Liliana bebía tranquilamente, en soledad, su taza de café mientras la leña crepitaba en la chimenea. Hacía frío. La atmósfera que afuera se respiraba era nostálgica, triste, lúgubre. Muebles no muy finos pero elegantes, numerosos geranios y amplias ventanas habitaban aquella casa que parecía tener vida.
Un hermoso gato persa buscó abrigo y resguardo en el regazo de su dueña. Ella, sin prestarle atención, seguía leyendo. Minutos después, dejó su lectura y comenzó a dejarse llevar por los recuerdos. “Me parece ayer cuando jugaba afuera con mis muñecas en días calurosos y ayudaba a mamá a preparar galletas en días fríos, como este”. Su infancia había sido la mejor época de su vida. Hasta los trece años vivió en aquella casa ya que tuvieron que mudarse cuando su padre decidió partir a la ciudad en busca de más oportunidades.
Una vez allá, en su primer día de escuela, conoció a la que sería su mejor amiga. “Ah, Mariana, Mariana. Tú siempre fuiste popular con los chicos. Nadie te ganaba en simpatía. Yo te admiraba mucho, mucho. Hiciste más soportable mi vida de colegiala. ¡Qué lástima que hayas tenido que terminar así! Ese cáncer de seno te consumió poco a poco”.
Pero se turbó cuando vino a su mente el retrato de José. El mismo José que desilusionó a su mejor amiga hasta lo más profundo. “Eras un patán, José, de verdad te lo merecías”.
No supo cuánto tiempo pasó en ese estado. Los segundos se consumían a medida que deshojaba recuerdos y desenterraba emociones. Tomó inmediatamente una copa de wisky y se la bebió de un trago. Miró la ventana. El bosque se veía apacible y húmedo. Bebió otra copa, y otra...
Como a las diez y media de la noche, mientras subía a su cuarto, sintió que alguien la observaba. “Ya se me subieron los tragos”, pensó. Una vez en su cama, miró de reojo el espejo y vio reflejada una mujer. De un salto se levantó y se dirigió al espejo. Allí estaba la imagen. “¡Debe ser una pesadilla!”. No lo era. Esa mujer era real y la miraba fijamente. Desesperada, Liliana comenzó a gritar. “Cálmate ya, Lily”, contestó la figura.
“¡Mariana!. Pe...pero ¿cómo es posible?”. No podía creerlo. Su amiga, fallecida hacía ya seis meses estaba frente a sus ojos. Una mezcla de temor y alegría sobrecogió su corazón. Temblaba. “¿Qué estás haciendo aquí?”, preguntó.
La mujer ya no se veía en el espejo. Liliana comenzó a llamarla. No hubo respuesta. Bajó las escaleras, llegó a la sala, a la cocina...nada. Regresó a su habitación. Allí estaba de nuevo, sólo que esta vez estaba sentada en la cama. Su mirada había cambiado. Ya no era congelada e impasible como antes. Ahora se veían inundados de ira y de desprecio.
“¿Qué sucede?”, preguntó Liliana asustada. “Tú deberías saberlo”, contestó la mujer. Y continuó: “Siempre envidiaste mi popularidad y mi estatuto social; me odiabas, me detestabas, ¡hipócrita!”. Liliana se sintió desfallecer. Estaba aterrada. “¿Por qué dices eso?”, preguntó con la garganta seca y los labios temblorosos. En ese instante, la mujer se arrancó del cuello una cadena y la lanzó con fuerza hacia el espejo. Éste se rompió.
“¡¿Por qué me haces esto?! ¡Sabes perfectamente que sería incapaz de odiarte!”. “Por supuesto que no podría odiarte, ni en un millón de años”, dijo una voz de hombre que se aproximaba... Apareció en el umbral de la puerta. “¡José! ¡E- es imposible! ¡No puede ser!”, exclamó Liliana justo antes de caer al piso.
“¿Cómo se te ocurre que podría odiarte? Eso no puede ser porque tú significas para ella mucho más de lo que te puedas imaginar”, dijo el otro espectro. “Ella siempre estuvo enamorada de ti, desde que te conoció. Por eso me odiaba tanto. Su odio no se gestó porque te abandoné, sino porque me amabas a mí, sólo a mí. ¡Niégalo –gritó dirigiéndose a Liliana- atrévete a negar lo que he dicho!”.
Liliana enmudeció de asombro. Ni siquiera ella creía lo que estaba oyendo. Todo un desfile de emociones, de sentimientos, de recuerdos y desencantos se apoderó de su ser. Sentía el peso del mundo entero sobre su espalda. Un sudor helado se deslizaba sobre sus escuálidos miembros. Se sentía morir.
