Vicente a veces se despierta pesimista, con un ligero dolor de cabeza agobiado de una melancolía que lo lleva casi a las lágrimas, no comprende el porqué la vida ha dado ese giro tan brutal que lo ha llevado allí, no entiende porque ahora debe despertarse con el ruido de las guaguas, taxis, carros públicos y camiones que se lanzan de madrugada al duro trajinar cotidiano, cuando sólo hace unos meses se despertaba con el rumor de la cascada que cae en uno de los ángulos de su vieja casa de campo, bajo el calor y los esencias sensuales de su espléndida Sofía, de quien tampoco entiende porque le dejó tan fácilmente.
Cuando la morriña se apodera de esta manera de su conciencia y le llegan estos pesares observa con fascinación el majestuoso Puente Juan Bosch que le queda tan cerca. Sólo tiene que lanzarse –piensa- en la seguridad de que el choque con las rebeldes aguas del río Ozama terminará con sus aprensiones y sus desesperanzas. Si no lo ha hecho ha sido por Carolina, la vieja loca que le cuenta mentiras hermosas. Mentiras vinculadas con la esperanza de amores y alegrías que vendrán y que permanecerán. Ella, en un lenguaje mágico llena su imaginación de extrañas fantasías de falsas ilusiones que le divierten, como cuando hoy le ha invitado a conocer a su hijo, un hijo de su mente fabulosa, productora infatigable de sueños irrealizables.
En las noches, a su alrededor sus compañeros se pasan las colillas de cigarrillos y algunas veces de marihuana mezclada con hojas de almendras secas al ritmo de horribles carcajadas, toman ron directamente de la botella; se incomodan con él, porque aún siendo el más nuevo de los vagabundos nunca le acompaña:
¿Quién se cree que es ese comemierdas? protestaba siempre el que parecía el líder de aquellos hombres derrotados que agotaban el día recogiendo botellas vacías, buceando en los zafacones, pidiendo limosnas en las esquinas populares, o sencillamente robando chucherias a los despistados; y en la noche se reunían en el parque central, encima de cuyos asientos dormían, a charlar, fumar y beber los sobrantes de bebidas alcohólicas normalmente acumuladas en las botellas que recogían para su posterior venta.
Pertenecía a los pordioseros de la Avenida Duarte, los mas andrajosos y vulgares de la ciudad de Santo Domingo, ya que desarrollaban sus labores en y alrededor de la popular avenida, pero Vicente, a pesar de que era el más productor en la adquisición de peculios para la banda, no fumaba ni bebía, prefería pasar al otro lado de la acera donde se encontraban con las merodeadoras y las locas a escuchar sus historias imaginadas, pero especialmente a extasiarse en los delirios de grandeza de Carolina, quien le hablaba de su estirpe, del abolengo de su apellido, de la enorme riqueza de su familia. De su esperanza de salir de aquella mugre y de paso sacarlo a él.
Lo que Vicente desconocía era que Carolina tampoco creía su historia de que se había convertido en un menesteroso de la manera más insólita. Fue –según él- un funcionario del gobierno exitoso, había escalado a la posición de Inspector de Aduanas a través de haber demostrado la mayor intransigencia en la aplicación de las leyes aduanales contra los contrabandistas y delincuentes de cuellos blancos, y en esa calidad descubrió el mayor contrabando de equipos tecnológicos de que se hubiera tenido noticia. Le ofrecieron, recuerda tristemente, una fortuna para que registrara en su libro de labores del día las simples palabras: “sin novedad”, la que rechazó con la consecuencia inmediata de que tres generales, dos coroneles y su jefe inmediato fueron a parar con sus huesos a la cárcel.
A partir de aquel acto heroico empezó su tragedia. Mucho antes de recibir los emolumentos legales que le correspondían por su acción ya los funcionarios y militares cómplices del fraude habían sido liberados de todos los cargos “por falta de pruebas” y la vida de Vicente se convirtió en un infierno: le cancelaron sin pagarle sus honorarios ejecutaron la hipoteca de su casa, le incautaron el vehiculo, le retiraron la visa norteamericana, y la intensa búsqueda de la policía por su supuesta “complicidad” en un “robo” que se efectuó en contra del magnate que perpetró el gran fraude, motivó a que se cobijara en el submundo que ahora le sirve de hogar definitivo.
--El próximo jueves, le dijo Carolina, visitaremos a mi hijo, y él se lo creyó, porque tenía que creerle, disfrutaba de sus embustes y esta era la manera más segura de que siguiera contándole las fábulas de corazones deshechos y de esperanza que tanto le gustaban. Las exageraciones de Carolina lo arrastraban al optimismo que tanto necesitaba.
Y precisamente a Carolina le gustaba hablar con Vicente porque era la única persona que le creía sus supuestas alucinaciones. El la escuchaba con atención, le hacía preguntas y se enredaban en discusiones respecto de literatura, de ciencia y de religión. Vicente no tenia la menor duda de que Carolina, antes de alocarse, había sido portadora de una gran cultura, después que un día la habló de Sartré y de la nausea, de aquellas palabras sobre las escaramuzas filosóficas delante de un niño que muere de hambre.
