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Amores truncados (9)

-- VII --

Todo el tiempo que duró la junta, Pedro no resistió la tentación de mirar a Alicia. Era como una obsesión invencible que le tenía sujeto a los encantos de aquella belleza que transpiraba humanidad por todos los poros. Alicia se expresaba en la fabla propia del país, con una entonación cadenciosa que transpira nobleza, y prescindía en absoluto de cualquier atisbo de coquetería, mostrando en su comportamiento el entusiasmo comunicativo de quién lleva a la práctica un sueño anhelado.
Al tiempo que Alicia, Lorenzo y Sebastián estaban embebidos en el desarrollo del proyecto, Pedro, como simple oyente, se distraía, mientras contemplaba a Alicia, pensando en lo hermoso que sería intimar con ella, escuchar para él sólo aquél hablar melodioso, y que le mirase con aquellos preciosos ojos.
Ya en la calle, Pedro hizo por acaparar la atención de Alicia, mientras que Sebastián y Lorenzo despreocupados se adelantaban hablando de cosas de su pasado común.
--Que bella ciudad es Zaragoza ?ponderó Pedro.
--Es cierto, --aseveró Alicia.?En pocos años Zaragoza ha dado un cambio fenomenal, y todavía continúa. Se han abierto grandes avenidas, y cada día se construye más. El barrio en donde estamos, por ejemplo, es todo nuevo, y aún no está del todo terminado.
--Pero Zaragoza ha perdido aquella fraternidad que la hacía única.?arguye Pedro.?Un tío mío, ya muy anciano, me explicaba que hacia los años treinta estudió interno en el Colegio del Salvador, de los jesuitas, y contaba la anécdota que yendo en el tranvía que circulaba por el Paseo de la Independencia, dos mujeres, una en la plataforma anterior y la otra en la posterior, iban charlando de sus cosas, y el público aposentado en los asientos giraban su cabeza hacia uno u otra lado según la que hablase, y hasta más de uno intervino en la conversación. También contaba, que estando sólo, sentado ante una mesa en un café, fue llegando gente que se iban situando junto a la mesa de al lado. Al poco de formarse la tertulia vecina, uno del grupo le interrogó: ?Oye, majo, ¿qué estas malico??. Mi tío, todo azorado, dice que contestó: ?No. ¿Porqué lo pregunta?? ?Como no hablas ni dices nada...?, le replicó el otro. Esta confraternidad entre las gentes, por desgracia ya no existe, y es lástima.
--La verdad es que a mí ya no me ha tocado vivir esa hermandad entre mis paisanos, aunque en casa siempre la oí ponderar. ?Reconoce Alicia, con no poca nostalgia en su acento.-- El número de habitantes ha crecido tanto desde aquellos tiempos, que casi se ha triplicado. Somos más de seiscientos mil --sigue diciendo--.Ya ocurre como en Barcelona, que apenas reconoces a tus vecinos.
--De todos modos, un poco de libertad tampoco está mal ?arguye Pedro--, pues no resulta grato que al salir a la calle, por ser persona conocida, todo el mundo te controle.
--Sí, es verdad, --reconoce Alicia--. Sobre todo personas como yo, que al ser independientes y gustar de la libertad, preferimos la situación actual. Aunque, por desgracia, en mi caso, por pertenecer a una familia destacada de Zaragoza, no me resulta fácil eludir la curiosidad que despierto en los demás. Por eso procuro siempre desplazarme por la ciudad en mi coche, a pesar de la incomodidad que ello me representa al tener que buscar un lugar de aparcamiento, que no siempre encuentro. Pero prefiero ese sacrificio, al hecho de sentirme objeto de una curiosidad desmedida.
--Y no es más bien cierto, Alicia, que no es curiosidad lo que despiertas, sino una admiración sin límites por tu gran belleza. ?Le sugiere Pedro, con palabras saturadas de su propio entusiasmo.
La faz de Alicia, hasta ese momento sonriente y afable, adquiere dura expresión. Los labios, de dibujo perfecto, se estrechan y compactan el uno con el otro hasta sólo formar una línea recta. La mirada, antes clara y franca, adquiere un brillo metálico que surge de unos ojos encolerizados. El cuerpo grácil, relajado hasta entonces, se tensa en posición defensiva. Mirando de frente a Pedro, le suelta enojada:
--¡Ya salió el macho! ¿No podéis estar un momento con una mujer, sin adoptar enseguida la preeminencia del conquistador?. Me había forjado otra idea de tu persona. Pero veo que eres como los demás. ?Y después de esta filípica, avanza el paso para unirse a Sebastián y Lorenzo, que les preceden.
