Las tardes de verano en San Fernando, un caserío pequeño y solitario, recostado en las laderas de las sierras cordobesas, tienen un encanto especial y propicio para deshacerse de las presiones impuestas por el trajín cotidiano de la gran ciudad.
Recuerdo con alegría cuando mis padres me llevaban, en verano, a disfrutar las tardes de domingo en el vallecito. Hacia allí partíamos en el coche, después de almorzar, con todo lo necesario para tomar unos mates en la casa de Doña Ofelia, una serrana de piel curtida por los años y el por el arduo trabajo de criar sus cabras. El camino era sinuoso y difícil, como todos los del lugar, el arroyo lo serpenteaba indeciso, deberíamos atravesarlo doce veces y yo recostado en el asiento trasero contaba cada una de ellas como los peldaños que me llevaban a un paraíso.
La Ofelia, como le decían los del lugar, vivía allí desde que había nacido. Tuvo varios hijos, que ya no estaban con ella, y desde que había enviudado sólo la acompañaba Angélica, su nieta menor. Ofelia tenía unas manos prodigiosas para amasar unos exquisitos panes cocinados en un viejo horno de barro, y un arte especial para preparar manjares dulces aprovechando los frutos que le brindaban unos pocos durazneros que crecían a la vera del arroyo.
Angélica, había aprendido a cuidar las cabras y cuando mis padres y su abuela compartían los amargos y las charlas, me iba con ella a los corrales a ver los cabritos que habían nacido en esos días. Me contaba cómo había sufrido la noche que un puma hambriento había saltado el cerco de ramas espinosas que levantaron, matando a varias crías; sus ojos color miel, bellos, con una mirada transparente y limpia, se llenaban de lágrimas entonces yo posaba mi mano en la de ella tratando de aquietar su tristeza, quizás sin entender todo lo que sentía.
Pero pronto, una sonrisa iluminaba su blanca cara, y ahora ella me tomaba de la mano y corríamos, entre los aromos, al arroyo a mojarnos. Usábamos las ramas de los sauces como columpios, Angélica se reía a carcajadas cuando yo caía estrepitosamente al agua por que una rama no había soportado mi peso.
Recuerdo cuando trenzaba los flexibles brotes nuevos de los sauces, y formaba una corona esmeralda que ponía en su cabeza. Sus largos rizos dorados iluminados por el sol de la tarde, su áurea piel, sus movimientos casi danzantes sobre la hierba de la orilla, al compás del trino de los zorzales, me hacían pensar que su nombre no podía más que expresar la bella imagen que veía…Angélica.
El atardecer era el momento más triste para los dos, mi partida, pero quedaba siempre la promesa del pronto regreso y de traerle de la ciudad las golosinas que tanto disfrutaba. Ahora, al volver a casa, cada cruce del arroyo me alejaba de ella.
Así pasaron varios años, de retornos esperados, con la ansiedad cada vez más urgente de poder encontrarnos. Crecimos casi juntos, y a medida que el tiempo transcurría sentíamos, cada vez más intensamente, cómo el afecto de amigos daba lugar a algo más profundo.
El trabajo de mi padre y mis estudios habían hecho que nuestras visitas a lo de la Ofelia fueran cada vez más escasas, pero aún así los encuentros con Angélica nunca perdieron la emoción de la aventura, la alegría y una pasión creciente.
Ocurrió una tarde de mucho calor, a lo lejos unas nubes oscuras predecían la tormenta, en la alta sierra había empezado a llover y estar a la vera del arroyo era peligroso ya que estos cauces crecen repentinamente, la tomé de la mano invitándola a ir hacia la casa, ella trastabilló en una roca y alcancé a tomarla entre mis brazos, la cercanía de su cara iluminada por los reflejos del agua, el calor de su piel , su perfume de hierbas, hicieron que fuera imposible no besar sus húmedos labios. Ella avergonzada corrió hacia la casa, dejándome la sensación de que había robado su inocencia.
El tiempo discurría imparable, terminaba yo mis estudios secundarios y había decidido continuar con una carrera universitaria. Ella sólo pudo completar la primaria, en la escuela rural de la zona, la decisión de sus padres de que acompañe a su abuela y los pocos recursos económicos que disponían no permitieron que pudiera acceder a otros niveles.
