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Amores truncados (6)

- IV -

Apenas unas horas después de aquella madrugada en que Lorenzo y Pedro se despidieron en Bisve Sivilla, volvieron a encontrarse en las oficinas de la empresa. Pedro había madrugado y, con su habitual diligencia, girado una visita a las obras de la calle de Almogávares, dejando todo dispuesto para que el capataz pudiera continuar el trabajo.
Tras recoger todo lo necesario para el viaje a Zaragoza, Lorenzo y Pedro descendieron al parking, donde Olegario, el chófer, les estaba esperando con el Mercedes de Construc, S. A.
Ambos se situaron en el asiento trasero, acomodándose para el largo viaje. No era el primer desplazamiento hacían juntos. Por eso, Pedro, estaba habituado a los silencios de Lorenzo, y si alguna vez éste le hablaba era para referirse a cualquier cuestión relacionada con el trabajo que llevaban entre manos.
Ahora no podía ser por menos. Llevaban un montón de kilómetros recorridos, sin que entre los dos se hubiera cruzado una sola palabra. Cada uno embebido en sus propio pensamientos. Los de Pedro se recreaban en el descanso que le brindaba este viaje, ya que la labor a realizar en Zaragoza no entrañaba ningún dispendio de energía cerebral, al tratarse tan sólo de examinar el terreno. La parte relativa a la concreción del proyecto sobre planos, y dar explicaciones técnicas al cliente, que en definitiva era lo que pudiera conllevar alguna responsabilidad, eso era misión de Lorenzo. Por ese motivo Pedro viajaba relajado, con la mente en blanco, distraído en la contemplación del paisaje, aunque la autopista de Barcelona a Zaragoza no sea precisamente de las más amenas, y pensando en lo que podría hacer durante las horas muertas que tenía que pasar en esa capital.
Los pensamientos de Lorenzo, por el contrario, no eran tan sosegados y risueños como los de su acompañante. Desde ayer no dejaba de pensar en Helena. En ocasiones, ésta se le representaba subyugadora, con una simpatía que arrebataba. Recordaba el tono cálido e íntimo con que decía cada una de las frases que se cruzaron durante el largo paseo, cuando le explicaba sobre su familia, los estudios, su hermana, y otras minucias, que en su mente adquirían la consideración de cuestiones trascendentales. Pero no todo lo que acudía a su memoria era tan bello. No podía olvidar aquella opresión que atenazó su pecho, como si las garras de una fiera le triturasen el corazón, al verla bajar por la escalera de la facultad, con talante tan alegre, demostrando para los jóvenes que la acompañaban una confianza inusitada para una muchacha que se preciara.
Lo desagradable para Lorenzo fue, que al rememorar esa escena, volvió a sentir casi los mismos efectos devastadores en su pecho que los que sufriera dos días antes por la tarde. Y desconociendo las causas que generaban un malestar tan inusitado, se decidió, no sin ciertas vacilaciones, a plantearle el caso a Pedro. Aunque tomando la precaución, de achacar los hechos a otra persona..
--Oye, Pedro, ayer me encontré con un compañero de estudios, y me explicó un caso, cuyas reacciones me tienen perplejo. Dijo que sale con una chica, y que el otro día la vio mostrarse todo descocada con los acompañantes que iba. Mi amigo me confesó que al ver a su amiga que se comportaba de forma tan ostensiblemente contraria al recato de una muchacha decente, le cogió una fuerte opresión de pecho que apenas le permitía respirar. Yo desconozco esos síntomas, y me gustaría que me lo explicaras. No dudo, que la experiencia de la vida te habrá presentado en más de a ocasión casos como éste.
Pedro, ante la cándida pregunta, quedó tan desconcertado, que no sabía que pensar: si Lorenzo padecía infantilismo por anomalía genética o deficiencia endocrina, o bien, que podía ser lo más cierto, le estaba tomando el pelo. Para nada dudó que fue a él, y no al inventado amigo, a quién le aquejó esa dolencia. Y precisamente con la estudiante que le contó esta madrugada que había entablado una relación. Pero se hacía cruces, de que, en tan poco tiempo de trato entre los dos como decía, pudiera suscitarse en Lorenzo unos celos tan violentos. Con mirada penetrante, Pedro vuelto hacia Lorenzo observaba sus rasgos faciales para adivinar cual era su designio. Este se mostraba un tanto avergonzado por la violencia que le producía ser objeto de tal examen, y haber adivinado que no había podido engañar al amigo con su subterfugio.
--En verdad, Lorenzo, que estás más colado por la bióloga de lo que tu mismo piensas. La enfermedad que me describes, no es más que un calamitoso ataque de celos, de cuyas consecuencias, Lorenzo, si quieres vivir tranquilo y feliz, deberás preservarte en adelante, -- Soltó Pedro, con acento un si no es preocupado.
--¿Qué quieres darme a entender, con la prevención que me parece adivinar en tu acento, al decir que es un calamitoso ataque de celos? Más bien dicho: para ti, ¿qué son celos? ?Preguntó Lorenzo, intrigado.
--Pues, lo mismo que para todo el mundo, lo que se siente cuando desconfiamos que la persona que amamos ponga su amor o interés en otra. Pero según la virulencia con que nos ataca ese sentimiento, puede traernos funestas consecuencias. Ningún ejemplo mejor para ilustrar esas consecuencias, que el que nos brinda William Shakespeare en Otelo, el moro de Venecia. ¿Supongo conocerás esa historia? ?Interrogó Pedro, ya dubitativo de cual era el nivel cultural de Lorenzo en el aspecto humanístico.
