Llovía a cantaros, pero tú caminabas a paso lento, con las manos en los bolsillos y la cabeza mirando al suelo. No parecías molesto por la lluvia, tenías otras preocupaciones en la cabeza, un gran dolor te hacía olvidar lo superficial..., pero eras de los que no lloraba fácilmente.
Las calles del centro de la ciudad estaban repletas de gente que caminaba presurosa en busca de un refugio, cruzaban incesantemente ante ti, recibías algún que otro empujón involuntario que alteraba por momentos la monotonía de tu paso vagabundo, pero eras ajeno a toda esa gran masa de gente.
Mientras pensabas en lo injusto de la situación vivida, te decías a ti mismo que no cabría en el mundo tanto dolor como el que tú ahora sufrías. Y es que no había humildad en ti, el dolor nos hace egoístas.
Llegabas a tu barrio, las calles eran estrechas, no se oía el eco de ningún paso que no fuera el tuyo, las aceras esperaban ansiosas la calidez de un nuevo caminar, pero no encontrarían sino la frialdad de tus pasos.
La lluvía ya empapaba tu cabellera, las gotas se descolgaban por los delgados filamentos de tu pelo y recorrían, numerosas, tu inexpresivo rostro.
Una de esas gotas resbaló por tu mejilla y detuvo su camino en el relieve de tus labios. Terminó cayendo por su propio peso o quizás por el peso acumulado de otra gota, y se introdujo en tu boca.
Tu lengua reconoció el sabor amargo de aquella gota...
...no era de lluvia.