Jane abrió los ojos sin atreverse siquiera a pestañear. Con un cuidadoso movimiento ocultó su cámara de fotos bajo el chaleco. No podía permitir que aquellos mercenarios supieran que ella era una reportera occidental.
Las metralletas continuaban apuntándole directamente a la cabeza y los hombres cruzaban incomprensibles pasabras entre sí. Parecían estar discutiendo sobre qué debían hacer con la mujer.
Jane les observaba por el rabillo del ojo. Eran tres hombres de gran envergadura ataviados con sucios trajes militares. Evidentemente, eran soldados enemigos.
Entonces, algo les puso nerviosos. Bajaron el tono de su conversación hasta llegar al silencio. Se miraban los unos a los otros y las metralletas ya habían cambiado de objetivo. Éstas apuntaban hacia el exterior del círculo que formaban alrededor de Jane, hacia el desierto.
Una ligera ráfaga de aire salpicó sus rostros de arena. Jane se acurrucó en el suelo y cerró los ojos. Sorprendida, escuchó los aterradores gritos que lanzaban los hombres. Ella no podía ver nada, tan sólo arena y arena que envolvía a los soldados y que les hacía bailar de dolor. Era como si aquello fuera fuego, como si estuvieran muriendo abrasados. Y lo peor de todo, era que no tenían cómo defenderse, contra qué o quién defenderse.
Debieron ser pocos los minutos que pasaron hasta que todo finalizó, pero a Jane le parecieron horas. Tardó bastante en abrir los ojos una vez se hubo percatado de que los gemidos habían finalizado.
Con cuidadosos movimientos se aproximó a uno de los soldados que yacía junto a su arma. Jane le puso la mano encima y palpó algo extraño bajo su ropa. Era como si su cuerpo se estuviese desinflando, como si su carne de repente se hubiera convertido en polvo. Pero no era polvo. Pronto descubrió que aquel hombre, y probablemente los otros dos también, se habían convertido en estatuas de arena y que al tacto, éstas se estaban descomponiendo para mezclarse con la arena del desértico suelo.

Jane narró esta historia en un periódico local cuando regresó a Londres y varias semanas después, recibió una carta anónima:
"Los Ejércitos de Arena velan porque los malvados alimenten con su propia sangre el desierto que les da cobijo".