(Me gustaría que este cuento estuviera, de alguna manera, dedicado a la mujer madura, a la experiencia, a la calma y a la sabiduría.)
- Te quiero –le dijo él, abrazándola (los brazos fuertes, las manos tibias, delicadas).
Ella se estremeció, le recorrió las vértebras –una a una, lo podía notar- una sensación de vacío, de nada. Se llenó su mente del mismo blanco de las sábanas. Quería sentir algo, pero no pudo. Aquel cariño que él le estaba prodigando al acariciarle con suavidad el vientre, paseando con mimo sus yemas por el ombligo, era una extensión de la pasión que ella no esperaba. El olor dulzón del sexo se iba difuminando por la habitación y salía por la ventana, justo por dónde ella quería marcharse también. Él, vacío ya de todo ímpetu y deseo, la abrazaba; ella, también vacía, pero sin llenarse de amor, huyendo de aquello, escapando sin moverse.
Bajó la vista mientras él iba cayendo dormido y se miró los pechos. De nuevo los veía caídos, sin interés ni atractivo. Recordó su cara cultivada de pequeñas arrugas, de surcos más profundos al acercarse a los ojos. Había perdido su piel la firmeza de años pasados, justo los años que él tenía, y sus caderas se ensanchaban sin temor, flácida y tranquilamente, como si ella ya fuese sólo el vestigio de una madre, la escultura de una madre rotunda. Su alma de mujer se había perdido, se daba cuenta entonces, aunque la quisiera recuperar en las manos inexpertas de un querubín.
Por mucho que él sonriera mientras dormía y que creyera que había encontrado la felicidad, les separaban veinte años de vida, no compartían una historia (¡qué sabía él de Franco, más que hechos puntuales bien aprendidos en los libros de historia? ¿Qué sabía él de unos padres verdaderamente estrictos, de tener que ganarse verdaderamente la vida, de la dureza de cada paso?); ni siquiera tenían en común un lenguaje, o unas estaciones de paso. Aunque ahora durmiesen juntos, nunca compartirían sueños; sólo la respiración entrecortada, sus manos sabias recorriéndolo, ella llevándolo de un punto a otro, haciéndole caer exhausto en un orgasmo desconocido que ninguna jovencita le iba a hacer sentir.
Apartó con cuidado –no por ternura, sino por no despertarlo y tener que inventarse, así de pronto, una historia o repetir un adiós que no sentía- los brazos de él y le acarició el pelo, los mechones cayendo sobre su frente, velándole los ojos. Aquél era un gesto maternal, porque, era así, ella podía haber sido su madre. Se sentía terriblemente culpable. Aunque satisfecha, por fin.
Como mujer madura que era –se lo recordaba su cuerpo, se lo repetían sus recuerdos-, había actuado sin prisas, sin nervios. Le había hecho acercarse al orgasmo tantas veces, avistarlo, tenerlo en frente, palidecer de deseo, que, finalmente, no había entrado en el éxtasis, sino que se había fundido con él; él era el éxtasis y todo estaba lleno de sus gemidos juveniles y roncos. Por un segundo, se había vuelto totalmente lúcido, inmortal, consciente que tras el placer extremo está la misma muerte, esperando con una sonrisa lasciva y los brazos abiertos. Él la había tomado con fuerza, sus glúteos contundentes entre sus manos, mientras la penetraba y ella cabalgaba con la cabeza echada hacia atrás y el pelo en movimiento, al compás de sus caderas. En ese momento, el mundo entero estaba en esa habitación y sólo estaban ellos dos, sus cuerpos y justo ese punto en que los dos se unían y aquello era el centro mismo del universo, la fuerza que lo mueve invisiblemente todo.
Sin libros estúpidos, sólo la experiencia –hecha de intentos fallidos, de inseguridades, de metas conseguidas- ella había retardado siglos la penetración. Le había enseñado a deleitarse ante el cuerpo de una mujer, a amar cada punto, a conseguir un orgasmo lejos del clítoris, pero acabando en él. Ella detestaba las películas porno por la idea equivocada que crean –aunque, como era normal, también se había masturbado viéndolas-, por hacerles creer que hay suficiente con amasar un poco los pechos, casi brutalmente, para que al instante, ellas, se pongan de rodillas para abarcar con su boca su miembro y estarse ahí días, muertas de deseo y mirándoles con lascivia. Derrocó una a una todas las mentiras de él, que aprendió a tomarse su tiempo en los muslos, en acariciarlos con suavidad, en pasear su lengua por el interior de ellos –en círculos, a lametones perrunos- en irse acercando peligrosamente a sus labios, abiertos y rojos de deseo, mostrando un hermoso y henchido clítoris. Descubrió que el cuerpo de una mujer es admirable en todas sus curvas, planicies, valles y pliegues; admirable por su belleza y los secretos sexuales que guardan. Él levantó la cara, separó sus labios, y lamió extensa y lentamente, parándose un momento en un punto superior, para rítmicamente golpear el inicio del clítoris con la punta de su lengua. Su sexo de mujer le regalaba, en agradecimiento, su miel tibia y casi blanca de tan contenida. Sólo había sido un momento, porque al instante él volvió a seducir el resto de su cuerpo.
