El hombre pisó algo blancuzco y adhesivo, que yo conocía bien. Emilio, se llamaba, y era el profesor del Taller de creación literaria.
Sobre la pizarra de la clase quedaban aún los rastros caligráficos con la enumeración de los-elementos-estructurales-del-cuento, que Emilio había desarrollado a sus alumnos como tema del día.
Me sentía feliz de haber participado en la clase de esa tarde, y aunque nunca había estudiado literatura creativa, me parecía asequible: tenía facilidad de escribir con frases claras.
Pasaron rápidamente las horas de clase y el final del día llegó. Los alumnos recogieron sus papeles y Emilio terminó de borrar todo el encerado. Se me secó la boca.
Uno a uno, alumnos y profesor, se fueron yendo. Apagaron las luces y cerraron suavemente la puerta. Y allí, en un rincón, en el olvido, quedé yo esperando con paciencia a alguien.
Las horas transcurrían lentamente en una noche sin luna. Pensé escribir un mensaje de socorro, pero no veía nada, la oscuridad era casi total. Las ventanas entreabiertas filtraban tenues rayos de luz de la calle. Lo cierto es que me tuve que hacer a la idea de que esa noche nadie volvería a buscarme. Únicamente la soledad, fiel como siempre, vino a hacerme compañía.
A primera hora de la mañana me despertó el sonido de la puerta de la clase, que se abría poco a poco.
Impaciente, miré fijamente la puerta, pero no entró Emilio: era la señora de la limpieza con sus enseres. Un sudor frío empezó recorrer parte de mi cuerpo.
Esperaría al siguiente jueves, en otra nueva clase del Taller literario, para saber si Emilio aún me recogería cariñosamente de debajo del encerado, para usarme otra vez sobre la pizarra explicando a sus alumnos la-naturaleza-del-cuento.
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