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Cuando la familia volvió de vacaciones y entró por la puerta de casa, Pedrito gritó a todo pulmón mientras intentaba agarrar alguno entre sus manos:
- ¡Qué guay, tenemos hamsters en casa!
- ¡Ni se te ocurra coger uno!- le gritó su madre con los ojos desorbitados y los pelos en punta al mismo tiempo que su cara ponía una mueca de asco y repulsión al ver a todos aquellos ratones moviéndose alegremente de un lado a otro.
Sí, los ratones se habían hecho los amos del lugar durante el tiempo que la casa estuvo vacía. Salían a trotar al campo en los días de sol y cuando llovía se refugiaban en el hogar y las parejas de ratones enamorados suspiraban frente a los ventanales viendo resbalar las gotas sobre los cristales. Las paredes eran un cúmulo de puertecillas de madera que disponían de un diminuto cartel con el número y el nombre del propietario: Número 10 Casa de la ratona Antona, número 28 Casa del ratón Pérez, número 34 Casa de la ratoncita Minnie.
Pronto comenzó la guerra entre la familia de humanos y los ratoncillos. Como los escobazos no daban resultado para acabar con los ratones, la familia adquirió un gato que había sido adiestrado para cazar ratones. Pero entre el minino no prefería dormir y comer a cazar ratones, por lo que no tuvieron que optar por adquirir un buen número de sofisticadas trampas donde colocaron pequeños trocitos de todo tipo de quesos: cheddar, gouda, emmental, queso curado de cabra, incluso finas rebanadas de pan untadas de queso natural o a las finas hierbas.
La ratoncita Antona era tan rápida como el rayo y sus patitas eran muy silenciosas. Sabía cómo llegar hasta el suculento queso y no caer atrapada. Día tras día los humanos se afanaban en colocar los trocitos de queso. Cada día más grandes. Cada día con un ingrediente nuevo para que picaran y cayeran en las trampas: queso con membrillo, queso con una capa de mermelada de melocotón, queso relleno de nueces, queso coronado de uvas blancas, queso empapado en miel, queso con cobertura de chocolate, queso con frambuesas, queso con higos… Pero ella siempre conseguía hacerse con el queso sin ser atrapada.
La familia de Pedrito estaba gastando demasiado dinero en trampas sin que dieran ningún resultado. Lo único que conseguían es que los ratones se comieran el queso de las trampas.
- Un momento - dijo un día Pedrito a su madre - desde que ponemos las trampas los ratones solo comen ese queso, ¿verdad? Ya no se comen la comida que dejas encima de la mesa o en la despensa, ¿no?
- Sí, eso es cierto. Pero, ¿por qué me preguntas eso, hijo?
- Porque creo que en lugar de poner trampas para atraparlos, lo que deberíamos hacer es darles de comer queso.
- ¿¿Cómo??
A la mamá de Pedrito le costó comprender la idea de su hijo, pero se acabó dando cuenta de que no era en absoluto mala idea. No hacía falta acabar con los ratoncitos para que no se comieran su comida, sino darles la suya propia y dejarles su espacio para poder vivir. Al fin y al cabo, la casa era demasiado grande para ellos.
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