Pedro queda tan sorprendido, que no atina cómo reaccionar. Rezagado, sigue a los demás, y su mente entretanto, convertida en un hervidero, atolondradamente discurre mil salidas para superar esta angustia que le domina: desde encararse con Alicia, expresándole la rabia que le asalta por lo descortés y maleducada que demuestra ser, o abandonar la compañía, alegando un inoportuno malestar, o, simplemente, pedir perdón a Alicia, alegando que no era su propósito galantearla.
Meditando que se debe a la empresa, y no a sus sentimientos personales, y para no dañar a aquella, optó por la última solución. Acercándose al grupo, en voz baja rogó a Alicia que le concediera un minuto. Se rezagaron unos pasos, y Pedro, con expresión seria y fría, pero sin omitir su caballerosidad, se disculpó:
--Lamento que el simple reconocimiento de un hecho cierto, como es la belleza conque Dios te ha dotado, haya sido motivo para causarte enfado. Sinceramente te pido perdón. Pero puedo asegurarte que en toda mi vida he sentido la necesidad de lisonjear o coquetear con ninguna mujer para obtener de ella cualquier favor. Siento excesivo respeto por la mujer en general, para que de mis labios o de mis acciones surja cualquier inconveniencia que pueda ofenderla o molestarla. Al hacerlo sería para mí como insultar a mi madre o a mi hermana monja.
Alicia sintió un calor inusitado en sus mejillas, y se notó temerosa de que Pedro se percatara del rubor que le asaltaba. Advirtió con claridad lo impropio de su comportamiento al soltar la caballería desbocada contra la persona que se había limitado a expresarle una galantería, cuando en realidad por parte de ella procedía agradecerle el cumplido. Cabizbaja y con acento susurrante, Alicia se excusó:
--Perdona, Pedro. La que debe disculparse soy yo, por mi salida de pie de banco, y no tú. Y creo que mi desatinado comportamiento bien merece una explicación.
--En absoluto merezco que te disculpes. El hecho de que me perdones, me basta y sobra para que este sentimiento de culpabilidad que me tenía intranquilo desaparezca.
--Pero, a pesar de todo, sino pretendes que arrostre esta vergüenza que siento, deja que te cuente lo que ha motivado tan incorrecto exabrupto. ?Insistió Alicia, con la voz más firme y decidida que antes. Y sin esperar el asentimiento de Pedro, continuó: -- Esta belleza a que te refieres, ha surgido hace muy pocos años. Antes fui la niña más desgarbada que puedas imaginarte. Por esa causa, hasta los diecinueve años, hicieron mofa de mí todas las personas que me trataban, tanto en los centros de enseñanza a los que asistí, como las que conocí fuera de ellos. Debido a este inicuo comportamiento de los compañeros, me volví arisca, introvertida, centrando toda mi atención exclusivamente en el estudio, que me brindó la posibilidad de superar las crisis de odio que se incubaba en mi interior contra la humanidad entera. Con un tratamiento hormonal logré que mi cuerpo adquiriese su estado actual, y al descubrir que los mismos que antes me insultaron ahora me llenaban de lisonjas, me creó una alergia contra toda expresión que se refiera a la belleza de mi persona, que, sin que pueda remediarlo, me desata un odio cerval que me hace explotar con irreprimibles dicterios. Sé, Pedro, que contigo no tengo perdón de Dios, y te vuelvo a pedir que me disculpes
Al escuchar de Alicia una confesión tan sincera, imaginando la tragedia que tuvo que sufrir por la maldad ínsita a la juventud, dispuesta siempre a hacer mofa de la fealdad ajena, Pedro se sintió compungido, y en un arrebato irreprimible le cogió la mano y se la besó, al tiempo que le decía.
--¡Cómo me hace sufrir cuanto me explicas! Y créeme, si te digo, que comprendo todo el martirio que tuviste que padecer. Y hasta me hago solidario de tu venganza, despreciando a los que te motejaron y ahora te ensalzan, pues no merecen otro comportamiento. Ahora bien, lo que no podrás evitar por más que te lo propongas, es que, tanto aquellos que te ofendieron como los que te hemos conocido en este estado de perfección, admiremos tu belleza.

(Continuará)
Datos del Cuento
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1908
  • Fecha: 02-04-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.36
  • Votos: 39
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5729
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