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Por la verja mira el viejo a los niños del colegio. Es la hora del recreo.
Y en ellos ve cómo la vida puesta de manifiesto les rebasa y les rebosa incontenida.
Risas, llantos, estornudos y carreras. Batitas verdes, una flor en cada cara, pinta y colorea, una paloma. Polvo de las rodillas, zapatillas de arrastrar cordones, gestos en relámpago, impulsos, descontrol, balanceo de columpios, un balón que vuela de mano en mano, una será de enfermo y otra de cirujano.
Cuatro arcoiris en el mismo cuadro, ocho soles y cien lunas, que los niños todo pueden. Perro de trapo, cascabel agudo de voces nuevas, mofletes rojos, una voltereta de cielo, un tobogán de arena. En ellos cuando juegan, el orden del universo pierde pie y se tambalea.
El viejo los mira uno por uno y lleva su mano de temblores a los ojos porque sabe:
que uno de ellos salvará un bosque, que uno de ellos inventará un invento, que uno de ellos no hará nada y que uno de ellos, algún día en el futuro empuñará un arma.
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