Hubo hace mucho tiempo, tanto que el olvido confundió su existencia, un escritor de cuentos de singulares características. Los cronistas hoy día apenas alcanzan algún acuerdo sobre su persona y obra; obra por otra parte perdida en el pasado pero patente por la propia existencia del mundo.
La única noticia que yo personalmente tuve de su obra me llegó a través de la amistas y confesión de un antiguo amigo y compañero que, presumo, ya debe de estar muerto, y que compartía conmigo el amor por la literatura y el candor de las largas noches ajedrecísticas en su casa de Buenos Aires. Se llamaba Fernando Menéndez. Me dijo que encontró la palabra.
Creo que soy el único ya en el mundo que sabe de la existencia de aquel escritor en términos concretos, para mi pesar. No se sabe cuando vivió.
Fernando tuvo las primeras noticias de él por azar, y pronto quedó atrapado entre sus imaginarios escritos. Muchas veces yo estuve tentado de arrastrarme con él a esa vertiginosa pasión, pero de pura dejadez y miedo a lo desconocido no lo hice. Fernando me hablaba mucho de él y de la trascendencia de su existencia; decía Fernando que sus cuentos eran infinitos y que llevaban por título cada una de las infinitas palabras existentes. Por increíble que parezca, decía exaltado Fernando, con todas y cada una de las palabras existentes hizo un cuento, un cuento que no abarcaba más de un par de párrafos de extensión pero cuyo contenido encerraba el sentido de la palabra. Yo me quedaba mirándolo callado, pero él proseguía con gesto contrito, siempre con más vehemencia. No sólo encerraba el sentido de la palabra en sí, sino que la palabra sería irreconocible sin el cuento. Obra singular y de condensación, le decía yo intentando centrar la atención en el tablero, que parecía ya una excusa.
Pasó un tiempo y mis encuentros con Fernando se fueron haciendo cada vez más distantes. Hacía ya varios meses desde su última visita cuando me enteré por un tercer amigo común que Fernando había fundado una pequeña sociedad entregada al análisis hipotético de aquel personaje y su obra. Como supuse al indagar un poco más, Fernando había logrado involucrar a algunas personas más en su extravagante búsqueda y algunos creyeron como él que a partir de aquel escritor comenzó a girar el mundo.
La siguiente vez que le vi había perdido mucho peso y tenía la mirada extraviada. Me habló de la sociedad y de su interés por mi integración en ella. Yo rechacé más por dejadez que por otra cosa, ya que en aquel instante apenas llegué a entrever la locura que devoraba a Fernando, a la que no di demasiadad importancia, sin embargo sí que vi con claridad la radicalidad de la sociedad y su pobre conveniencia para un hombre sencillo y sensible como yo.
En definitiva, tal era el poder del escritor según ellos, que de cada palabra se creó un cuento y ese cuento creó la definición y la materia en sí que designaba la palabra. De cada cuento del escritor se extendió posteriormente un libro, y de cada libro una enciclopedia surgiría, y de cada enciclopedia una biblioteca, infinita. Y a partir de aquí la luz, la vida, la materialización de las cosas, del mundo. El sol y la luna, las constelaciones, las galaxias y en última instancia Dios. Tal era el poder de las palabras y tan basta su extensión: como infinito.
Me dio pena ver una última vez a Fernando. Sólo fue para comunicarle mi cambio de residencia a España por obligaciones laborales; sin embargo mantuve correspondencia con él durante una buena temporada.
La sociedad que fundara Fernando se había convertido en algo esperpéntico; allí quedaron Fernando y apenas cuatro lunáticos más. La locura de Fernando iba en aumento en cada una de las cartas. En una de ellas, acaso la última, me confesó que se sentía preso de la locura. Habían cometido un error al buscar la infinitud que representaba el escritor en su extensión infinita, valga la redundancia. Había que mirar, escribía Fernando con letra temblorosa, hacia atrás. El escritor no fue más que un paso previo, el primer eslabón entre las palabras y el mundo, pero hubo un paso anterior referido a las palabras. Decía ya enajenado Fernando que de todas las palabras que existían y de las que el escritor de cuentos desarrolló la vida, había una que las condensaba a todas, que era la madre de todas las demás, la semilla de la semilla, el sentido del universo. No había que mirar hacia delante, sino hacia atrás. En esa palabra, concluía, radica la infinitud, la perfección.
Olvidé el tema por unos años entregado a mi quietud y placidez, que tanto cuestan de ganar, viéndome envejecer. Ya no recordaba ni a Fernando ni al escritor. Pero una noche de verano justo antes de acostarme sofocado por el calor húmedo de la costa de Levante recibí una llamada a mi puerta. Era Fernando, y al instante supe que estaba loco; me dijo que había descubierto la palabra, que había desentrañado el misterio del universo, de Dios; todas las cosas, dijo, son la palabra. Yo, mitad triste mitad nervioso, intenté librarme de aquel loco que antes fuera mi amigo. Lo conseguí, pero insistió en darme un sobre en el cual se hallaba escrita la palabra. Por seguirle la corriente lo cogí y le agradecí que se hubiera acordado de mí al confiarme aquel grandioso secreto; finalmente, con la promesa de un encuentro para el día siguiente conseguí desembarazarme de él.
Jamás lo volví a ver. De esto hace muchos años ya.
Recuerdo que guardé el sobre en algún cajón, pero una y otra vez el tedio disfrazado de azar me conducía de nuevo hasta él; yo entonces, molesto e incómodo, lo volvía a cambiar de sitio escondiéndolo en otro lugar más recóndito olvidándome de él, pero una y otra vez lo volvía a encontrar por casualidad. Así año tras año y cada vez con más insistencia, consumiéndome más y más. Pensé muchas veces en quemarlo, y ójala así lo hubiese hecho, pero algo sobrenatural me impedía hacerlo; era como si el sobre, como si la palabra me persiguiera. Esto acabó afectando mi debilitada salud y mi paz mental, pero ya acabó: ayer mismo por fin abrí el sobre y leí la palabra. No pude evitarlo ya, tanto me había debilitado. Ahora comprendo a Fernando y su locura, porque me siento desbocado a entregarme a ella.
Es muy sencillo, la palabra es un nombre. No más es un nombre, pero no os lo diré.