--Sinceramente, debo confesarte que no conozco el argumento, ya que mis conocimientos sobre Shakespeare se limitan a saber de memoria toda su bibliografía, que aprendí durante el bachillerato, así como lo que se conoce de su biografía: es decir, que nació en 1564 y murió en 1616 en su pueblo, Straford on Avon, y que se casó con Ann Hathaway, con la que tuvo tres hijos, y que hay quién opina que su obra es apócrifa. Y, para de contar. Pero nunca he sentido la necesidad de leer ningún libro literario. Mi dedicación ha estado siempre abocada a la ciencia, en donde he hallado las mayores satisfacciones de mi vida.
--Te explicaré: Otelo estaba enamorado de su esposa Desdemona, con la que formaba una pareja feliz. Yago, alférez a sus ordenes, intentó seducir a Desdemona, sin lograrlo, y entonces, para vengarse, convenció a Otelo de que su mujer le engañaba con Cassio. Otelo, en un irreprimible ataque de celos, da muerte a Desdemona, y, poco después, se suicida. Ese ejemplo te demostrará a que extremos pueden conducir los celos. Pero sin llegar a tanto, los celos, como crean en la persona que los sufre la sospecha y la desconfianza, además de dolor moral y hasta físico, le hacen cometer a quién los sufre una serie de bajezas que en estado normal vituperaría, como ejercer espionaje de la persona amada, ser descortés con ella, haciéndole preguntas insidiosas, y hasta manifestarse colérico. Por esas razones y con la intensidad que al parecer tú los sientes, y dado el gran afecto que te profeso mi consejo es que los vigiles.
Lorenzo se retrajo en sí mismo. Con la mirada perdida en el paisaje, sin que hiciera ningún comentario al amigo, se sumió en torvos pensamientos. Su clara inteligencia le dibujó, en un instante, el panorama de esa relación, que, sin buscar ni desearla, en tan poco tiempo se había adueñado de su persona. Calibró el tipo de molestias a las que se vería supeditado en lo sucesivo: siempre pensar en ella; tiempo invertido en acompañarla; y, lo que más miedo le inspiraba, el que esta fascinación le hiciera distraer de sus obligaciones, como le ocurrió en la tarde pasada.
Sujetando el entendimiento al método analítico que usaba habitualmente para resolver los problemas técnicos de su profesión, sopesó los pros y contras de su relación con Helena, llegando a convencerse que lo mejor era olvidarse completamente de ella, sino quería trastornar su plácida existencia y enturbiar su hoja de servicios en Construc. S. A.
--Sabes, Pedro, he pensado en todo lo que tú me has dicho, y he llegado a la conclusión que lo mejor es que me olvide de esa muchacha.
--Bien, Lorenzo, si así lo piensas y te ves capaz de llevarlo a cabo, me parece muy oportuno ?Contestó Pedro. ?Pero no te ofendas, si confieso que te creo un ingenuo. Perdona que te diga, que desde ayer me pareces una persona distinta. No es que haya dejado de admirarte. Pero este enamoramiento te descubre como un neófito en cuanto a lo que entraña al conocimiento más elemental del ser humano. ¿Acaso tu ignorancia te hace concebir la idea de que al corazón se le manda con la razón? Si así lo crees, es que tu conocimiento de los sentimientos humanos es completamente nulo.
--¿Qué quieres insinuar? ¿Qué soy incapaz de olvidar a Helena? ?Respondió Lorenzo, con acento un tanto perplejo.
--Pues ya que lo preguntas, categóricamente te diré que sí. ?Afirmó Pedro con cierta impaciencia. La supina ignorancia que Lorenzo mostraba tener, de todo lo que no fueran axiomas, teoremas y corolarios científicos, le producía una cierta crispación, al descubrir en su interior que la admiración que siempre sintió por él, estaba desmoronándose a pasos agigantados.
La crispación que manifestó Pedro no pasó desapercibida para Lorenzo, por lo que éste con talante algo alterado por la ignorancia que reconocía tener, le preguntó a aquél:
--Entonces, Pedro, ¿qué crees tú que procede hacer? Como buen amigo, aconséjame como debo comportarme.
--Verás, Lorenzo, nunca he sido consejero sentimental, pues esta materia no es mi fuerte. Jamás me atrevería a decir a nadie lo que debe o no hacer en materia de amor. Pero sí me atrevo a recomendarte, por la buena amistad que nos une, que tengas mucho cuidado con los celos. Pues he podido apreciar que te atacan de un modo harto vivo.
--Gracias, Pedro. Seguiré el camino que te he expuesto. ¡Me olvidaré de Helena!
-¡Bien está! -Cerró el diálogo Pedro, dando la cuestión por zanjada.
Cada uno, por su lado, se refugió en sus pensamientos. Al poco tiempo, Olegario advirtió se acercaban a la salida a Lleida, y pidió instrucciones. Después de mirar el reloj en el tablier, que señalaba las trece horas, cuarenta y tres minutas, Lorenzo indicó pararían en Lleida para comer, ordenando a Olegario que se dirigiera al restaurante Rada, que los tres conocían por haber estado en él otras veces. Encontraron un hueco donde aparcar el coche, y se dirigieron al restaurante.
Olegario, como siempre, se manifestó alegre y desenvuelto. Les explicó el último chiste, -siempre lo que contaba, se tratase de lo que fuese, era lo último. Todos rieron el chiste. No podía negarse que Olegario estaba dotado de una gracia especial para todo lo que fuera bromas y holgorio.
(Continuará)
Datos del Cuento
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1878
  • Fecha: 31-03-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.33
  • Votos: 51
  • Envios: 0
  • Lecturas: 6429
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