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Categoría: Historias Pasadas

AGONÍA

Me dolía la barriga cada día más. Al cabo de años y años de dolor uno termina por acostumbrarse, y eso fue lo que me pasó. Ya con mas sesenta años el dolor fue parte de mi diaria vivir, cuando no lo sentía me preocupaba. Era como si fuese de esos amigos que siempre están a tu lado, fastidiándote, colgándose de tu vida como una lapa.

Por las continuas llamadas de atención de mis hermanos tuve que ir, casi a la fuerza, al médico de la familia. "Tienes cáncer general", nos dijo a todos que, ante esta revelación quedaron como estatuas de cera. Yo, ya lo presentía. El dolor, y el color de mi piel, la pérdida de peso me anticipaba lo peor, la muerte, y, una de las más dolorosas.

Mientras retornábamos a la casa miraba de reojo a mis hermanos y vi que más que le s doliese, estaban preocupados por otras cosas. Tengo una gran imaginación, intuición y soy muy perceptivo. Cada vez que cruzaban miradas, entre ellos, veía que el dinero, el tiempo, las cosas que yo dejaba, estaba empotradas en sus cuerpos y en cada uno de sus gestos...

Me dejaron en mi casa, que era la casa de mi madre, y se fueron, prometiendo que buscarían otro doctor para ver otras opiniones... Durante mas de un mes la pasé de doctor en doctor, y todos, dictaminaron lo mismo. Yo, dentro de mí, me decía que de una vez por todas acabase este coliseo y, en verdad, deseaba morirme, es que, la verdad, no tenía a nadie en la vida. Por supuesto que mis hermanos, amigos, vecinos siempre están cerca de ti cuando ya estés por enterrarte, pero, un amigo, una compañía, en esos momentos, era lo que necesitaba...

Muchas noches no dormía, no sé si fue por las drogas para el dolor, o, porque sentía que iba a desparecer muy pronto de este precioso mundo, con sus estrelladas noches, hermosas mujeres, lunas misteriosas, amaneceres tardíos, gente que había anhelado conocer, árboles que vi desarrollarse a mi lado, los recuerdos de mis padres... En fin, tan solo por aquellas cosas subjetivas sentía pena... Era como si ellos fueran una planta a las que diariamente les echaba su ración de agua para sobrevivir sobre un viejo macetero; en mi caso sobre el crisol de mis más bellos sentimientos.

Los últimos días de mi agonía (eso siempre pensaba) tuve una entrañable visita. Cada noche, estando yo solo, un niño de nueve años, supuse, aparecía ante mi cama vestido de blanco. Sus ojos negros y medio achinados, eran brillantes y preciosos; su cabello era lacio, negro como la noche y muy cortito; su tez era mestiza y suaves como las dunas de un desierto. Tenía una sonrisa que embriagaba. Me hacia mucho bien, el dolor desapareciera como una nube oscura ante su luminosa sonrisa. Pensaba que así debería ser el cielo. ¿Será un ángel?, me preguntaba. Cuando les contaba a mis hermanos acerca de él, sonreían, y tan solo asentían, pero yo notaba en sus semblantes una máscara ocultando unos gestos en sus rostros que decían: "Está loco, delira, ya debe estar en el umbral de la muerte..., pobre, idiota…" Por ello, cambié de actitud y no hablé de mis alucinaciones. Algo que dormía en mi viejo amigo, mi cáncer, me hizo pensar que ellas me acompañarían más allá de todo dolor y, quien sabe, también de la muerte, que, me parecía, llegaría en cualquier momento...

Las dosis para trampear el dolor aumentaron, y quizás por ello aumentaban mis visiones. Percibía muchas veces diminutos albos y alados caballos que revoloteaban y traspasaban las paredes de mi cuarto; también a una delgadísima señora vestida de azul metálico que con unos ojos de color amarillo pato serpenteaba todo mi piso al igual a una sierpe; enanos graciosos vestidos de vivos colores como el arco iris, y muchos personajes más… Pero, de todos ellos, sólo el niño parecía estar muy cerca de mi dolor y de mi vida, como si fuera mi ángel de la guarda...

