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~Un haz de luz blanca iluminó el telón bermejo y Garriga, atusando su hirsuta barba canosa, se movió nerviosamente en la butaca; faltaban sólo dos días para el estreno. Se quitó las gafas y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. El telón se elevó lentamente y dejó a la vista, sobre el escenario, una solitaria cama de matrimonio colocada de forma oblicua respecto al público. Una luz rojiza se proyectó sobre la cama y apareció en escena una mujer enfundada en un camisón, alta y delgada, rostro lacrimoso, pelo alborotado y con un libro en la mano. Garriga volvió a moverse incómodo en la butaca, era como si le resultara imposible encontrar una posición adecuada en el asiento. Carraspeó ligeramente y sin darse cuenta, con los ojos clavados en la actriz, empezó a morderse la uña del pulgar. La mujer miró al público, abrió el libro y arrancó una página.
–¿Para qué? –se preguntó amargamente la actriz con los ojos humedecidos, alzando la voz y lanzado la hoja arrancada al suelo– ¿Acaso mis esfuerzos han servido de algo? ¿Es que debo seguir luchando? –inquirió arrancando otra hoja– ¡El amor no es esto! –exclamó, rasgando una nueva hoja del libro.
Se puso a llorar y se sentó en el centro de la cama con las piernas cruzadas sin dejar de arrancar hojas de aquel libro. Garriga sentía como la emoción le embargaba; aquella escena empezaba bien.
–¡Lo siento, pero quiero que te vayas! –exclamó el actor que entró en escena en aquel momento, un hombre tan alto como la actriz, de complexión fuerte, pelo encrespado y rostro endurecido.
–Eso es lo que has querido desde el principio –sollozó ella–, que me vaya, ¡que me vaya de tu vida! –gritó con voz desgarradora.
«Sí, así está muy bien. Esa voz dolorosa es perfecta, cariño», pensó Garriga, con una media sonrisa perfilada en sus labios.
El actor se encaminó hacia la cama con paso firme y decidido, y misteriosamente tropezó con algo inexistente y se dio de bruces con el borde de la cama. La actriz se quedó perpleja, con los ojos bien abiertos, observando al accidentado. Garriga se levantó enfurecido de la butaca y escupió: «¡Pero hombre! ¡A dónde vas!». El actor se incorporó aturdido y miró al director encogiendo los hombros. La actriz negó con la cabeza y Garriga torció la boca y se volvió a sentar. «¡Venga, continuad, continuad, no ha sido nada!», ordenó, quitándose las gafas y pasándose el pañuelo por la frente humedecida del sudor.
El resto de la representación transcurrió de forma adecuada y Garriga se levantó de la butaca satisfecho y felicitó a los actores. Tras una breve conversación en la que detalló ciertos aspectos a mejorar, movió silenciosamente su cuerpo diminuto y enjuto por el patio de butacas y salió del teatro. «No ha estado mal del todo, han trabajado bien», pensaba el director mientras caminaba embutido en un grueso abrigo. Los árboles del paseo reposaban inertes, enturbiados por vaporosas líneas de niebla, en tanto los escasos transeúntes que circulaban a aquella hora de la noche tenían los rostros ateridos por el frío. Los pasos de Garriga cruzaron el paseo y alcanzó la plaza mayor, presidida por el alto campanario de la iglesia. Alzó la vista y observó en la esfera blanquecina del reloj del campanario que eran las diez y media. Miró en torno y comprobó que tenía tres opciones diferentes para cenar algo. Optó por la nueva tasca que habían abierto hacía unas semanas; le habían hablado muy bien de las tapas que allí ofrecían.
La tasca estaba medio llena y reconoció a algunos parroquianos y saludó antes de sentarse en una mesa. El ambiente era agradable y el ruido no era excesivo; se quitó el abrigo y tomó la carta.
–¡Hombre Garriga! ¿Cómo estás?
Garriga apartó la vista de la carta y observó la expresión perspicaz y risueña de un antiguo alumno del taller de teatro. No tuvo que hacer ningún esfuerzo para recordar su nombre.
–¡Lucas! –exclamó con sincera alegría de tenerlo delante.
Ambos se dieron un emotivo abrazo y Garriga invitó al joven Lucas a que se sentara en su mesa para charlar un rato. Pidieron unas tapas para cenar y brindaron con cerveza por el feliz encuentro. Garriga consideraba a Lucas un estupendo actor y una extraordinaria persona, al tiempo que el joven admiraba a Garriga por sus trabajos y por sus conocimientos.
