Nací en el año de 1.921 en un pueblito de Checoslovaquia llamado Mukachebo. Su población constaba de 25.000 habitantes, de los cuales 18.000 eran judíos. Este era un país libre y democrático, se respiraba judaísmo, había camaradería, teníamos muchas estrecheces, pero no existían limosneros, la comunidad se encargaba de informarse sobre las necesidades de las gentes y sin que estos pidieran siempre eran atendidos. Mi papá también nació aquí, era hijo y nieto de rabinos al igual que mi madre nacida en Zboro, antigua Slovaquia antes de la ocupación húngara.
Durante la crisis mundial de 1.929 varios de mis nueve hermanos se fueron a buscar fortuna a otros lares. Uno de ellos se alistó como marinero y apenas llegó al puerto en los Estados Unidos ahí se quedó.
En Mukachebo teníamos escuelas para judíos. Nos daban enseñanza hasta el sexto grado, el viernes orábamos. Mi abuelo un gran rabino era profesor de Torá. los alumnos venían al jeder (en la casa) y él los entrenaba, era sumamente religioso, respetuoso de nuestras costumbres. Al pasar esta primaria educativa, nos inscribíamos en las escuelas del gobierno. Era obligatorio estudiar seis días a la semana incluyendo el sábado, pero la comunidad a través de sus representantes, logró que los niños judíos asistieran a clases el día sábado sólo como oyentes, sin que los muchachos tuvieran que escribir ese día. esto era respetado.
Vestíamos, como religiosos que éramos, con pelles y demás. Rezábamos en donde nos encontráramos, en el jeder, la escuela, la sinagoga, la casa, ó en el colegio, no hacíamos distinción, cumplíamos con los horarios.
Se comienza a sentir el antisemitismo, frente al negocio de mi papá había una parada de autobuses, y en la fila esperando su turno un judío religioso aguardaba pacientemente en la cola. al llegar el bus, se asoma por la ventana un militar y le grita judío sí en toda la tierra no hay lugar para ti, tu quieres caber aquí. La xenofobia era el pan nuestro de cada día.
Llegó el momento ya los insultos, las ofensas, y los agravios no fueron suficientes, por órdenes de los alemanes, los húngaros nos toman como rehenes y nos llevan a campos de trabajo, nos ocupamos de la construcción de un aeropuerto cerca de una ciudad húngara llamada Debrecen, de un puente sobre el río Donai y de toda una ciudad en Yugoslavia. El gobierno húngaro nos pagaba 40 céntimos diarios como alquiler por nuestras ropas, de comer, una vez al día nos daban lo mínimo indispensable para subsistir. Los días domingos regresábamos a la casa a pié, era una caminata a la ida, a las 5 a.m. y de regreso a las 6 p.m., 15 kilómetros de ida y otros tantos de regreso.
En la construcción del aeropuerto para la pistas debíamos de sacar piedras de una montaña. En una ocasión después de haber sacado demasiadas piedras y arena de la montaña, temíamos que se nos cayera el monte por no tener soportes con que mantener un posible derrumbe, le informamos al comandante que era sumamente peligroso y que se nos podía caer encima sino tomábamos precauciones. Sarcásticamente nos contestó que la idea era esa, que nos sepultara, que no se nos permitía poner ningún tipo de protección. Esto reforzaba su teoría. Nos alimentaban con pastillas de café negro un poco dulzonas, porque según decía el militar húngaro, el café negro era más barato que la bencina. Con esto quería decir que les salíamos más barato, que una máquina o que un tractor.
Al comandar los nazis, las cosas empeoraron, salíamos ciento veinte personas y las órdenes eran de que regresáramos solo noventa. Eso sí era una ruleta rusa, cada día nos podría tocar a uno de nosotros. De esa forma se comienza a desmoronar cualquier mente humana. La desmoralización, nos desalienta, el deseo de vivir nos mantiene, nuestra familia y Dios nos dan fuerzas.
Un día abriendo una zanja al lado de una vía, tenía puesto todo mi empeño en la labor que hacía y de repente, sin razón ni motivo alguno, un pequeño cabo alemán de nacionalidad húngara me pegó un puntapié en la espalda que casi me rompe las costillas y además me dejó sin aliento, cuando logré recuperarme, me sentí indignado, lo miré fijamente a los ojos y le causé tal miedo, que caló su bayoneta como para defenderse, me reconforté, sentí su cobardía.
Luego nos tocó hacer un puente sobre el Río Donai, que tiene unas islas muy bellas. La construcción de dicho puente estaba a cargo de un capitán húngaro, con cierto sentido de justicia, aunque era a la vez sumamente estricto; por un lado nos instruyó cómo se podía construir un puente de madera sin el uso de clavos. Esa era su mejor demostración de paciencia, pero cuando alguno de nosotros fallaba, lo premiaba con un champañazo, en el río en pleno invierno a punto de congelarse, lo lanzaban.
En una oportunidad luego de terminado un gran trabajo, como gratificación nos dieron por órdenes del capitán, un rato de descanso, de pronto, el cielo se nubló, todo quedó a oscuras, la belleza del atardecer se vio opacada de repente. Recuerdo que lloré cuando le oí decir al capitán en tono patético y triste, ni Dios los quiere.
