Junio, fin de cursos. Estudiantes afanados en tratar de aprobar el curso para poder así disfrutar de unas vacaciones de verano tranquilas, bueno, tranquilas es un decir. Hacer el intento de levantarse tarde, con los gritos de mamá destrozando los oídos, la cantaleta de no estar sin hacer nada, de vago, etc. etc. etc. Sergio, un muchacho como cualquier otro, 16 años, estudiante de el primer semestre del bachillerato, tranquilo, buen estudiante, de corazón noble. Podría decirse que un muchacho como cualquier otro, hijo de una familia de buenos principios morales. Amantes de la paz, respetuosos para con los demás…. Podría decirse, y de hecho, lo es. De no ser por un pequeño inconveniente: Sergio padecía una discapacidad, consecuencia de un accidente de tránsito sucedido hacía ya dos años. Ya son dos operaciones en su pierna izquierda, varios clavos le habían sido colocados. Utilizaba un aparato para caminar, sin necesidad usar silla de ruedas, solo unas muletas que utilizaba a veces, cuando el dolor no le permitía moverse con cierta facilidad. Vaya situación la suya. Todo lo que tenía que hacer de pie era un tormento para él; desde caminar, mantenerse de pie por largos períodos de tiempo, subir y bajar de las banquetas, cruzar las calles, bañarse, vestirse….y ni hablar de utilizar escaleras o caminar por calles inclinadas. Todo eso era un reto constante para él. Asistir a clases a veces era un tormento, no solo por las barreras físicas, no, esas no le quitaban el sueño, su gran problema era sortear las barreras impuestas por la sociedad misma, que a personas como él se les considera como un estorbo, algo que debe ser quitado del camino, que molesta. Sergio, a pesar de ser buen estudiante, respetuoso, no era respetado. No había día en que alguien no hiciera un comentario burlón sobre su condición. A esa edad se suele ser demasiado cruel. Pareciera como si no comprendieran que no era su culpa estar en esas condiciones. Varios de sus compañeros se dedicaban a molestarlo, incluso en una ocasión, un profesor le negó la entrada al aula, por que, según él, hacía demasiado ruido con tantos fierros, además de que sus muletas eran un estorbo y un pretexto de distracción para el resto de la clase; pero, por fortuna, siempre hay alguien cerca que le proporciona ayuda.
Su familia ha sido un gran apoyo para él. Su hermano mayor, Juan, siempre lo motiva a no darse por vencido. Sus padres lo alientan; Lorena, su madre, amante de la pintura, y quien ya ha tenido oportunidad de presentar algunas exposiciones, lo anima cuando se siente abrumado por su situación; su padre, Miguel, profesor de preparatoria, al poco tiempo del accidente y durante la recuperación de Sergio, lo ayudó para que no se retrasara en sus materias; una familia muy unida, a pesar de la situación, pero no se imaginaban que algo les cambiaria la vida, algo difícil de contar.
6 PM, una tarde lluviosa de verano. Sergio se encontraba en la sala viendo la televisión con su hermano.
- La cena está lista – dijo su madre
Ambos muchachos se levantaron y se dirigieron al comedor. Mientras cenaban llegó Miguel, dejando caer su portafolio en el sofá y alzando los brazos como en señal de triunfo.
- ¡Al fin, comienzan las vacaciones de verano!
- Suenas mas contento que los muchachos – le dijo Lorena al recibirlo.
- ¿Bromeas? Ha sido un semestre por demás agotador, y la verdad creo que necesitamos unas buenas vacaciones.
- ¿Qué sucede papá? – preguntó Sergio – sin mas lo recuerdo, mencionaste que no saldríamos fuera de la ciudad.
- Es cierto, jefe – dijo Juan, aun masticando un bocado de pan – por eso estoy por inscribirme a un curso de verano.
- Si, si, ya se que eso dije pero resulta que en la mañana recibí una llamada mi hermana, Esther, para invitarnos a pasar unos días en la hacienda de la tía Matilde.
- ¿La tía Matilde? – dijo Juan – ¿acaso no es la que está un poco tocada?
- ¡Juan! No seas irrespetuoso – exclamó Lorena.