–Bueno muchacho, ¿cómo te va?, ¿ya has empezado tu carrera como actor? –inquirió Garriga con una sonrisa dentada.
–Podríamos decir que sí, pero no de una forma convencional –respondió Lucas con una malévola expresión dibujada en su rostro.
Garriga miró inquisitivamente a Lucas con sus ojos azules, enarcó una ceja y atusó su pelo rizado, que era entrecano y denso. El joven, un hombre de unos veinticinco años, de más de un metro ochenta, delgado pero fuerte, pelo negro y de facciones atractivas, bebió un trago de cerveza y sostuvo con sus ojos negros la mirada de Garriga.
–Quizás debería explicarme, pero no sé si sería una buena idea –indicó el joven.
–Bueno, tampoco quiero comprometerte, no es necesario que me lo digas –esgrimió Garriga.
–Si me prometes que esto queda entre tú y yo, no hay problema para que te lo cuente.
–Adelante.
–Verás, creo que un verdadero actor se tiene que ejercitar no en un escenario, sino más bien en la vida misma, en la vida real. Conseguir ser un actor en la vida real y que nadie se percate de que estás actuando, es para mí, bordar la interpretación.
Garriga emitió una sonrisa entrecortada y movió la cabeza. Aquel chico estaba loco; ¿en qué líos se habría metido para llevar a cabo sus “interpretaciones”?
–Pero Lucas…¿me estás diciendo que estás engañando a la gente? Eso no es interpretar, eso es delinquir. Si estás haciendo algo así, no eres entonces un actor, eres un impostor.
–Quizás tienes razón; ¿pero que mejor actor que el impostor que no es reconocido en la vida real? En un medio como la vida real, el actor –Lucas guiñó un ojo a Garriga– o, si prefieres, el impostor, tiene que hacer el mejor papel de todos, pues sino será cazado. La gloria de un actor es escurrirse en la vida real y actuar sin esperar los aplausos del público; el premio consiste en lograr una actuación perfecta y que su personaje sea tomado como real por los demás.
–Me sorprenden tus reflexiones, son disparatadas y atrayentes a la vez. Te confesaré que en parte, probablemente, estoy de acuerdo contigo –dijo Garriga sin mucha convicción.
Lucas se levantó y cogió un periódico del revistero y pasó unas cuantas páginas hasta que dio con la que buscaba en la sección de cultura.
–Mi próximo papel será muy sencillo, seré un guardaespaldas de una leyenda de la música. Si todo funciona como es debido, ni diálogo tendré. Seré un apoyo, por si se tuercen las cosas, del actor que encarne al músico –dijo el joven, mostrando la página del periódico.
Las pequeñas manos de Garriga asieron el periódico y sus ojos azules se posaron sobre el artículo que indicaba Lucas con el dedo. Leyó el artículo y miró al joven como si no entendiera nada. «Quizás el chaval no está del todo bien. ¡Cómo va estar bien! Debe estar trastornado, no hay otra explicación. Mira que cara de rufián satisfecho consigo mismo pone. No, no hay otra. Está loco. ¡Es una lástima! ¡Podría ser un gran actor!», pensó Garriga, dejando el periódico sobre la mesa. Tomó un bocado y masticó sin saborear lo que comía.
–No entiendo nada –dijo sucintamente Garriga.
Lucas exhibió una sonrisa zorruna y movió la cabeza.
–Como has podido leer, Bob Dylan exhibirá la próxima semana su obra pictórica en la galería nacional.
–Hasta ahí llego –indicó Garriga, trenzando los dedos de sus manos menudas, esperando una explicación.
–Pues bien, la idea es la siguiente: un día antes de que se abra la muestra de Dylan al público, éste aparecerá en escena en el museo. La visita será inesperada y seguridad informará a la dirección del museo que un señor extravagante, que dice ser Bob Dylan, acompañado de su guardaespaldas, viene a ver la exposición de sus cuadros, ya que tiene mucho interés en comprobar que su obra se muestre de una forma correcta al público. No, no te rías. Te estoy hablando en serio –objetó ante las carcajadas de Garriga–, no es un disparate, te lo aseguro. Pues bien, el propio director atenderá al supuesto Bob Dylan, y te informo, dicho sea de paso, que el director, por si no lo sabías, es un acérrimo seguidor del músico, por lo que conoce bastante bien las excentricidades de Dylan. Si el actor es bueno, hará creer que es el mismísimo Bob Dylan al director, te lo aseguro.