Antes de enseñarle todo esto, ella había querido que cada punto de él vibrara y que ella fuera la caja de resonancia y la intérprete, la música y la artista. Había empezado el pentagrama desde los pies, tal y como le había enseñado un fugaz novio chino. Desnudo, esperándola, indefenso, la vio marchar hacia la planta de su cuerpo e intentó no juzgar. “Los jóvenes tenéis demasiada prisa”, le había dicho ella, pendiente de su extrañada mirada, mientras presionaba con los pulgares un punto recóndito y en lugar de sentir sus pies, el deseo se estacionó justo debajo de su vientre y a cada movimiento circular de ella oleadas de placer lo arrastraban como una concha perdida al subir la marea.
Él seguía nervioso, así que prosiguió el masaje subiendo por las piernas. Subía desde los tobillos hasta las rodillas con las manos abiertas. Golpeando a la vez con las yemas. Volvía a respirar con cadencia, así que posó sobre su vello negro, sus pezones duros desde hacía ya horas, desde que lo vio en la barra del bar, y les hizo recorrer el mismo sendero que habían hecho las manos anteriormente, pero acabando en su miembro. Sus pechos de mujer vivida se quedaron allí unos segundos, sobre su sexo duro, lleno de ardor, abarcándolo por todos los lados, abrazándolo. Con una de las manos sopesó sus testículos, los acarició con suavidad. Mientras, sus otras falanges rodeaban su miembro y empezaban a subir y bajar –arriba y abajo, arriba y abajo, cada vez más rápido, parando de repente, volviendo a subir y a bajar, subir y bajar-, presionando con la yema del pulgar un punto escondido en la frontera de su capullo.
Él no sabía donde colocar las manos: como un par de garras sobre la sábana, acariciando las manos de ella, intentando tocar sus muslos, o sus pechos. Al ver la inseguridad de él, le ató las muñecas a la cama para que dejara de debatir su mente con sus manos y simplemente disfrutara. Sólo deseaba penetrarla, aunque no alcanzaba a definir si salvajemente o con ternura. Fue entonces, cuando ella le penetró a él con la boca. Y, entonces, lo vio más claro que nunca, era ella quien tenía el control: soberana y casi diosa. Desde su gruesa base hasta su colorada punta, la lengua dibujó caminos, senderos, de saliva –relucía su sexo, al apartar la boca-. Había contenido su sexo entre sus carnosas paredes –gemía un punto lejano-, había dibujado espirales, succionaba lentamente, embestía con su boca, llegaba hasta sus profundidades y salía victoriosa –y seguía gimiendo un punto aún más lejano-.
Sin embargo, más allá de la culpabilidad, mientras se vestía sentada en la cama, recordaba como él la había desnudado. Fue la única concesión que le había dado en toda la noche, concluyó mientras el sujetador negro se volvía a llenar y a tomar forma. Él (¿Pedro?¿Juan?¿José?) le había besado el cuello, sentado tras de ella, escondía las manos tras las copas negras y recogía sus pechos como dos alas. Pero ahora eso ya daba igual. Su experiencia le decía que había que dejar esa historia atrás, que aquello no llevaba a ninguna parte. Que podía ser su madre. Y que le había confundido a él tanto placer –suele pasarles a los hombres, se confunden ellos, nos confunden a nosotras- pero en esta ocasión no creía que las palabras de él, que el “te quiero”, fuera falso. Y eso era aún peor. Prefería que se hubiera dormido ladeado, sin abrazarla, sin decirle nada, sin abrirle de repente el corazón. Sentía como una losa esos años de diferencia, y todo se iba llenando de blanco -ella ya no podía sentir- del blanco de las sábanas, del blanco del deseo derramado de él, de la miel de ella.
Se fue de allá sin pesadumbre, sin dolor, dejándole solo, con el corazón roto, como tantas veces, en el pasado, habían hecho con ella. Repitiendo el ciclo, traspasando las heridas a otro, heredando un vacío.