- Recuerden que le afectó mucho la muerte de su esposo…
- Si, el tío Roque, un tacaño de primera – dijo Sergio esbozando una sonrisa.
- Está bien, está bien – dijo Miguel – si era un tacaño, pero la tía Matilde se quedó con la hacienda.
- Un punto a su favor – dijo Juan.
- Y, ¿aceptaste? – dijo su esposa.
- Desde luego, es más nos vamos pasado mañana.
- No se hable más – exclamó Juan casi atragantándose.
Dos días después, estaban listos, arreglando los últimos detalles.
- ¿Llevan todo?
- Si mamá – contesta Juan apunto de tropezar con una maleta
- Sergio no olvides tus medicamentos
- No, mamá, los llevo en mi maleta.
- Y tus muletas, recuerda que el terreno no está pavimentado.
- Si…mamá
- Miguel, ¿estás seguro que podrás traer a tiempo a Sergio a su revisión mensual?
- Si, cariño, todo lo tengo arreglado
- Bueno, es solo que….
- Calma – la besó en la mejilla – no te preocupes, disfrutemos de estos días, que buena falta nos hacen – Lorena sonrió.
Minutos después ya estaban en camino. El trayecto fue largo. Cerca de las seis de la tarde llegaron a un entronque con la carretera principal, Miguel se detuvo, para leer los señalamientos: “HACIENDA LA ESPERANZA A 10 KM” decía el letrero. Reanudaron su camino, ahora por terracería, que hizo un poco más cansado el viaje, en especial para Sergio, que a estas alturas ya estaba sintiendo un dolor agudo en su pierna, rogándole a la Divina Providencia que acabaran de llegar. Quince minutos después vieron a lo lejos unas construcciones, a primera vista daba la impresión de tratarse de una iglesia. Al irse acercando confirmaron lo que habían visto: una iglesia en mal estado junto a un complejo de construcciones que se erguían junto a esta, todo en estado de abandono.
- ¿Esta es la hacienda? – preguntó Juan al tiempo que arqueaba las cejas.
- Es solo parte de ella – contestó su padre – la casa se encuentra hacia allá – dijo señalando hacia la izquierda, donde, cuesta abajo se veía la casa.
Miguel bajó del vehículo y abrió la puerta, mientras Sergio miraba con curiosidad hacia las viejas ruinas, entonces percibió algo raro, tuvo la corazonada de que aquellas construcciones guardaban algo más que solo ruinas. Sergio sintió que había algo mágico en el ambiente. Miguel regresó al auto, entraron, y nuevamente bajó para cerrar la puerta y continuar con este último tramo. Sergio miraba todavía hacia la iglesia cuando creyó ver algo…
- Sergio, ya llegamos – le dijo su hermano. Sergio se sobresaltó.
- ¿Estás bien?
- No…no es nada, estaba distraído.
- Se ven tétricas esas ruinas ¿verdad?
- Bueno… yo no diría…
- ¡Vaya que sorpresa! – fueron interrumpidos por una mujer que salió a recibirlos.
- ¡Esther, me alegra verte hermanita! – Miguel y su hermana se abrazaron con cariño.
- Los esperábamos para más tarde.
- Queríamos darles la sorpresa.
La tía Esther era de la misma edad de Miguel, eran gemelos. Con cariño abrazó a sus dos sobrinos.
- Me alegra verlos, y ¡Vaya, como han crecido desde la última vez!
- Gracias, tía – dijo Juan un tanto apenado.
- Sergio…y… ¿Cómo va esa pierna?
- Bastante bien – exclamó con optimismo.
- Tan bien que no se queda quieto ni un momento – dijo Lorena.
- Cuñadita del alma, me da mucho gusto que hayas venido.
- No podía negarme – dijo sonriendo – o Miguel me pide el divorcio – Todos rieron.
- ¡¿Pero qué alboroto es ese?! – dijo una mujer de unos sesenta y cinco años, de cabellera blanca, que llevaba puesto un vestido antiguo, tan antiguo que parecía sacado de un museo, de esos vestidos usados a principios del siglo XX, pero que ahora se encontraba bastante maltratado, limpio, pero maltratado. Esta mujer iba acompañada de una joven de la misma edad de Juan, veinte años, de cabello castaño que le llegaba hasta los hombros, y que tenía sujeto con un listón blanco.