–Y ahí se acaba la actuación imagino –interrumpió Garriga.
–No, todavía queda lo más difícil. Cuando el director y el supuesto Dylan paseen ante los cuadros del músico, éste último exclamará horrorizado que cómo han podido colgar ese cuadro ahí. El director, claro está, le preguntará: «¿A qué se refiere?», y el falso Dylan objetará que ese cuadro nunca fue pintado para ser mostrado al público, que le parecía imposible que hubiera llegado hasta allí. El director se ofuscará ante la vehemencia del actor y entonces, para sorpresa del primero, el falso Dylan descolgará el cuadro y le dirá al director que se lo lleva a casa, que es donde tiene que estar. El director dudará, inquieto, pero otorgará esa excentricidad al músico; porque él es un acérrimo seguidor Dylan y conoce las excentricidades que gasta.
«Ahora me doy cuenta que sí, está fatal. ¡Malgastado talento! Sería una bestia en el escenario y míralo; fantaseando con locuras», se dijo en su fuero interno Garriga. Estaba completamente convencido de que tenía frente a él a un malogrado actor; el teatro había perdido un galante que hubiera podido interpretar infinidad de papeles.
–Pues, por lo que me cuentes, tu papel es francamente aburrido –espetó Garriga con una carcajada un tanto falsa.
–¡Cierto! ¡Pero será emocionante! ¡Y eso me basta! –confirmó Lucas con una ancha sonrisa.
–Bueno, bueno…¿y quién hará el papel de Bob Dylan? –inquirió, disimulando cierta intriga.
–Lo siento Garriga –digo Lucas negando con la cabeza–, pero eso no te lo puedo desvelar. Pero lo que si te puedo decir es que es un gran actor y que está preparado para el papel. El teatro lo maltrató, pero ahora emergerá y hará un papel sobresaliente.
–¿Lo maltrató?
–Ya sabes que puede pasar en esta profesión; a veces te ves abocado a aceptar papeles para mantener tu status o rebelarte y caer en el olvido.
Garriga asintió con la cabeza y alzó su jarra.
–Entonces brindemos por vuestra próxima actuación y que sea un éxito –invitó el director.
–¡Brindemos también por ti, por haberme mostrado la magia del teatro!
Ambos brindaron y bebieron mirándose a los ojos. Garriga sentía cierta tristeza, pues veía frente a él a un malogrado actor que por alguna extraña razón se había desviado del camino correcto. Nunca hubiera imagino que ese muchacho llegara a tener ideas tan fantasiosas. Estaba seguro que todo lo que había contado Lucas era una fantasía, y nada más que eso; pero lo veía feliz, animado, en paz consigo mismo, y eso, a fin de cuentas, no estaba mal del todo. Así que intentó olvidar sus inquietudes y prejuicios respecto al joven, y mantuvo una animada conversación con él hasta que cerraron la tasca.
La tensión se palpaba en el ambiente, cientos de rostros en la penumbra tenían los ojos clavados en el escenario donde, acodados en la barra de un bar, dos tipos bebían y charlaban bajo una luz amarillenta, envueltos por una neblina. El silencio sepulcral del público sólo era roto por la conversación que mantenían los dos actores. Garriga miró de soslayo la cara de su esposa, una mujer de unos cuarenta años largos, cabello ondulado y entrecano, nariz un poco encorvada, que conservaba gran parte de la belleza de su juventud, y atisbó los ojos vidriosos de ésta; sí, todo estaba funcionando como había previsto, la actuación estaba siendo un éxito, y él lo sabía.
–¿Cómo supiste desde el primer momento que no se había suicidado? –preguntó uno de los actores al otro, un hombre alto y grueso, de rostro cetrino, que sostenía un cigarrillo humeante en sus labios.
El otro, un tipo pequeño y con mirada huidiza, alzó un vaso, tomó un trago, sonrió amargamente y respondió:
–Una mujer, para suicidarse, no se pega un tiro en la cabeza
El hombre alto miró inquisitivamente al otro y apagó el cigarrillo en un cenicero, dándose tiempo a formular la siguiente pregunta.
–¿Ah no? ¿Dónde se pegaría un tiro?
–El hombre pequeño dejó el vaso sobre la barra, se llevó la mano al pecho y dijo con voz acre:
–En el corazón .
