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La luna y el lago

Era una vez un lugar en donde casi siempre había problemas entre los animales. Se peleaban, se discutían y se gastaban bromas los unos a los otros. Y casi siempre era por culpa del conejo.

 

Normalmente, después de pelearse los animales volvían a hacerse amigos. Se tumbaban al sol y eran tan amables entre ellos como podían. Pero entonces, cuando todo estaba tranquilo y en paz, el conejo se aburría.

-¡Me aburro! ¡Me aburro! ¡Me aburro! -decía un día, mientras charlaba con su amiga tortuga-. Ya va siendo hora de que ocurra algo divertido.

-Eres la criatura más traviesa de todo Alabama, hermano conejo -decía la tortuga-. Pero la vida nunca es aburrida cuando tú tramas algo. ¿Qué estás planeando ahora?

El conejo parecía sorprendido.

-¿Quién ha dicho que voy a hacer alguna travesura? Sólo estaba sugiriendo un día de pesca en el viejo lago. Trae mañana por la noche al zorro, al oso y al lobo. Si algo sucede, observa y escucha.

-Allí estaré -rió maliciosamente la tortuga-. ¡No me lo perdería por nada del mundo!

Mientras el conejo se marchaba, la tortuga comenzó su lento caminar hacia el lago. "Si salgo ahora", pensó, "habré llegado allí mañana por la noche".

Los cinco animales fueron al lago la noche siguiente. El zorro llevó los aparejos de pescar, el oso una red y el lobo se llevó algo de cebo.

Pero el conejo había sido el primero en llegar y esperaba, sentado en un tronco, a la orilla del lago.

-Muy mal -dijo el conejo a los animales-. Hemos perdido el tiempo.

-¿Qué? ¿Por qué? Los animales se abrieron paso a través de la alta hierba hasta el borde del lago.

-¿Qué pasa, hermano conejo? -Ha habido un accidente -explicó-. Os lo habéis perdido. La Luna se acaba de caer en el lago. Bien, tendremos que regresar a casa.

-¿Que la Luna se ha caído en el lago?

-¡Sí! Si no me creéis, id a comprobarlo vosotros mismos.

El zorro, el oso y el lobo miraron hacia el lago. Era verdad. Allí estaba la Luna, meciéndose y tambaleándose en el fondo.

-Yo que quería pescar algunas percas... -dijo el zorro.

-Y yo un lucio... -comentó el oso. -Y yo una trucha para cenar -añadió el lobo.

-Y yo que venía a por algunos barbos... -exclamó la tortuga.

¿A por qué venías tú, hermano conejo?

Entonces, las dos criaturas se guiñaron un ojo.

-Es decepcionante -dijo el conejo-. Nadie pescará nada aquí esta noche, a menos que saquemos la Luna. Asustará a todos los peces del lago.

Todos se rascaron la cabeza y esperaron a que el conejo tuviera una buena idea. El siempre estaba lleno de buenas ideas.

-¡Ya lo tengo! -dijo al fin-. Iré corriendo a casa de la tortuga de la ciénaga y pediré prestada una red. Una red fuerte y grande para pescar la Luna. Es de plata maciza, como sabéis. Esperadme. No hagáis nada hasta que vuelva.

Y con un destello de su rabo blanco, el conejo se marchó.

Al menos, parecía que se había ido. Sólo la tortuga advirtió las puntas de dos orejas sobresaliendo por encima de un arbusto cercano.
-Plata maciza... -dijo con retintín-Imaginaos lo que puede valer.-dijo la tortuga.

Mientras tanto, el oso había ido a por su red.

-¡Rápido! ¡Antes de que el conejo vuelva! Vamos a sacar la Luna y a repartírnosla entre nosotros.

El zorro y el lobo miraron ansiosos, mientras el oso corrió a por la Luna. Al principio pensaron que iba a ser capaz de sujetarla con su zarpa. Pero cuando cayó con toda su tripa en el agua, la Luna pareció hundirse más hondo en el lago.

-Esto no funciona -dijo-. Tendré que usar la red.

Como no querían mojarse las patas, permanecieron en la orilla y tiraron la red sobre la centelleante Luna y luego la remolcaron hasta la ribera.

Pero no había ninguna Luna en la red.

De nuevo la arrojaron y otra vez salió completamente vacía.

-No la tiramos suficientemente lejos -dijo el zorro-. Si nos metemos todos en el agua, seremos capaces de echar la red por encima de la Luna.

Lo intentaron de esta manera, mientras el lobo se quejaba del frío.

-¡Esta vez ya la tenemos!

Pero, de nuevo, no había ninguna luna en la red.

En aquel momento, el lobo resbaló y se hundió en las profundidades del agua, arrastrando consigo la red. El zorro y el oso, que también la sujetaban, se hundieron tras él.

Coincidiendo con el chapuzón, el reflejo plateado de la Luna en el fondo del lago saltó en mil pedazos, y desapareció.

Escupieron, resoplaron, chapotearon y aullaron. El conejo se reía tanto que salió rodando de detrás de los arbustos. Y la tortuga escondió su cabeza dentro de la concha para que nadie viera su risa burlona.

Cuando llegaron a la orilla, el oso, el zorro y el lobo seguían discutiendo y peleándose:

-¡Tú me empujaste!

-¡Tendrías que haberla soltado!

-¿De quién fue la idea?

-¡Se rne ha metido barro en las botas!

El conejo sonrió. "Esto sí que está bien; así la vida es más divertida", pensó. Al instante se acercó a la orilla y ayudó a los empapados animales a salir del lago, uno tras otro. Tanta amabilidad les confundió. Le miraron con desconfianza y por fin comprendieron que les había tomado el pelo.

-Maldito conejo -dijo el lobo, mirando a la Luna.

-No me habías dicho qué es lo que querías pescar esta noche, hermano conejo -se rió la tortuga.

-¿No te lo había dicho? -contestó el conejo-. Bien, pensé que podía pescar un tonto o dos. Puse el cebo de la Luna... ¡y menudo éxito he tenido!

Datos del Cuento
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