Se encuentran sentados en un banco en una plaza que de por sí les significa tantísimas cosas. El la mira detenidamente y sin pensarlo dos veces, la abraza.
De los ojos de la jovencita precipitan lágrimas como torrentes. Quizás, entre ellos no bastan las palabras porque su diálogo se basa en el intercambio de fijas miradas.
El está destinado a alejarse, a dejar de pertenecerle. Tiene que levantarse, y huir porque su presencia lastima y debilita enormemente a la muchacha.
Le suelta la mano. Ella se paraliza y ante la posibilidad de la soledad, se desespera y lo besa apasionadamente. Ese beso, indudablemente el último, marca una cruel y no deseada despedida.
Cuando abre los ojos, la realidad es otra. Ella ya no es esa pequeña e inocente muchacha. El tiempo ha pasado, el mundo ha cambiado y las personas también, pero ese amor ha perdurado porque ese jovencito es quien yace dormido en su lecho desde hace cincuenta años. Es feliz y también lo fue, pero ese sueño la inquieta y la incomoda. Se encuentra recostada con su fiel esposo y piensa transmitirle ese letargo. Cuando alcanza su mano, siente que el frío también se va apoderando de ella. Pero no lo permite. El odio, la triste tristeza, la desesperación. Ese sin fin de emociones hace que la anciana abandone definitivamente a su marido. Piensa: quizás no fue la decisión correcta. Quizás deberían haber partido juntos; pero ella ha elegido, en realidad, su destino ha elegido que se aleje de su esposo. Y ese sueño le ha producido un cambio, uno profundo. De ahora en más, deberá recorrer un camino sola y dependerá exclusivamente de ella llegar, nuevamente, al encuentro de su marido para poder seguir juntos en esa vida, esa otra vida que les espera.