Anselmo Ribas era un hombre gris, de esos que proliferan en este mundo; vivía solo en el barrio de Palermo, en tiempos de malevos y cuchilleros. Su vida se caracterizaba por su monotonía y escasez de sucesos recordables, situación ésta que lo había ido sumiendo en una desidia preocupante. Su inestabilidad laboral, que siempre había sufrido, se venía agudizando en los últimos años y le provocaba más de un problema con sus cuentas habitualmente impagas.
Esa misma noche, debía presentarse a su nuevo trabajo y estaba nervioso; nunca antes había tenido que hacer horario nocturno y la novedad lo tenía bastante preocupado. Ser el sereno de una fábrica textil resultaría muy fácil, pensó, si no fuera por el hecho de que no se sentía capaz de aguantar toda una noche sin quedarse dormido. Por otro lado, el nuevo “laburo” lo obligaría a dormir durante el día y estaría a contra mano de todos. Sin embargo, se había propuesto cumplir con sus responsabilidades en forma eficiente y se sentía capaz de cambiar su racha interminable de fracasos laborales. A pesar de sus previsiones, dos noches le bastaron para comprobar que no dormir, mientras todos lo hacen, era algo insoportable; caminar y caminar, con su pequeña radio al oído, de una punta a la otra del inmenso galpón, podía convertirse en una tortura difícil de tolerar.
Asimismo, durante el día, dormía profundamente para que el esfuerzo nocturno fuera posible; pero no sólo dormía. Mientras lo hacía, comenzó a soñar la vida cotidiana que sus nuevos horarios no le permitían; con la particularidad de que, mientras soñaba, él era consciente de que lo estaba haciendo. Esta atípica situación, provocó un giro de ciento ochenta grados en su, hasta allí, tímido e inseguro carácter. Siempre había sido un solitario, un perdedor, un pobre hombre sin iniciativa alguna e incapaz de relacionarse normalmente, tanto con personas de su sexo como del opuesto. En su vida onírica adoptó, sin nada que perder, una actitud diametralmente opuesta; se convirtió en un ganador que se llevaba el mundo por delante y que no se amedrentaba ante nada ni nadie. Adquirió una popularidad que siempre había ambicionado, y lo hizo en un ambiente difícil, el de los arrabales; Palermo en esos años era un barrio de armas llevar y la popularidad excesiva implicaba envidias peligrosas y competidores celosos de su territorio.
Entre sueño y sueño, durante las noches, Anselmo cumplía religiosamente con su labor de sereno; había logrado, por fortuna, el difícil arte del insomnio. Éste, por otra parte, le generaba un extremo cansancio que era necesario para un más profundo dormir que le permitiera sus tan ansiadas vivencias oníricas que, por supuesto, basaban su embriagador atractivo en las nunca antes experimentadas relaciones con toda clase de mujeres; relaciones éstas que Ribas mantenía desde su primer sueño.
El tiempo pasaba y la nueva vida transcurría sin mayores sobresaltos para nuestro héroe. Salvo por algún altercado menor, se había convertido, sin inconvenientes, en el personaje fuerte de Palermo; los hombres lo respetaban y las mujeres, fáciles en ese ambiente, se entregaban a él como a ningún otro. La vida parecía sonreírle a Anselmo; pero como todas las historias en las que hay “polleras” de por medio, las cosas se complicaron de golpe y le cambiaron la fortuna a al protagonista de esta historia.
Tania era una curvilínea morocha de dieciocho años que apareció por el barrio de un día para el otro y sedujo, desde su desenfado juvenil, al encandilado Ribas. La ninfa era hija de un “matarife” apellidado Prieto que, por cuestiones laborales, acababa de instalar su familia en una casa de altos enfrentada con la de Anselmo. La joven no era la clase de mujer a la que éste estaba acostumbrado, lo que no impidió que ella hiciera caso a sus torpes acercamientos. Si bien el desenlace parecía inevitable, Tania coqueteó con Ribas, pero rechazándolo moderadamente al principio, tal como se suponía que debía hacerlo una chica seria. Aunque se enfureció al principio por tantos rodeos, Anselmo insistió en lo que era un burdo acoso totalmente exento de sutilezas. Como era de esperar, finalmente la niña cayó en sus brazos y Ribas se convirtió en el feliz poseedor de la hembra más codiciada por todos. La relación, por supuesto, fue clandestina en sus inicios; no era cuestión de que “El Ronco”, padre de Tania, se enterara del romance de su inmaculada y única hija con semejante hampón; y quince años mayor que ella, para colmo. Pero a los hombres nos gusta alardear, y Anselmo no era la excepción; de a poco, y empujado por su irrefrenable afán de lucimiento, comenzó a pasearse orondo del brazo de su beldad. La novedad corrió como reguero de pólvora y, en poco tiempo, nadie ignoraba el “affaire”; salvo “El Ronco”, por supuesto.
Anselmo estaba envalentonado y su osadía le hacía correr riesgos innecesarios que, tarde o temprano, lo llevarían a un desenlace violento. En realidad, Ribas estaba haciendo todo lo posible para provocar un duelo; siempre había soñado con protagonizar uno y qué mejor oportunidad que ésta para enfrentarse cara a cara con la muerte. Después de todo, no tenía nada que temer alguien que simplemente estaba soñando.
Mientras tanto, en la fábrica, todo funcionaba a la perfección; su empleo no corría ningún riesgo y sus empleadores le habían manifestado conformidad por su óptimo rendimiento. Las noches se sucedían rutinarias y el hábito del insomnio estaba consolidado y no le significaba ningún esfuerzo. Saber que luego de cumplir con su labor cada noche llegaría el reparador sueño y, con él, una vida de aventuras que siempre había ambicionado, le provocaba un estímulo extra a su función de sereno; había logrado una eficiencia en su trabajo que sorprendía a propios y extraños. No obstante, como la perfección no existe, una madrugada despertó sobresaltado; se había quedado dormido en la fábrica y fuertes golpes resonaban estentóreos desde el portón de entrada. Grande fue su sorpresa cuando, al abrir, se encontró frente a frente con “El Ronco” Prieto, quien lo empujó hacia adentro y, sin que Anselmo atinara a hacer nada, lo apuñaló dejándolo tendido en el suelo para luego huir desapareciendo en la oscuridad.
Ensangrentado y agonizante Anselmo Ribas intentó, una y otra vez, despertar de semejante pesadilla; pero no pudo,....................era la vigilia.