- ¡Tía Matilde! – exclamó Miguel al verla – que gusto de verte.
- ¡Miguelito! ¡Que bueno que llegaste! Fíjate que queremos que nos repares el techo de la iglesia, porque hay muchas goteras…
- Por Dios, tía, Miguel y su familia vienen de vacaciones – dijo Esther.
- Eres una amargada – dijo la tía Matilde – pero en fin, tengo que ir a la iglesita, y ver como anda todo por allá – rápidamente se alejó con rumbo a las ruinas.
- Está más tocada de lo que pensaba – murmuró Juan, pero su madre le dio un codazo disimuladamente.
- No tiene remedio – dijo Esther – por cierto, casi lo olvido, les presento a Ana.
- Mucho gusto – dijo la joven, Juan quedó mudo al saludarla, ella sonrió.
- ¿Te sientes mal?
- ¿Eh?.ah….no, no, es solo que….bueno…es decir – carraspeó un poco – ta…ta…también gusto en conocerte.
- Bueno, ya tendrán tiempo de conocerse mejor – dijo Esther. Entraron en la casa. Antes de entrar, Sergio miró de nuevo hacia la iglesia.
- Interesante ¿no te parece? – le dijo Ana – es una construcción de la época de la colonia, era un convento franciscano. La iglesia es la entrada, el resto del convento se encuentra detrás, algo descuidado pero en buen estado.
- Se ve que conoces este lugar – dijo Sergio.
- La verdad es que estoy estudiando historia, y estoy haciendo un proyecto para la conservación de edificios coloniales, como este. Espero que se logre un apoyo para la adecuada restauración de este lugar, claro, si ciertas personas lo permiten.
- ¿A qué te refieres?
- Mira …
- Ya dense prisa, la cena está servida – les gritó Esther.
- Luego te cuento.
Ambos entraron. Después de cenar les fueron mostradas sus habitaciones. Por azares del destino, la habitación de Sergio y su hermano quedaba exactamente enfrente de las ruinas del convento. Y dado que era verano y hacía calor dejaron abierta la ventana.
- Es guapa ¿no te parece? – dijo Juan, pero Sergio miraba por la ventana.
- Perdón ¿decías algo?
- Por Dios, hermanito, desde que llegamos no has dejado de mirar esas viejas ruinas.
- No lo se… en fin – suspiró y se acostó – me gustaría entrar a ese lugar.
- Cuidado – dijo Juan – acuérdate que son los lugares preferidos por los fantasmas.
- Muy gracioso.
- Que poco sentido del humor tienes.
- Hasta mañana, hermanito.
- ¡Uy! Que genio – dijo Juan para después suspirar – si…de veras que es hermosa…
A la mañana siguiente, se levantaron temprano. Después de un ligero desayuno salieron a recorrer los alrededores. Sergio permaneció unos minutos más cerca de la entrada de la casa. Estaba solo, y miraba a las viejas ruinas. Decidió hacer la prueba. Caminó unos metros, pero casi pierde el equilibrio, pues aunque el terreno es llano, por su pierna le resultaba problemático caminar. Sin pensarlo dos veces, entró a la casa, minutos después salió armado con sus muletas. Miró de nuevo, y comenzó a andar. Lentamente, con precaución daba pequeños pasos, quizá por miedo a caerse, o también se debía a que era una pendiente por la que iba caminando (como detestaba subir los caminos inclinados), pero conforme avanzaba fue tomando confianza, caminando un poco más rápido, pero justo a la mitad del trayecto, tropezó, cayendo del lado derecho. Aturdido por el golpe tradó un poco en levantarse.
- Ten cuidado, muchacho, gente como tú no debe caminar por lugares tan agrestes.
Sergio miró a su interlocutor, un hombre de unos cincuenta y cinco años, bigote gris, sombrero vaquero y ropa del mismo estilo, que lo miraba de manera burlona.
- ¿No te lastimaste tu piernita?
- No, señor.
- Me alegro, no es bueno que gente con tus defectos ande afuera, ¿sabes? Es muy peligroso
El extraño sujeto se alejó riéndose con rumbo a la casa.