Repetía incansablemente que sus padres la echaron de su casa por haberse enamorado y quedado encinta de Federico La Cobra, un joven del bajo mundo quien la sedujo después de haberla secuestrado. Al verse en la calle acudió donde Federico quien fue acribillado esa misma noche por la policía; buscó ayuda con algunos familiares quienes le cerraron las puertas. Las amistades se burlaban de ella y del futuro bandido que llevaba en su antro materno. No se prostituyó nunca –se enorgullece- sino que empezó a trabajar en casas de familias, quienes no sólo le maltrataban sino que por igual se creían propietarios de ella por lo que finalmente se decidió a pedir limosnas y a dormir en los parques. Vicente, el enigmático pordiosero y Carolina la loca se hicieron grandes amigos compartían la comida y las limosnas del día.
–Mañana no trabajas, es el día de la visita a mi hijo, le recordó con seriedad, y prosiguió –ponte tu mejor ropa y arréglate el pelo que las monjas son muy estrictas, reiteró con tanta convicción que le obligó, a pesar de la sonrisa irónica, a buscar un traje prestado y utilizar los servicios del peluquero de los vagabundos.
Al romper el alba ambos se sorprendieron, aquella mañana él no vio la viejecita achacosa y desastrada, con los cabellos enmarañados con quien se fascinaba en sus cuentos fantásticos; Carolina era una mujer hermosa de unos 30, con los cabellos recogidos en una peinado japonés con peinillas baratas pero uniformes, por primera vez observó, quizás porque ella levantó sus pestañas con rimel y se afeitó sus cejas pobladas , unos ojos de un azul cielo clarísimo y tan brillante como si se tratara de una adolescente en una mirada esplendorosamente vital, y Carolina pudo apreciar por primera vez el joven alto, de unos 28, de cabellos crespos, con unos ojos castaños de una mirada profunda aunque melancólica.
Se agarraron de las manos y tomaron el camino del parque hacia el autobús que lo llevaría a la guardería donde supuestamente esperaba el niño, no sin antes reírse a carcajadas al depositar unas monedas en el sombrero que le extendió uno de los compañeros de Vicente, quien no reconoció a ninguno de los dos con esas “extrañas vestimentas”.
Para su sorpresa la madre superiora la esperaba en la puerta principal, les paseó por unos pasillos lóbregos hasta llegar a la habitación donde un niño de ojos cansados pero muy parecidos a los de ellas corrió velozmente y saltó sobre Carolina, la abrazó fuertemente por el cuello y le rogó:
¡Mami! ¡Mami! llévame contigo.
--El mes próximo te llevo, hijo mío, el mes próximo.
--Siempre dices eso, Mami, contestó el niño con lágrimas en los ojos.
--Y él, ¿quien es?, preguntó el niño refiriéndose a Vicente.
Vicente, aún sorprendido le contestó: --Soy Vicente, un amigo de tu madre.
--Cuide a mi madre Vicente, cuando sea grande le pagaré.
--Claro, Claro que la cuidaré.
--Es mi hijo, le secreteó ella. -Sólo la madre superiora y las monjas lo saben, y ahora tú. Los demás piensan que es parte de mi esquizofrenia traer dinero mensualmente aquí.
Vicente no le oyó, su mente se fijó en el anciano que en ese momento se acercaba –es él- meditó, el contrabandista, el causante de su desgracia, y se puso en guardia, escondiendo la cabeza para evitar ser reconocido.
--Hija mía, guarda tu dinero. Deseo que me perdone y regrese a casa, rogó el anciano, sin evitar que dos lágrimas resbalaran por sus mejillas.
--No soy Dios para perdonar, papá, contestó Carolina, extrañada por la sorpresa de encontrar a su padre allí.
--Pues por lo menos, permite que te ayude, rogó el viejo.
¿Y porque has de ayudarme?
Porque nunca dejé de quererte, hija mía, admito que estuve mal asesorado en relación a tí, haré lo que sea preciso para que me perdone.
--Pues no te perdonaré, contestó Carolina, además no creo en tus lágrimas de cocodrilos.
--Estoy agotado, hija mía, mi fin se acerca, te deseo a mi lado para que puedas disfrutar y ser heredera de mi fortuna, rogó el anciano.
--¡Fortuna mal habida!, se interpuso Vicente, --No le creas Carolina, es un farsante, es el delincuente de quien te hablé,
¿Y este quien es? se sorprendió el abuelo.
Es mi novio, Papá, y creo en todo lo que me dice de ti.
El niño de los ojos cansados no comprendía aquellas lágrimas, mucho menos los apretones de manos los abrazos, los golpes en el pecho, pero el guiño de ojo de la monjita decía que su estadía en aquella rígida morada inquisitiva duraría muy poco.
Un día después de este incidente una mujer hermosa, con aire aristocrático, llamada Sofía, fue sacada a empellones de la mansión de Pompilio Macarróni,
--sin humillaciones, gritaba; --perra sucia, traidora, le contestaban los esbirros.
Joan Castillo,
24-04-2005.