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- Disculpe, ¿qué hora tiene, señorita? - me preguntó temeroso por mi probable reacción de espanto.
Su rostro reflejaba con claridad el imperdonable paso del tiempo. La melancolía en cada una de sus arrugas era evidente a simple vista y su aspecto era atroz. No era más que un mendigo. Fue su mirada limpia la que me eclipsó, una mirada que detenía el tiempo. Detrás de toda esa fachada cargada de tal vez malos recuerdos y una gran cantidad de mugre, había un fondo de paz, un alma pura.
El agua sacudía con fuerza los cristales frontales del autobús. El chófer permanecía inconsciente o muerto sobre el volante. La gente gritaba histérica y todo se volvió un infierno. Justo cuando iba a rendirme, a morir asfixiada entre el resto de personas que se atrincheraban en la parte trasera mientras el agua comenzaba a anegar en segundos todo; él me tomó por el brazo, rompió uno de los cristales laterales y me empujó fuera del vehículo. Él intentó salir tras de mí pero la apertura era muy angosta y fue imposible.
Fui, desgraciadamente, la única superviviente de ese trágico accidente. Han pasado muchos años y no he dejado de pensar en su mirada de resignación a través de esa pequeña apertura del cristal mientras era engullido por el lago. Se convirtió en una obsesión. Si tan solo hubiera podido responderle a su pregunta o decirle sin más – estoy aquí, no estás solo -. Sólo hubieran sido suficientes unos segundos más, unos pocos segundos más.
Hice la prueba número 7814 de mi máquina del tiempo. Fueron tantas que el pesimismo me acompañaba sin remedio, no pensé que sería la definitiva.
El viaje fue extraño pero directo y perfecto, según lo planeado. Llegué a la última parada y escondí la máquina entre la maleza. Como era de esperar, el autobús paró. Vi al chófer, me sonrió. Pagué mi boleto y no me alejé de él para evitar que se durmiera. Giré levemente el rostro y le vi. Enjuto, melancólico, justo detrás de mí mirando a través del cristal. También estaba yo, distraída como siempre estaba antes.
En el instante que rebasamos la entrada del puente escuché su voz. Cuántas noches de insomnio había recordado aquel seco timbre y cuántas veces había deseado escuchar de nuevo su pregunta para regalarle mi respuesta.
- Disculpe, ¿qué hora tiene, señorita? - preguntó a mi yo pasado, temeroso.
Me distraje un instante, sin querer, con el recuerdo pasado que me trajo su voz. Regresé a la realidad y miré al conductor. Ya estaba casi dormido. Le grité y tomé el volante para evitar el choque. Logré salvar la caída al lago aunque tuve que dar varias sacudidas que tumbaron el autobús en el asfalto.
Perdí la consciencia unos minutos. Desperté por los quejidos de la gente atrapada entre los asientos. Alguien lloraba.
Otra voz entrecortada se mezclaba en el ambiente – estoy aquí, no estás sola.
El llanto cesó y, al girarme, le pude ver abrazando a mi yo pasado e intentando detener la hemorragia que me había provocado un cristal roto de una de las ventanas laterales, pero sin éxito. Fui, afortunadamente, la única víctima de ese trágico accidente.
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