Nadie me había abrazado al perder a un ser querido. No me interesaba la simpatía ajena, sino el sentimiento de recibir una muestra de solidaridad en un momento trágico. Mi terrible personalidad impidió a muchos abrazarme cuando murió el viejo, en aquella casa de campo que compró tras mucho ahorrar, y que perdió porque no pudimos seguir pagando la hipoteca que recayó sobre ella por mi culpa.
Los problemas que me granjeó mi conducta tuvieron un efecto devastador en mi madre. Continuamente nerviosa y, sobre todo, frustrada por el nulo ascendiente que ejercía sobre mí, a la larga enfermó y la falta de un seguro médico aceleró su partida. La cuidé apenas porque prefería pasar el rato con mujerzuelas. Una madrugada llegué a casa y hallé el cadáver de la mujer tendido en la sala, ya pálido y frío. Algunas personas se organizaron para producir un funeral, pero que yo no contribuyera ni aun moralmente me privó de recibir condolencias. En el cementerio, por lo bajo, varios deudos me maldijeron y lanzaron miradas de odio.
Vivía en una casa rentada. Como no trabajaba ni pretendía hacerlo, llegó el momento del desalojo. No me rebajé a ser tratado como delincuente. Una noche me escabullí entre las sombras, habiendo dejado atrás el menaje que mis padres habían logrado comprar a lo largo de años.
Me asilé en el departamento de Esther, una ramera madura venida a menos, quien en otras épocas había embaucado a algunos ricachones que le compraron muchas cosas, vivienda incluida. Ella me repugnaba, pero me trataba como rey. Le encantó la idea de compartir el techo conmigo.
Empecé a considerarla una criada, y su falta de rebeldía avivó mis afanes dominantes. Me habitué a maltratarla físicamente, a riesgo de provocarle heridas mortales. Puede que el régimen de ejercicios practicado por la infeliz la privara de morir. No bien me recriminó la dureza creciente de mis tratamientos, me aplaqué por unos meses, en cuyo transcurso la traté con deferencia y casi con cariño. Este aparente cambio la forzó a nombrarme heredero universal de sus bienes.
La madre de ella vivía en Tabasco. Durante el otoño de 2007 me pidió que fuéramos a visitar a la anciana. Me negué y nada pudo hacerme cambiar de opinión. Viajó sola y allá fue sorprendida por el temporal infame que inundó Villahermosa y no sé cuántos municipios. La pobre diabla y su madre murieron ahogadas. Como no asistí al funeral (ignoro dónde ocurrió), nadie me abrazó en señal de apoyo.
Se leyó el testamento, tomé posesión de mis bienes. De inmediato vendí el departamento y otras tonterías y compré una vieja casa en la que había puesto el ojo hacía años. Llevaba años deshabitada, y su antiguo dueño, un larguirucho contador con los ojos irritados, aceptó sin pestañear la oferta que le hice. Antes de desaparecer para siempre de mi vista, me deseó buena suerte. Lo miré con desprecio.
Odio la soledad, no así el desorden. Sin embargo, con tal de proveerme compañía, coloqué un anuncio en un periódico. Decidí entretenerme entrevistando candidatas para servirme de criadas. Luego de diez sucias gordas cuyo hedor impregnó mis muebles, llegó una chica de veinte años, guapa pese a su origen paupérrimo. La contraté enseguida, sin dejar de pensar en los múltiples momentos de placer que su cuerpo me proporcionaría. Se llamaba Paula.
Yo aún no empezaba a maltratarla cuando la oí decir que renunciaba. Demandé una explicación. “Aquí espantan”, dijo temblando. Me reí en su cara y, ya con cierta violencia, la obligué a jurar que jamás me abandonaría. Juró a su pesar, impelida por el dolor de la llave de lucha libre a que la sometí. Me convertí en su carcelero; la vigilaba de continuo y la poseía según mi estado de ánimo. Cuando sus gritos nocturnos, desatados presuntamente por las impertinencias de un espectro, me despertaban, pagaba su transgresión satisfaciendo notorias manías que yo le describía de mala gana.
No fui el responsable de su enfermedad. A despecho de los malos tratos, jamás me cuidé de que no comiera bien o de que se expusiera a los elementos o a algún contagio. Una mañana no pudo levantarse de la cama. Estaba pálida, alentaba con dificultad, mantenía los ojos abiertos como platos. Me resistí a llamar a un médico, no fuera que la doliente le confiara el estilo de vida al que yo la había sujetado. Aunque le costaba trabajo hablar, logró darme a entender que “él” había decidido matarla. Ni pensé en la posibilidad de que un sujeto hubiera estado infiltrándose en la casa para tener a mi puta. Con todo, me chocó el comentario y, en el paroxismo de la arrogancia, cedí a la dignidad y dejé sola a la enferma.
Al día siguiente me despertó un silencio aterrador, inédito en mi vida. Nunca antes me había sentido tan nervioso. Con pasos vacilantes acudí al cuarto de Paula, entré en puntas de pie, columbré la cama. Ella había muerto. Por cuarta vez, uno de mis seres queridos me dejaba solo, y nadie estaba ahí para consolarme.
Esta vez me equivoqué. Algo parecido a una respiración me acarició la nuca. Giré sobre los talones, más pálido que el cadáver de Paula. Nada vi, pero sentí un fuerte, muy fuerte abrazo que casi extinguió mi propia vida.