Una noche, en que estaba solo, sentí que el aire me asfixiaba… El dolor en mi estomago me dijo: "Te mueres". "Aun no, cálmate…", escuché al niño. Efectivamente, un aire proveniente del un arco en el cielo brotó como una flor en capullo para refrescarme, y sentí que aún la vida y el dolor no me dejarían... Me preguntaba el por qué tanto tiempo, por qué no me muero ya, de una vez y se acababa este circo de gente que parecían estar mas locos que uno, que en aquel estado aprecia las maravillas del día, la noche y la fantasía de mi alma y el dolor… pero, me preguntaba ¿por qué no se acaba todo esto de una vez? ¿Qué estoy esperando?

- ¿Deseas morirte, ya? - escuché una voz como si fuera el eco oscuro de un abismo, y que, percibí, provenía de la parte mas oscura de mi cuarto.

- No lo sé, en verdad, pero, ¿Quién eres tu que, a escondidas hablas?

- No importa quien yo soy, pues, muy pronto mis ojos traspasaran los tuyos como un rayo perdido en la noche y tendrás a unirte a los nuestros, al fin seremos uno en una noche en donde no existe sonido ni color ni tu viejo amigo el dolor... ¿Desearías viajar ya?

- Aún no, anhelo despedirme de alguien más, pero no recuerdo quién...

No volví a escucharle ni siquiera sentí aquel escalofrío que me sacudía cuando la muerte se ocultaba tras la sombra oscura de mi cuarto. Más bien, el niño comenzó a ser más amigo y hermano que nadie, y, como si fuera un pollito, muchas noches dormíamos juntos... Cuando amanecía, desaparecía.

Una noche terrible, llena de rayos, y dolores insoportables en todo mi cuerpo, vi al niño entrar a mi cuarto, débil, sucio y con los ojos sin brillo, parecía ser como si alguien le hubiese hecho un daño irreparable... "¡¿Quien te hizo daño?!", le grité. Sus ojos estaban lagrimosos, su brazo pintado de moretones y noté que de su corazón afloraba un hilillo dorado… Con las pocas fuerzas que tuve lo cargué hasta llevarlo hacia mi cama. Lo cubrí con mis sábanas y aunque mi viejo amigo, el dolor, se hacía insoportable como cientos de palpitaciones en todas las paredes de mi estomago, le consolaba, pero, (pensaba) a quién podría pedir ayuda, si, tan solo yo podía verle... De pronto, el escalofrío sacudió todo mi cuerpo como si fueran infinitos latigazos. Volteé, y en la más oscura de las sombras de mi cuarto sentí que algo enorme tomaba forma, como una carpa negra que, inconscientemente, estuviera por cumplir su misión... "La muerte", me dije.

Aquella oscura nube pasó por mi lado y sentí un frío en todo mi cuerpo que adormeció a mi amigo el dolor, y luego, un fluido de aire se filtró como miles de etéreos demonios atravesando todo mi cuerpo hasta llegar a la cama en donde el niño descansaba echado sobre mi cama. "¡No te lo lleves, aun no, llévame a mí...!, le grité a la sombra.

De pronto, todo se detuvo, como si se hubiese rajado el sonido y el tiempo se hubiese hecho vapor... por aquel líquido que fluía del corazón del niño como un riachuelo que comenzó a brillar como si fueran los hilos del sol... Ante esto, no pude distinguir nada, pero algo observé. El niño estaba desintegrándose como un ser de luz, y la sombra empezaba a buscar refugio junto a los miles de seres que parecían demonios pequeños que con miles de cuerdas se esparcían como nubes ante los rayos dorados del sol... Cuando todo acabó, pude ver sobre mi cama, mi cuerpo, mi gastado cuerpo durmiendo en total paz, con una sonrisa tan hermosa, de aquellas que tienen los sueños cuando estás en un paraíso. Tuve ganas de llorar, pero no pude... al entender que estaba muerto. No sabía lo que yo era, pero sentí la mano de aquel niño de ojos negros y brillantes que me llevaba hacia una pendiente, un lugar en donde se percibía vivos colores y alegres sonidos, como el paraíso... Volteé mi vista un instante, y vi a un anciano hombre sentado al borde de mi cama, y recordé… Aquel era el último amigo que deseaba verle. Volví la mirada hacia el niño y pude reconocer en sus ojos los mismos ojos que aquel hombre que estaba acompañándome en mi lecho de muerte...




San Isidro, julio del 2005
Datos del Cuento
  • Autor: joe
  • Código: 15268
  • Fecha: 10-07-2005
  • Valoración:
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