- Imbécil – dijo Sergio mientras se sacudía el resto de tierra de su ropa. Se acomodó sus muletas y continuó su trayecto.
Lentamente se acercó a su destino. Poco a poco veía acercarse la entrada de la iglesia. Se detuvo unos metros antes de llegar, miró la fachada, deteriorada por el paso del tiempo. Unos ángeles de cantera custodiaban la entrada; uno de ellos tenía rota el ala derecha. Sergio se armó de valor, y cruzó el umbral. En el interior no había bancas. El altar mayor lucía desnudo; una tenue penumbra le daba al lugar un aspecto extraño, Sergio pensó en un principio que era un lugar tétrico, pero inmediatamente desecho esa idea, más bien parecía como si reinara una gran tristeza.
Caminó hacia el altar, no siguió por los escalones, suspiró, y cuando se decidió a retirarse, vio una puerta angosta, justo al lado derecho del altar, caminó hacia ella, se asomó hacia un largo pasillo en penumbras, respiró profundo y continuó. El silencio era casi absoluto, solo el ruido producido por su aparato ortopédico y sus muletas alteraban esa quietud. Llegó a otra entrada, la cruzó y de nuevo la luz del día lo iluminó. Ahora se encontraba en un gran patio rodeado por habitaciones, con una fuente en el centro, cubierta ahora de hierbas. Todo se encontraba en silencio, algunas de las columnas que sostenían el techo de los pasillos estaban en mal estado, de hecho un par de ellas daban la impresión de venirse abajo en cualquier momento. Cambió de dirección, caminando hacia un zaguán, que lo condujo a una biblioteca. Hasta ese momento era el único lugar en donde había visto muebles, solo que un detalle llamó su atención: había libros en los libreros, perfectamente acomodados. Casi no había polvo. Sergio se estremeció al pensar que ese lugar no estaba tan abandonado como esperaba. En eso no se equivocó.
Se escuchó un murmullo proveniente de un pasillo contiguo, Sergio permaneció quieto. El murmullo poco a poco se fue transformando en un canto…Canto Gregoriano; como pudo Sergio se acercó hacia la salida, pero tropezó y cayó al suelo. Trató de levantarse, pero lo que vio, lo dejó paralizado: un grupo de diez monjes hicieron su aparición, su sayal lucía muy maltratado, con la cabeza cubierta por un capuchón era imposible distinguir el rostro, si es que había alguno. El fantasmal cortejo se acercó hacia el muchacho, quien más por el temor permanecía en el suelo, poco a poco se acercaron y los cantos se apagaron, estaban alrededor de él. Debajo de sus capuchones pudo distinguir unos ligeros resplandores, que interpretó como sus “ojos”. Lo miraron por unos segundos y…desaparecieron. Sergio no pudo más y perdió el conocimiento.
- ¿Te encuentras bien?
- ¿Qué?
Sergio despertó en otra parte del convento, un salón amplio, limpio, se sorprendió de estar en una cama y junto a ella una pequeña mesa con fruta fresca.
- ¿Estás bien? – volvió a escuchar aquella voz, pero no veía a nadie.
- Por acá – dijo la voz. Sergio miró hacia su derecha, una silueta estaba sentada junto a una mesa, velada por la penumbra del lugar.
- ¿Quién…es…usted?
- Un amigo.
- Si…seguro.
- Tranquilo, no te voy a hacer daño, además creo que tuviste suficiente con lo de hace rato.
- ¡¿Fue real?!
- Si, los monjes suelen ser un poco bromistas, pero no te apures, les agradaste.
- Vaya forma de demostrarlo.
La puerta se abrió, y, para sorpresa de Sergio, la tía Matilde entró, miró hacia atrás y con cuidado la cerró.
- ¿Cómo se encuentra el paciente? – dijo con voz tierna, pero esta vez no sonaba a la voz de una persona con problemas mentales.
- Bastante bien – dijo el personaje misterioso – tuvo un buen recibimiento.
- Esos monjes…si que saben aprovechar el estar presentes en espíritu.
- Entonces….
- Si, son fantasmas – dijo la tía Matilde – pero son buenos, ellos vagan por todo este recinto orando por el eterno descanso de los difuntos sepultados en este lugar, y ya tienen cerca de cuatrocientos años haciéndolo.