Las visitas a San Fernando se hicieron imposibles y sólo tenía noticias de ellas por intermedio de algún baquiano, que bajaba a la ciudad a hacer algunos trámites o compras, entonces yo aprovechaba la ocasión para enviarle saludos y algunas de las golosinas que sabía aún disfrutaba.
Pasaron veinte años, me había mudado a la gran ciudad y había alcanzado mis objetivos: una profesión, una familia, una posición económica acomodada. La imagen de Angélica recorría mi mente y a pesar de que su recuerdo me llenaba el corazón de paz, no podía dejar de pensar que sería de ella, ya que no volví a saber nada de su vida.
Mi matrimonio no tuvo un final feliz y ya divorciado decidí retornar a mi pueblo para rehacer mi vida, más tranquila. Deseaba volver al valle, y ver a Angélica de nuevo, pero sentía culpa por no haber intentado antes contactarla, me inundaba el temor de que guardara rencor por mi olvido. Así pasaban los días y cada vez que decidía ir hasta la casa, me retraía quedándome en la mía reprochándome mi actitud.
Fue un domingo de verano, me decidí y partí, como cuando niño, a lo de la Ofelia, subí a mi coche y desande el camino una vez más, ni él ni yo éramos los mismos, cada vez que vadeaba el arroyo, contando, mi corazón se aceleraba, ya no por la esperanza de encontrarla, sino por la incertidumbre de saber que había sido de esa muchacha.
El último vado… un suspiro inundó el habitáculo, ya podía ver la casa a la distancia.
A medida que me acercaba trataba de recordarla como niña para poder imaginármela ya adulta. Quedaban pocos durazneros, el arroyo traía poca agua y en los corrales casi destruidos dormían algunas cabras viejas. El silencio inundaba el valle, como si los zorzales y las reinas moras no tuvieran a quién dedicar sus trinos.
Dejé el coche lejos, no quería que me oyeran llegar, me bajé y como antes el perfume de la hierbabuena trató de acercarme una vez más al paraíso. Caminé lentamente hacia la casa por la orilla del arroyo, esquivando las trémulas ramas de los sauces, y allí la vi, remojando sus pequeños pies en el agua, con la corona de esmeraldas enredada en sus cabellos, su cara resplandeciente, iluminada por mil espejos. Traté que mis pies casi besaran la hierba, para no sacarla de su éxtasis, sin hacer ningún ruido, toqué suavemente su hombro desnudo y ella girando levemente su cabeza posó la miel de sus ojos en los míos, no pude más que desear tenerla en mis brazos, mis labios murmuraron su nombre y los de ella, el mío. Como aquel domingo, grabado en mi alma, mis labios recordaron los suyos, nos besamos largamente detenidos en el tiempo y el espacio, los zorzales rumoreaban el encuentro. Casi sin darme cuenta se deslizó de mis brazos y una vez más, como aquel día, corrió hacia la casa. Ya no tenía por qué detenerme, ya no temía haberle robado la inocencia, ahora ansiaba entregarle mi corazón.
Corrí tras ella, su etéreo cuerpo se deslizaba sobre la hierba, no reparé en las raíces de un algarrobo que salían a la superficie y trastabillé, cayéndome al suelo estrepitosamente, Angélica me miró y río a carcajadas una vez más. Entró a la casa rápidamente, perdiéndose en sus sombras, llegué agitado y no atiné a entrar, llamé a la puerta esperando que saliera, grande fue mi sorpresa al ver la achacosa figura de Doña Ofelia, con sus manos torcidas por el trabajo y su piel apergaminada denunciando al tiempo, me miró desconfiada:
- Que desea el Señor?
De mis labios sólo salió un murmullo hueco:
- Angélica…
- Mire m´hijo la muchacha… la mató el puma, hace un año, el muy desgraciao quiso comerse las últimas crías de las cabras y la chica al querer defenderlas quedó bajo sus garras. La pobre casi se desangra acá, la llevamos al poblao pero el doutor no pudo hacer nada. Se me jué!!.
Fue tan insoportable el dolor que inundo mi alma que no pude más que besar su arrugada cara, ni siquiera atiné a decirle quién era, me volteé y caminando lentamente bajé al arroyo, mojé mi cara ya empapada de lágrimas, y grité su nombre…ANGÉLICA…y un silencio profundo , cruel, me hizo entender que había perdido, para siempre, el tesoro que nunca supe guardar.
Gabro