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Antonio y Pablo son dos amigos entrados en años. Ni muy entrados ni poco entrados, sólo entrados en la medida pertinente.
El primero entrado en doce y el segundo en doce y medio, ni un minuto más.
Se llevan bien y hacen buenas migas por lo general, salvo en algunos arrebatos de demencia infantil que los confunde sin venir a cuento. Y de esta forma continúan entrando en años los dos juntos.
Cuando llega la hora de largarse del torturador colegio, deciden también seguir pasando en común todo el tiempo que les es posible. En invierno, poco, porque esa dichosa estación además de incómoda por lo fría, deja al usuario unos días castrados, como de juguete, como de mentira, que dirían ellos; unas jornadas cortas y agónicas en las cuales no tienen más remedio que irse a casa de uno u otro a deshacer desvanes y corrales, a terminar bien empolvados, inpregnados de aires agrios y estancados, atufando a conejar.
Pero en la primavera y el verano, estos chicos se patean todo lo pateable y más.
El pueblo en el que viven posee la inmensa fortuna de eso, de ser un pueblo. Ahí es nada lo que tiene un pueblo y lo que en él y en sus afueras puede llegar a hacerse. Ellos, a menudo, en los ratos tontos que van de las comidas al estudio, se sientan en la plaza bajo un árbol e intentan suponer lo que harán los chavales de las ciudades grandes en sus tiempos libres, sin una charca del arroyo como la que ellos tienen, sin el borque de los pinos, -que a cuarenta pinos mal contados llaman bosque- y sobre todo, sin las huertas y los campos que saquean para merendarse bien merendados cada vez que les da el pronto.
A los niños de pueblo la capital les viene grande. Cuando han de viajar a ella para que sus padres miren una nevera nueva o para visitar al tío Nosecuantos que se ha puesto malo, todo aquello lleno de gentíos y de coches y de bocinazos y de turnos para cruzar la calle y de perros tontos que confunden a las farolas con árboles, les apoca y les hace cogerse fuertemente de la mano de su madre, en una actitud que les avergonzaría de por vida si la adoptasen en la calle mayor del pueblo delante de sus convecinos. Menos mal que eso se pasa pronto y nadie los ve.
Ahora estamos en el buen tiempo y los chicos van ávidos trotando por las sendas que menos conocidas tienen, llamándole a eso ir de aventuras. Aventuras son tener que trepar por una valla o por un bancal más alto que ellos, metiendo los pies por las rendijas de los pedruscos, turbando el sueño de los saltamontes y las mariposas, para conseguir meterles mano a esos palosantos que están viendo por primera vez.
Luego, el despachurramiento de los mismos les proporciona, además de gozo a su laminería y orgullo a su intrepidez, un precioso estampado a sus camisetas y un pegajoso embadurnado a sus caras y manos, con lo cual ya se saben ganada a pulso una buena zurra al llegar por la tarde a casa.
Tampoco hay en el buen tiempo forma humana capaz de curar definitivamente esas peladuras en las rodillas, renovadas a diario. Pero ni las reprimendas, pescozones y escozores son considerados un alto precio a pagar por esa emocionanate dosis de libertad.
Si el camino está demasiado despejado, rápidamente eligen dar un salto quince metros más allá, por donde la cosa se pone más espinosa y enmarañada, ya que si no se fastidia un poco la ropa y no se llena el pelo de vegetales, la aventura ni es aventura ni es nada, y se corre el riesgo de que en escasos minutos se vean recurriendo al palo que hay siempre esperando paciente en el suelo para que lo agarre un mozuelo aburrido y se líe a mandobles como un endemoniado contra cualquier forma de vida que se le ponga delante.
Es entonces cuando contra toda ley natural, adquieren la facultad del vuelo los arbustos, los lirios, las setas o los sapos. Y si no es esto lo que pasa, paga el aburrimiento una inofensiva lagartija, a la que más le hubiera valido la pena no nacer, o bien haberlo hecho unos kilómetros más lejos.
Pablo, como es mayor, y eso está admitido en su minúscula sociedad desde siempre, posee un superior conocimiento de todas las ciencias y un mayor dominio de la disciplina que sea. Queda pues, respetada la evidencia de que seis meses de ventaja proporcionan muchísima formación.
-Si no, cuando tú llegues a doce y medio, ya lo verás. Sólo que entonces yo ya tendré trece y seré grande. Mira, -Le dice sujetando al infortunado animalito- si le arrancamos la cola, además de que sigue estando viva porque se mueve lo mismo, a la lagartija no le pasa nada. Después le crece una nueva y ya está.
Cuando sean verdaderamente grandes, tal vez a los veinte o más años, pensarán un día que el universo es también una sorprendente lagartija en la que se dan cita elementos de importancia y elementos sacrificables a los cuales una vez se les ha sacado el rendimiento deseado, se les ignora naturalmente, puesto que siendo células de un misma unidad corporal, formando parte de un mismo todo, al cuerpo se le ve restituida la cola, mientras que a esa cola ilusoriamente viva ya no le va a crecer cuerpo alguno.
De hecho y con sinceridad, en este caso concreto y en la manos de chicos de procederes díscolos y asilvestrados, las dos partes del lagartil universo corren la misma suerte.
Pablo, con repentinas vocaciones cirujanas, abre al bicho por la mitad con su navajita como una maleta para descubrir qué misterios atesora en su interior. Entretanto, Antonio se conforma quemando la cola con una lupa para ver si le sigue provocando movimientos.
-¡Anda!. ¿De dónde has sacado tú esa lupa.? Déjamela, que le freiremos un poco las tripas.
La lupa había sido importada sin pagar aranceles, del plumier de Joaquinito, el del practicante, un burguesito bobo y engreído al que todos odian por ser siempre el primero de la clase y porque no le presta sus cosas a nadie.
-Oye, Antonio,¿por qué no me estabas amigo ayer?.
-¡Jo!, pues porque mi madre me castigó por tu culpa.
-¡¿Sííí?! -Casi se puede tocar la alegría en el tono de Pablo.- ¡Pos vaya.!
-Sí, chaval, cuando me cogiste la chaqueta nueva después de misa y no me la querías devolver. La ensuciaste al refrotarte por las paredes y se manchó de cal. Y eso que yo ya te lo decía, que se enfadaría mi madre. Esas cosas no las hace un amigo de verdad.
-Bueno perdona chaval, fue sin querer, era jugando de broma. Además tú también me pinchaste aquel día la pelota buena y yo te lo perdoné.
-Sí, me lo perdonaste, y entonces ¿por qué me diste la patada, eh?.
-Buah, si te di flojo, de mentira.
-Sí, flojo, de mentira, por eso lloraba yo, porque era flojo.
-No te di fuerte, no, lo que pasa es que te acerté en el hueso de la risa.
-Bueno, vale, ya está, es igual.
-Venga, Antonio, si ya sabes que eres mi mejor amigo.
-Bueno, y tú también eres mi mejor amigo, Pablillo.
Pablo a oir "Pablillo", como accionado por un calambre, le sacude un capón a Antonio.
-No me llames Pablillo que te doy...
Y Antonio sale corriendo disparado gritando "¡Pablillo, Pablillo!" y dándole tono coral.
Pablo le persigue y de vez en cuando le va acertando alguna patada a la carrera.
FIN.
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Con maestría y galanura sin igual Luis Jesús remoza nuestra historia, Que discurrió traviesa y feliz Y que hoy nos la trae a la memoria. (“Antonio y Pablo”, de Luis Jesús)