Tras una semana de trabajos forzados, nos premiaron con un arroz con leche caliente. Años, desde la última vez que había saboreado tal manjar. Lo disfruté a más no poder, pero el hambre me empujó a desear más, volví a hacer la cola y al llegar mi turno, extendí mi brazo con el plato limpio y vacío. El cabo que estaba vigilando, en su mano tenia un hacha, al percatarse de mi atrevimiento, sin medir consecuencias, me golpeo el brazo con la parte plana del hacha, me rompió los huesos del brazo.
Días más tarde, un sargento y dos cabos me llevan al hospital junto con seis personas más. Caminamos treinta y nueve kilómetros. Ellos armados de fusiles con bayonetas. Estando cerca del hospital un capitán nos miró y con un deje de asombro espetó, ustedes deben de estar locos, teniendo fusiles, balas y bayonetas han permitido que estos judíos lleguen vivos hasta aquí.
Cuando el Dr., vio mi brazo, dijo que el hueso roto, se había soldado mal y que la única forma de curarlo era volverlo a romper y enyesarlo de nuevo. Lo dejé tal cual. Cada día de lluvia, cada día de frío, me obliga a recordar, el dolor sigue ahí como testimonio de mi pasado. Cuando alguna vez dudo que sí todo lo que pasó fue solo un sueño. Cuando aún nadie ha podido entender que pasó con esa gente, ¿qué los desquicio?, qué sería lo que en verdad querían, viene mi brazo mal curado y me despierta el dolor, me recuerda, que sí pasó, que no hubo motivos, que no tenían metas ni razones y al no poder verles ni una pizca de remordimiento, aún hoy, me aterro.
Pasé largo tiempo en el hospital, todo el que pude, me hice amigo de los doctores, hacía cualquier tipo de trabajo que ellos me pidieran. Un día me llamaron, vi mucha tristeza de su parte, me informaron que debía de regresar a mi campo, me otorgaron un salvoconducto para que me pudiera desplazar. Cuando lo tuve en mis manos comprobé que el espacio de la ruta que debería tomar de retorno, estaba en blanco, lo único escrito era el lugar al que debía llegar. Pregunté, me ilustré, me cargué de valor y di el gran paso, falsifiqué la ruta a seguir, casi di la vuelta a Hungría, tomé la ruta más absurda y larga según los militares húngaros que tuvieron la oportunidad de ver mi salvoconducto y la más segura que pude encontrar. Me despegué la maguén David amarillo, ya no estaba marcado y con el salvoconducto en mi bolsillo, me sentí libre.
Semanas enteras pasé viviendo con las propinas que me habían dado los médicos, los enfermos y sus familiares, por los cuidados, trabajos y atenciones que les presté. Caminando por una vía, me topé con dos soldados uno alemán y otro húngaro, me hicieron preguntas, no fui capaz de mentirles, de haberlo hecho no me hubieran detenido. El soldado alemán le decía al húngaro que me dejara ir, que un judío más no era tanto problema. El húngaro no aceptaba argumentos, quizás hasta por miedo de que lo estuvieran poniendo a prueba. Me llevan detenido a un cuartel llamado Mohacs con órdenes de que me pusieran los grillos, era una barra de hierro con unas cadenas que amarraban las manos con los pies y que dejaba al prisionero en una posición de cuclillas todo el tiempo, era sumamente doloroso.
A mi abuelo con sus enseñanzas del Talmud y de la vida y a mi padre por su abnegación en instruirnos, les debo la vida. Ya en prisión un joven teniente húngaro entabla conversación con migo y reconoce en mí a una buena persona, educada, decente y religiosa. Me dice que él no cree en que yo pueda soportar por muchos días los grillos, me los pone en un sólo pié, el otro me lo deja suelto y me dice que al venir los alemanes me deberé de amarrar todo y que luego, él volvería para soltarme y así pasó más de una vez, el teniente siempre cumplió con su palabra.
La mudanza. Me sacan de la cárcel y junto con otros prisioneros nos llevan a pié por varios días, en el camino un perrito se me acerca, hace migas, juguetea a mi alrededor y me acompaña durante la travesía. Al quinto días del viaje, aún seguía con migo, fue tal la rabia de uno de los oficiales de que con nosotros fuera juguetón y con ellos no , que detuvo la marcha caló su bayoneta en el fusil y sin consideración alguna, mató a la perrita.
A mi padre y a mi hermana con su hija, los llevaron a Aushwitz tres meses antes de finalizar la guerra. Mi papá cumpliendo con el luto por la reciente muerte de mi madre, no quiso ocultarse en el bosque como muchos hicieron. Los alemanes a sabiendas de que estaban perdiendo la guerra, no descansaron, no recapacitaron, no, incrementaron su crueldad, se ensañaba con nuestro pueblo y en mi caso con mi familia. Mi duda en la bondad de Dios se repitió y hoy al ver a mi familia, a mis hijos, a mis nietos, al poder ver mi sucesión, al ver realizado el sueño de Moisés haber visitado Israel, me siento en paz, con Dios y con los míos y a El pido porque esto no vuelva a pasar, que así sea, amen.