- Entonces ¿ya los has visto?
- Muchas veces.
- Y…¿él? – dijo Sergio mientras señalaba al desconocido - ¿quién es?
La tía Matilde miró al personaje.
- ¿Podrás guardar un secreto? - le dijo a Sergio, este extrañado, asintió con la cabeza.
El extraño se levantó y caminó lentamente hacia ellos. Sergio notó que era más alto de lo que parecía en un principio.
- Solo prométeme que no te vas ha asustar – le dijo este personaje.
- No creo asustarme más después de lo que me acaba de pasar.
- Bueno…como quieras.
Avanzó unos metros más hasta que la luz que entraba por unas ventanas lo iluminó. Sergio quedó sin habla. Trató de bajarse de la cama, pero la tía Matilde lo sujetó de un brazo hablándole con suavidad.
- Tranquilo, no te hará daño.
Sergio tenía ante si a un ser fantástico: parecía un lobo… un lobo que caminaba erguido, enormes garras tenía por manos, el color de su piel era gris, grandes ojos de un color miel estaban fijos en él. Pero lo más impresionante de aquel ser era que tenía un par de grandes alas blancas que emergían de su espalda. Sergio estaba atónito.
- Prometiste que no te asustarías - le dijo este personaje, pero Sergio no pudo responder.
- Permíteme presentarme, mi nombre es Gibrán.
- Y él se llama Sergio – respondió la tía Matilde al ver la incapacidad de su sobrino para articular palabra.
- Descuida, te contaré mi historia: mi mundo está muy lejos de aquí, en otra dimensión, para nosotros, la magia es normal, a diferencia de ustedes, que viven tan apegados a lo material que no se dan tiempo de percibir lo milagroso de la existencia, somos una civilización muy avanzada, aunque a veces, “civilizados” no es precisamente una buena definición para los de mi raza, porque al igual que muchos humanos, tenemos cierta tendencia a juzgar de acuerdo a las diferencias, por ejemplo yo.
En ese momento, se dio media vuelta, mostrando sus alas, una de las cuales estaba rota. Sergio recordó la estatua del ángel que está a la entrada de la iglesia. Gibrán se giró de nuevo mirando al muchacho.
- Yo nací con mis alas normales, pero un grave accidente me provocó este daño. Para mi raza, tener estas alas es nuestro mayor orgullo, y el que las tenga en este estado, aunque no haya sido mi culpa, se considera un castigo del cielo, me consideraron un monstruo, indigno de ser uno de ellos, negándome incluso el amor de Hala, un ser con el alma más pura que he conocido, que, sin importarle mi condición, estaba dispuesta a estar juntos por toda la eternidad. Fui llevado ante el Gran Consejo, quienes me juzgaron y usando todos lo conocimientos secretos, me enviaron a este mundo para que muera lejos de mi raza, lejos de mi familia…lejos de mi Gran Amor. Llegué a este lugar y conocí a Matilde, quién me permitió quedarme en este lugar, oculto.
Unas lágrimas amargas brotaron de los ojos de Gibrán, Sergio, no dijo nada, él sabía de lo que hablaba, pues había vivido en carne propia la discriminación por parte de la sociedad, que, a pesar de estar sumergida en la diversidad, constantemente se niega a aceptarlo, llegando incluso a practicar la crueldad en contra de lo que se considera “diferente”, aun derramando sangre inocente. En segundos, por su cabeza pasaron como un remolino situaciones que había visto, como la agresión sufrida por un compañero de su hermano, a manos de jóvenes de la misma universidad, por el simple hecho de ser gay, ataque que casi le cuesta perder el ojo derecho, o cuando su vecina fue despedida de su empleo, y abandonada por su familia, cuando supieron que padecía SIDA…
La tía Matilde, se secaba las lágrimas con un viejo pañuelo, cuando oyeron ruidos en el pasillo. Gibrán se escondió en el cuarto contiguo, Sergio permaneció en silencio, la puerta se abrió lentamente, era Ana.
- Muchacha – dijo la tía Matilde – que susto nos has dado. ¡ya puedes salir!