La luz que iluminaba el escenario se apagó repentinamente y el público comenzó a aplaudir. El telón bajó y los aplausos se intensificaron. Las luces iluminaron a un público que se ponía de pie y gritaba vítores por la representación. Garriga se sentía feliz. Su esposa lo besó: «Magnífico, maravilloso», le susurró al oído. El telón volvió a subir y los actores saludaron a un público entregado. La mujer que aparecía en la primera escena rasgando las hojas de un libro, bajó del escenario, besó a Garriga, y lo cogió de la mano para guiarlo hasta el escenario. Todos los actores abrazaron y felicitaron al director, y éste, sonrojado y un poco aturdido, saludó a un público que había sido seducido por la historia que allí arriba, en aquellas tablas, se había representado.
Tras aquella representación, la noche se hizo muy corta para Garriga; la fiesta que hubo después fue sonada, y a la mañana siguiente, sentía como si la cabeza le fuera a estallar. Había bebido demasiado y ahora pagaba las consecuencias. Su mujer se había ido hacía rato; eran las doce de la mañana, y él seguía en la cama mirando el techo. Con no poco esfuerzo, después de asearse y vestirse, salió a la calle. El sol apenas se dejaba ver tras una cortina grisácea de nubes y el frío era intenso. Entró en la cafetería donde solía ir a la mañana y tomó asiento con la prensa del día en sus manos. Pasó directamente a la sección de cultura y, sorbiendo el café humeante, leyó atentamente la crítica del estreno de su obra. No estaba nada mal, pero que nada mal. La sonrisa dentada asomó tras sus labios y pasó página. «¡Alto!, ¿qué es esto? », se dijo, clavando su mirada azul en un artículo en el que el protagonista era Bob Dylan y cuyo titular rezaba: «Vagabundo Bob Dylan: El compositor y cantante fue detenido en un pueblo de Nueva Jersey por un policía que no le reconoció y le confundió con un vagabundo ». Inevitablemente Garriga pensó en Lucas y en su fantasía: «¡qué lástima! ¡Podría haber sido un estupendo actor! y el pobre ha perdido la cabeza.», farfulló mientras leía el artículo y se atusaba su barba canosa.
A diario se representaba la obra teatral que estaba siendo un éxito arrollador de público y crítica. Aquella obra estaba trascendiendo de tal forma que incluso Garriga se sentía sorprendido. Pero no quería dejarse arrastrar por la sensación de gloria y se puso de inmediato manos a la obra en un nuevo proyecto; un poco arriesgado pero desafiante. Y en este proyecto estaba ensimismado en su despacho, cuando escuchó la característica sintonía de las noticias que sonaba en el televisor del comedor. Dejó el despacho y se sentó en el sofá junto a su mujer para ver el noticiario.
–Míralo, por fin ha salido de su guarida –zahirió guasona.
Garriga besó la mejilla de su mujer y la pellizcó en la cintura, provocando una disimulada protesta de ella.
–Tengo que saber que pasa en el mundo; para bien o para mal.
El presentador empezó el noticiario con una noticia que inmediatamente Garriga identificó con Lucas:
»El museo nacional, que mañana iba a inaugurar la exposición de una colección de cuadros de Bob Dylan, ha sido objeto del robo de uno de los cuadros de dicha colección. Un hombre, haciéndose pasar por Bob Dylan, acompañado de un supuesto guardaespaldas, visitó el museo esta tarde. El falso Bob Dylan solicitó ver la exposición de sus cuadros antes de que se inaugurara, con el pretexto de comprobar que todo estuviera a su gusto. El mismo director del museo acompañó al impostor a la exposición, convencido de que el hombre con quien hablaba era realmente Bob Dylan.
»Una vez en la sala dedicada a las pinturas del músico, el falso Bob Dylan, exclamó indignado que uno de los cuadros había sido expuesto por error. El director, consternado, permitió que el impostor se llevara el cuadro, sin sospechar que todo era una farsa.
–¿Qué te pasa? ¡Te has quedado blanco! –exclamó la mujer, al comprobar que su marido había empalidecido.
Garriga negó con la cabeza, se quitó las gafas, y miró a su mujer con los ojos bien abiertos.
–Lo hicieron…iba en serio…–balbució.
–¿Qué dices? ¿De qué me hablas? –inquirió su mujer, realmente preocupada por la cara lívida de su esposo, en tanto una canción de Bob Dylan sonaba en el televisor.
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