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Categoría: Tradicionales

Artes de pesca

-Los hombres pescan
-Hay más de uno
-Y tarariras grandes...
Así dialogaban a su modo dos cazadoras que acechaban ocultas en los pajonales de la orilla del amplio canal de riego del arrozal. La más grande giró su cabeza hacia las aguas
-Vamos ahora
Se deslizaron entre las pajas e introdujeron en el agua el metro y medio de su cuerpo sin hacer el menor ruido y nadaron dejando una estela triangular hacia la otra orilla donde estaban las codiciadas tarariras.
Un hombre gordo, sudoroso, cubría su cabeza con un sombrero de paja y el cuello con una pequeña toalla blanca. La camisa desprendida con oscuras manchas de transpiración, el pantalón corto remendado y botas media caña de goma eran toda su vestimenta. Miraba fijamente una gran boya roja que, inmóvil, parecía formar parte de la orilla entre los camalotes y junquillos. La caña de pescar con su carrete de tanza muy delgada reposaban entre los yuyos y casi no se veían.
Un paisano descalzo que recorría el campo montando en pelo un caballo negro se aproximó por la otra orilla y saludó
-Buenas tardes Don
-Buenas contestó el gordo bastante sorprendido pues hasta ese momento no lo había advertido
.-¿Se pesca algo? preguntó el peón mientras se quitaba la gorra de vasco y se pasaba el dorso de la gruesa mano derecha por la frente, enjugándose el sudor
-Poca cosa mi amigo...alguna mojarra y poco más... contestó el pescador
El “poco más” era una media docena de grandes tarariras ocultas del sol y los curiosos entre unos pastizales a unos diez metros y que el jinete desde allí no parecía ver.
Mientras los hombres comentaban sobre las penurias de la pesca y las canículas de la estación, la pareja de cazadoras se acercaba a su objetivo por detrás del hombre gordo.
Como a una cuadra dos muchachos, metidos en el agua hasta las rodillas, lanzaban las líneas encarnadas con mojarras, las recogían y volvían a lanzar. Las grandes peces que habían capturado esa tarde los mantenían entusiasmados a pesar de las cuatro horas largas que hacía se encontraban en el pesquero.
Los hombres se despidieron con unos “buena suerte” y “hasta luego”. El hombre gordo volvió a ensimismarse en la boya y en sus pensamientos. Lentamente la boya se deslizó hacia el centro del canal y ese movimiento fue respondido por la mano del gordo que tomó la caña muy delicadamente. Repentinamente la boya comenzó a desplazarse a gran velocidad mientras se hundía casi totalmente; el hombre se incorporó casi trastabillando y mantuvo la caña paralela a la superficie del agua. La boya desapareció por algunos segundos, en tanto el gordo frenaba el carrete, pero reapareció, quedó brevemente quieta y luego nuevamente se desplazó rauda volviéndose a hundir completamente. Entonces el pescador se aferró a la caña y la atrajo hacia sí con gran fuerza. Un remolino de espuma se produjo en el centro del canal y luego lo esperado: una gran tararira saltó espléndida, casi irisada, vigorosa, sin soltar la mojarra atravesada en el agudo anzuelo. La línea, ahora completamente floja, cayo sobre el espejo de agua y el hombre volvió a descender la caña. En esa lucha de habilidades y supervivencia se enfrascaron el hombre y el soberbio pez.
Mientras, las cazadoras habían llegado al botín de pesca enroscándose sobre las presas indefensas
-Estan gordas
-Las llevamos
En tanto, los muchachos, atraídos por la escena de pesca se acercaron presurosos más que ayudar a disfrutar la emoción . Entonces uno de ellos, el mayor, que pasaba junto a las tarariras advirtió lo que ocurría y exclamó
-¡Unas parejeras se están llevando las tarariras!
El hombre, a pesar de estar muy atento al menor detalle de su pesca pudo comprender la situación: no podía dejar escapar aquel ejemplar pero tampoco podía permitir que – lo que fuera- se les llevara los pescados.
-¡ Métanle chumbo a esos bichos...chumbo y palo!¡qué carajo! ¡justo ahora¡¡si parece cosa e´Mandinga!
Los dos muchachos corrieron hacia un eucalipto en cuyo tronco estaba apoyada la vieja chumbera de aire. De su caño colgaba una bolsa de franela con la munición.
Ya las parejeras se habían desplazado como diez metros con sendas tarariras
-Los hombres vienen
-Son cachorros
-Traen palos
El muchacho menor disparó, el chumbo se impactó en el costado de una cazadora , ésta se enroscó aún más sobre el pescado, tanto como el hombre aferraba la caña enrrollando lentamente el resistente sedal en el carrete. La gran tararira encorvó el cuerpo cilíndrico, giró bruscamente, saltó nuevamente y, magnífica, abrió tamaña boca lanzando el gran anzuelo sobre la orilla, sin la mojarra. El gordo quedó unos segundos admirado por la escena y luego sonrió amargamente... ¡que pieza había perdido! ¡que bicho artero y hermoso!
En una recarga rápida de la chumbera un nuevo disparo dió en la cola de la otra cazadora que no por eso abandonó su presa al tiempo que sacaba –desafiante- la lengua una y otra vez. Entonces llegó la hora del grueso garrote de rama de tala que esgrimía el otro muchacho y que golpeó a la menor en medio de la cabeza. Esta, atontada, abandonó la lucha y lentamente se dirigió al canal. La mayor recibió el segundo garrotazo en medio de cuerpo y también dejó la cacería por aquel día. Las cazadoras cruzaron el canal bastante maltrechas
-Mañana volvemos ... ¡ te viá dar!
dijeron –a su manera y al unísono- el hombre y las parejeras . El hombre, además, masculló un
-¡... ta madre que las parió carajo!
El supuesto peón del caballo negro, oculto como a una cuadra entre unos sauces llorones, había observado todo con su larga mirada y su antiquísima sonrisa maliciosa de viejo pescador.
Datos del Cuento
  • Autor: Tordo
  • Código: 7515
  • Fecha: 05-03-2004
  • Categoría: Tradicionales
  • Media: 5.63
  • Votos: 63
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4827
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