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Abel y el circo de las moscas

A Abel siempre le habían gustado mucho los animales. A los cinco años sus abuelos le regalaron su primer pez. Se llamaba Floppy y era amarillo y azul. 

Estuvo feliz en la pecera de su habitación durante dos años. Cada vez que Abel pasaba por delante de la tienda de animales les pedía a sus padres algo para el pez. Un compañero de juegos nuevo para él o una planta decorativa exótica y misteriosa. Al final logró convertir la pecera en todo un universo de color y diversión para Floppy. 

Como decimos, primero llegó Floppy a la vida de Abel. Después llegó Rusty, un gato siamés más cariñoso de lo normal. Al niño siempre le habían dicho que los gatos eran ariscos e independientes, pero Rusty era todo lo contrario.

Cuando Abel llegaba del colegio, salía al felpudo a recibirle y le llenaba de mimos. La comida favorita de Rusty eran las sardinas. Le daba igual que fueras frescas o en escabeche, con espinas o sin ellas. Nada más olerlas u oír a alguien decir "sardinas", el gato se volvía loco y no paraba de maullar hasta que le ponían una ración en su plato. Además, aunque poca gente lo hacía, Abel sacaba a pasear a Rusty a la calle. Iba tan feliz con su collar fosforito y su correa brillante que se le olvidaba que era un gato. 

Abel y Rusty pasaron tres años felices, pero un día al niño le empezaron a picar los ojos cada vez que su gato se le acercaba para darle mimos. El médico dijo que lo que le pasaba era que era alérgico al pelo del animal y que tendrían dar a Rusty a otra familia. Así que lo llevaron a casa de sus abuelos, al campo. 

Después de lo de Rusty, Abel se quedó tan triste que dijo que nunca más tendría animales. Hasta que un día en el autobús del cole, de vuelta a casa, le ocurrió algo extraordinario. Pegada al cristal de su ventanilla había una mosca muy extraña. 

Abel pensaba que todas las moscas eran negras y feas, pero esta era diferente. Su cuerpo era de color verde chillón y tenía como unas diminutas manchas de color violeta. Abel sacó la lupa de su kit de explorador que siempre llevaba consigo y la observó más de cerca. Esas manchas eran en realidad pequeñas setas, diminutas y violetas como la mermelada del desayuno que tanto le gustaba. Abel se quedó tan maravillado que no escuchó los gritos del conductor diciéndole que ya habían llegado a su calle. Así que el niño se bajó triste por no poder seguir examinando a la mosca.

Pero cuál fue su sorpresa cuando se bajó del autobús y la mosca le siguió. Con un zumbido Abel entendió que la mosca le estaba pidiendo que le siguiese a ella. 

Así que el niño siguió las instrucciones del insecto y llegó hasta el parque donde jugaba todas las tardes. Allí, debajo del tobogán, entre migas de pan y trozos de mortadela, Abel pudo ver gracias a su lupa lo que la mosca quería enseñarle. ¡Todo un circo de moscas acróbatas! Las había con tutús, con trompetas, con platillos y hasta con mini sombreros de plumas. Como público, toda una familia de hormigas que, tras un duro día de trabajo transportando semillas, necesitan un descanso y un poco de diversión. 

Desde aquel día, Abel fue un espectador más de aquel circo de moscas tan especial.

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