Gibrán salió de su escondite, Sergio miró a la joven desconcertado, esta sonreía al ver la cara del muchacho.
- ¿Sorprendido?, desde que empecé los estudios para la conservación de este lugar conocí a Gibrán. No niego que me sorprendió igual que a ti…
- De hecho, se desmayó – intervino Gibrán, esbozando lo que parecía una sonrisa.
- Pero… ¿qué te trae por aquí? Si se suponía que ibas a descansar – le dijo la tía Matilde.
- Solo vine a avisarle que don Jaime vino otra vez.
- ¡Viejo cínico! – exclamó la tía Matilde.
- Supongo que es el hombre que me topé hace rato, cuando venía para acá. – dijo Sergio.
La tía Matilde se sentó en la cama, molesta.
- Me dan ganas de retorcerle el cuello – dijo al fin.
- Pero, ¿qué quiere ese señor? – preguntó Sergio.
- Quiere el tesoro que se encuentra escondido en este lugar – dijo Ana.
- ¡¿Tesoro?! – exclamó Sergio
- Mi difunto maridito – dijo la tía Matilde – era muy tacaño, claro, cuando le convenía. Era un próspero ganadero de la región, en sus últimos años de vida, el dinero se le acababa muy rápido, algo muy extraño sabiendo como se las gastaba, por lo que decidí vigilarlo. Con el paso del tiempo me percaté de que hacía muchas llamadas telefónicas, y, en varias ocasiones, se iba de viaje repentinamente, sin avisarme, y cuando regresaba, venía primero a este lugar. Un año antes de que muriera, lo seguí, él entró en la antigua sacristía, cerrando la puerta, solo pude escuchar que movía algo, pero no puedo decir que es, algún mueble o tablas del piso, no lo sé con exactitud. Decidí regresar a la casa. Esa fue la última vez que entró al convento…tres meses después le diagnosticaron la cirrosis y…pues…lo demás, ya lo conocen.
- ¿Y don Jaime cómo se enteró del supuesto tesoro? – preguntó Sergio.
- En una de las borracheras de mi marido, eran compañeros de parranda. Por eso, desde que Roque murió, ese viejo no ha dejado de insistir en que le vendamos la hacienda.
- Para buscar el tesoro a sus anchas – dijo Sergio.
- Aunque tenga que destruir este lugar – dijo Ana.
- Por eso finjo estar loca. Para poder buscar el tesoro sin que nadie me moleste, claro, Anita me ayuda.
- ¿Y la tía Esther no sospecha nada?
- No. Pero ya lo sabrá a su debido tiempo.
Ana miró su reloj.
- Ya es tarde, espero que tu familia no esté preocupada.
- Si, creo que debo irme – dijo Sergio con cierto descontento.
- Pero puedes venir aquí cuantas veces quieras – dijo la tía Matilde.
- ¿En serio?
- Claro – dijo Gibrán – además, tendría con quien platicar más seguido, y no solo estar oyendo los cantos de los monjes.
- No se hable más – dijo Matilde – ahora vámonos.
- Solo una cosa más – dijo Sergio – tía, si no te molesta, me gustaría poderte ayudar a buscar…
- ¡Claro, me encantaría! Serás de gran ayuda.
Los tres abandonaron la estancia. De regreso, y mientras cruzaban el patio, se toparon con el cortejo fantasmal, pero esta vez Sergio no se asustó, los contempló mientras avanzaban entonando un canto que parecía una alabanza, lástima que no la entendió, por estar en latín. La tía Matilde se santiguó, lo mismo hicieron Ana y Sergio. Salieron y bajaron con rumbo a la casa, ya eran casi las tres de tarde.
- ¿Se puede saber en dónde rayos estabas? – preguntó Juan.
- Estábamos en el convento – intervino Ana – le mostraba a tu hermano la biblioteca del lugar.
Juan los miró incrédulo.
- Si…seguro.
- Ahora que si quieres, te puedo dar un pequeño recorrido – le dijo Ana sonriendo. Juan se sonrojó provocando la risa de todos. La tía Matilde salió de nuevo, caminaba con rumbo al convento entonando una canción y danzando por todo el trayecto. Sergio la miraba sonriente.