Fernando Allen, había terminado sus estudios, al fin era contador.
Gracias a su antigua niñera, Egidia Chacón, que había servido mucho tiempo en casa da Abraham Brooski, familia judía de renombre y dinero, había conseguido ingresar a la importante empresa de Don Abraham.
Pronto Fernando, joven de brillantes aptitudes comerciales, se ganó la confianza de su patrón, quien puso en práctica las acertadas ideas del joven, “aggiornando” su empresa, consiguiendo así buenos réditos.
El caso es, que Fernando, hizo su primer viaje de negocios a Rosario y luego a Moisés Ville, pueblo natal de su patrón, del que sabía era el primer asentamiento judío de la República Argentina; donde debía visitar a dos clientes importantes.
Llegó allí por la tarde, tomó una habitación en el hotel del pueblo y se dirigió a un bar, atraído por sus prolijas mesitas puestas en la vereda y ocupó una de ellas.
En una mesa próxima, estaba una joven muy bonita que empezó a dirigirle seductoras miradas. Aunque la linda desconocida menudeaba la sonrisa con insistencia provocativa, Fernando optó por hacerse el desentendido. Al cabo de unos minutos la joven se sintió desairada, sacó de su cartera una tarjetita lila en la que escribió algo, la dobló y la dejó caer al suelo intencionalmente. Levantóse enseguida, lanzó una última y significativa mirada al impasible muchacho y se deslizó hasta un Mercedes Benz blanco estacionado al frente, junto al cordón de la vereda y partió velozmente por uno de los accesos del pueblo.
Picado por la curiosidad y arrepentido de no haber entablado relaciones con esa criatura espectacular, Allen se agachó disimuladamente y recogió la ajada tarjetita.
La mano de la atrayente joven había trazado unas cuantas palabras en yiddish.
Llamó al mozo, pago su consumición mientras le preguntaba si conocía a la señorita que recientemente se había ido, a lo que contestó el mozo que no sabía quien era (cosa rara en un pueblo) que nunca la había visto y que creía que no tenía familiares ni amistades en la localidad. Al ver su buena disposición de informante, le preguntó Allen si sabía leer yiddish y ante su asentimiento le extendió la garrapateada y arrugada tarjetita lila, rogándole que la tradujese.
El mozo leyó, abrió desmesuradamente los ojos con expresión de espanto y ordenó al joven contador, con destemplados ademanes que se largara enseguida del café.
De regreso al hotel, lo recibió el dueño muy amablemente y le contó que pronto se haría el rodaje de una película en el pueblo, los preparativos para este acontecimiento y derivó luego la conversación a intrascendencias. Allen le contó el extraño suceso del café y le enseñó la tarjetita en cuestión.
El dueño leyó, clavó en el joven una mirada de desprecio aversión y encono y negándose a dar ninguna explicación, lo puso en la calle.
Malhumorado el joven por este rechazo y no saber a que darle las gracias, fue al pueblo vecino, donde pasó la noche y volvió a la mañana siguiente a visitar a sus clientes, regresando con prisa, seguro que Don Abraham le resolvería su problema.
Ya en Buenos Aires, llegar a la empresa y tratar de encontrar a su patrón, fue todo uno.
Muy cordial y sonriente recibió el empresario a su apreciado empleado, quien le refirió lo ocurrido en su pueblo. Este pensando en una pesada y enojosa broma, se brindó gentilmente a descifrar el enigma.
con indignación y arrojándole la tarjetita a la cara del petrificado joven, le ordenó con voz convulsa que se marchara al punto de su presencia y que se diera por despedido y que el dinero que le correspondía y otras formalidades lo recibiría en su domicilio.
Amargado y sin trabajo salió Fernando a la calle. La maldita y arrugada tarjeta no solo le había robado la paz del alma, sino que en este momento tan difícil se había quedado sin trabajo.
Se le ocurrió por fin una idea. Su antigua niñera que lo quería mucho, sabía yiddish. A su casa se dirigió pues el atribulado muchacho. Le contó sin obviar detalle lo que le había sucedido por culpa de la ajada tarjetita lila. Juró ella solemnemente traducir fielmente las misteriosas palabras. Antes de sentarse sacó Allen un revólver y poniéndolo sobre la mesa, dijo que le diera la traducción exacta, literal o se quitaría la vida delante de ella.
Las lágrimas rodaron por la piel oscura de Egidia, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza y tendiendo su mano para recoger el papel.
Allen, metió la suya en el bolsillo donde se había acostumbrado a guardar la tarjetita lila... No estaba allí... Metió la mano en otro... Tampoco. Hurgó, registró, se vació anhelante todos los bolsillos, la billetera, el maletín... Nada. La tarjetita había desaparecido.
Allen no volvió a verla jamás.