“¡Ahora lo comprendo todo!”, exclamó el fantasma de Mariana, iracundo. Pero sólo era su voz, pues había desaparecido del cuarto. Su voz seguía escuchándose desde otra recámara, desde el baño, la cocina, la sala... Profería insultos y maldiciones no sólo para Liliana, sino también para la vida, que había sido tan injusta con ella al arrebatarle a sus padres, sus sueños, sus silencios; para la muerte por haberla ido a buscar en el peor momento y de la peor manera y no sólo eso, sino también por haberle negado el derecho de respirar el olor de las estrellas, de perderse en el vacío de madrugadas secuestradas, de seguir visualizando los mismos espejismos que le hacían creer que todavía valía la pena vivir...
En cambio el otro espectro se burlaba con estruendosas carcajadas. Parecía disfrutar la situación. Se paseaba lentamente por la habitación, ora viéndose en el espejo, ora recostándose en la cama, ora mirando el cielo ennegrecido en la ventana. Mirando a Liliana con ojos amenazantes y sarcásticos, abandonó la recámara.
Ella seguía en la misma posición. Temblaba cada vez más y la angustia consumía sus entrañas. Todo aquello le parecía una pesadilla, una horrible pesadilla. No dejaba de pensar en lo que estaba viviendo y sintiendo. Tampoco en lo que había vivido. Observaba fijamente en su mano un crucifijo de madera que le regalara su madre el día de su confirmación. Sin saber exactamente por qué, aquel recuerdo grabado en los parajes más recónditos de su memoria salió a la luz. Tal vez por la desesperación, tal vez por ser uno de sus mejores recuerdos, tal vez porque se sentía protección venida de quién sabe donde...
Se levantó. Sus piernas temblaban como hojas. Tuvo que apoyarse en la pared para mantenerse de pie. Ya no pudiendo contener por más tiempo la guerra que se había desatado en lo más profundo de su ser, comenzó a gritar. “Nadie te oirá por más que grites”, se dijo a sí misma.
Pero ya no podía más. Caminando a paso ligero admitió lo que el fantasma de José había dicho. “¡Es cierto, es cierto lo que dijiste, infame! Yo amé a Mariana, más que tú, más que cualquiera. Pero nunca me permitieron demostrarle mi afecto, por eso nunca me lo permití. Siento vergüenza de mí misma, de la miserable vida que he pasado hasta ahora. Desde la muerte de mi madre, mi vida ha sido un infierno sobre la tierra. Por más amigos que aparentemente pudiera tener, solamente me he tenido a mí misma. La soledad ha sido mi eterna compañera”, decía llorando amargamente.
Recorrió la casa en busca de los fantasmas. Sólo escuchaba voces. “¡¿Por qué no vienen?!”, gritaba. “¿Es que me tienen miedo? ¡Aparezcan de una vez!”. Nada. Sólo sus voces vagaban en el aire.
Jadeando, llenó un vaso con agua y se lo bebió de un trago. En la sala, donde había dejado sus libros y escritos, se sentó y tomó papel y lápiz. Como todavía temblaba, su caligrafía era casi indescifrable. En ese papel escribió un poema:
El “amor” de este mundo
no es más
que una burda
imitación
de perfección,
de plenitud.
Un espejismo.
Lo escribió pensando en su trágica historia de amor y desamor. Ya no creía en eso que los humanos nombran “atracción”, “éxtasis”, “ilusión”. “Todo es falsedad”, dijo para sí. Lamentó en silencio la infinidad de horizontes increados, sueños no realizados que le habían carcomido la existencia.
En ese momento aparecieron los fantasmas frente a ella. No se inmutó al verlos. Despedían un resplandor intenso. Liliana se puso de pie y se acercó a ellos. El espectro de José le mostró un cuchillo de cocina. “Toma, en honor a los viejos tiempos”, le dijo a Liliana. “Sería pecado que este cuchillo no te trajera recuerdos”. “Claro que recuerdo, idiota, esa madrugada en que entré a tu casa y te sorprendí viendo la televisión. Sin mediar palabra, con un cuchillo te atravesé tu corazón. Tu mirada de muerte y tus intentos de defenderte se grabaron en el abismo de los recuerdos”, le contestó Liliana.
“¿Es que ahora tú tienes miedo?”, dijo el otro espectro. “¡Agárralo de una vez! ¡No seas cobarde!”. Liliana cayó en una especie de trance. Parecía que sus instintos se habían adueñado de ella.
Cayó la tarde. Una tormenta torrencial abatía los árboles. En la casa habían varios policías examinando la escena del crimen. Un gato persa aullaba lamentando la muerte de su dueña. El cadáver presentaba heridas cortantes en las muñecas y el cuello, con cuchillo de cocina; y en su puño derecho había un diminuto crucifijo de madera.
Tu cuento es bueno. Me encantó cómo describiste el ambiente psicológico sin dar una sola descripción del ambiente físico. Haces que ésto último quede a un segundo plano. Sin embargo, aún te falta mucho por recorrer. Sé constante y llegarás lejos.