiera bajaban los vidrios de sus ventanas. No vendió nada.
De pronto el semáforo cambió y dieron luz verde con lo cual se desplazaron rapidamente todos. Subítamente se sintió un ruido de frenos y un golpe. Alli yacía el cuerpo sin vida de este muchachito. Sus dulces estaban desparramados en el pavimento junto a él como testigo mudo de ese pequeño gran sacrificio. Llegó la policía para intervenir en lo ocurrido, los otros se desplazaron velozmente, como huyendo de los acontecimientos, entre ellos yo. Iba con el alma constreñida, pensando en aquel pequeño, su sacrificio y la indiferencia y rutina de la realidad que lo rodeaba.