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Categoría: Ciencia Ficción

Astillas

El cielo era de un azul intenso, sin ninguna nube a la vista; era un día de junio de esos que por sí solos te alegran la existencia. El prado era verde; aún no estaba agostado por el calor del verano, y estaba repleto de flores que aún resistían desde la primavera.

Un grupo de niños jugaba en un lado, mientras que unos pocos padres y madres los vigilaban a distancia, mientras realizaban su trabajo. El grupo se había despertado ya hacía varias horas, con la salida del sol, y estaban ocupados recolectando bayas, cazando, lavando, cosiendo y en un sinfín de cosas más.

Era una vida dura, pero era hermoso contemplar la escena de los niños jugando y sus padres trabajando en un día tan bello. No obstante, Bartholomew sabía que no era la forma en la que el grupo debería vivir. Los hombres eran capaces de progresar más allá de la vida de unos cazadores-recolectores; y así lo habían hecho hacía ya muchos miles de años. Él y su grupo deberían vivir en una ciudad, disfrutando de los resultados de la ciencia y la técnica humanas, sin los riesgos y peligros que la vida al aire libre, a salto de mata, conllevaba.

Pero los pluses, los monstruos que habían invadido la Tierra como chinches, les habían obligado a abandonar sus cómodos hogares urbanos, sus trabajos, sus aficiones, sus ratos de ocio; su civilización, en suma. Hacía ya unos setenta años que habían aparecido en la Tierra, y en ese corto espacio de tiempo habían expulsado al hombre del entorno que tan duramente se había ganado durante diez mil años.

No había una estrategia efectiva contra ellos. Tenían una tecnología superior y eran más listos, de forma que en general se anticipaban a las acciones que los humanos hiciesen contra ellos. La lucha no parecía tener esperanza; con el tiempo, el grupo de Barholomew sería cazado, igual que los demás, y exterminado; ni siquiera les dejarían el exterior de las ciudades para vivir.

Pero, mientras hay vida hay esperanza, y las personas del grupo de Bartholomew aún eran felices a ratos; podían formar familias y criar a sus hijos, aunque no eran capaces de asegurar el futuro de ninguno de ellos. Pero ninguno se resignaba a dejarse desaparecer así, sin siquiera intentar sobrevivir. Habían llegado hacía poco al valle, y estaban muy a gusto ahí. Al menos por ahora había agua y comida, tanto animales para cazar como bayas e incluso algunos árboles frutales. La tierra parecía buena, y si conseguían que los pluses no les echasen también de ahí, quizás podrían establecerse de forma más duradera y cultivarla. Esperanza. En una casa, una familia, hijos alrededor de la chimenea, nietos...

Bartholomew abandonó sus pensamientos al oir el ruido de un animal acercándose entre la espesura. Agarró su lanza con fuerza, y se preparó. Cuando el ciervo entró en el claro, dio un grito y él y los demás hombres apostados saltaron sobre el animal, alanceándole hasta que murió. El resto de los cazadores, que habían empujado al ciervo hasta la emboscada, llegaron después, corriendo, y celebraron el éxito de la caza.

Con esta última pieza habían cazado lo suficiente para unos días, y volvieron al poblado, donde fueron recibidos con aclamaciones por el buen resultado obtenido. Entre la gente sonriente, Bartholomew vio a Beatrice, que le miraba con vivos ojos bajo su negra melena y se acercaba a él.

- Enhorabuena, Bart, habéis hecho buena caza - dijo ella, una vez hubo llegado a él.
- Sí, Beatrice; con esto tendremos suficiente comida para varios días. Pero luego habrá que salir a cazar de nuevo.
- Bueno, seguro que lo volveréis a hacer bien.
- Quizás sí, Beatrice, pero esta no es forma de vivir. Vivimos del presente, sin poder planear para el futuro, sin ninguna seguridad. A mí me gustaría... - se interrumpió.
- ¿Qué te gustaría, Bart? Cuéntamelo.
- Querría tener una seguridad, unas reservas, una confianza en que si algo ocurre podremos sobrevivir durante un tiempo. Así , podría quizás... - se ruborizó- formar una familia, y tener hijos y esas cosas, ya sabes...- ella también se ruborizó, y ambos bajaron la vista.
- Eso que dices está muy bien, Bart. Quizás podamos queadrnos aquí una temporada, y estoy seguro de que muchas mujeres del grupo estarían encantadas de darte hijos.
- Muchas, no sé. Quizás. Pero yo sólo necesito a una para eso -y miró a Beatrice a los ojos-. Con una me basta, y me sobra.
Beatrice bajó la vista, sonrió, volvió a mirarle, y no dijo nada.

La construcción del almacén había concluido; en él había espacio para acumular las reservas de varios meses para que el grupo pudiese sobrevivir durante el invierno. Había ya varias cabañas terminadas, y otras llevaban buen camino. Había un ambiente de alegría y esperanza en el grupo, y decidieron celebrar una fiesta. Jones había hecho fermentar una buena cantidad de moras, y el licor resultante, mezclado con agua, daría para una buena juerga. El otoño se acercaba, así que mejor terminar el verano con alegría. López, Stevenson y Stewart habían construido una especie de pequeñas guitarras, y podrían ponerle música al ambiente.

Bartholomew y Beatrice bailaron juntos casi todas las canciones que tocó "la banda del valle", como se habían autodenominado; y también habían probado el buen licor de Jones. Por fin, se atrevieron a besarse, dirigiéndose luego discretamente hacia una zona de matorrales no muy lejana, donde hicieron el amor como lo hacen los enamorados. Luego, abrazados, conversaron.

- Me gustaría tanto tener una chimenea, Beatrice -dijo él
- A mí también, Bart. Y sentarnos a su alrededor toda la familia, al fuego, en las noches de invierno, a cubierto del frío de fuera
- Mucho frío, nieve y viento; y nosotros dentro, calentitos y abrazados
- No como ahora; tendremos que cuidar las formas delante de los niños -dijo ella, sonriendo. Él se rió.
- Pero deben saber que nos queremos -él también sonreía
- Eso será algo tan evidente, querido...
Se besaron. Pero de pronto la noche se trocó en día, y el caos les envolvió. En el cielo, potentes luces les deslumbraban, y un tremendo estruendo sonaba desde el sureste. Figuras veloces y amenazadoras irrumpieron en el poblado, y les atacaban entre gritos, con largos palos que originaban una descarga eléctrica al tocar sus cuerpos. Les obligaban a agruparse en el centro del pueblo; Bart y Beatrice fueron sacados de su nido de amor y unidos al grupo, donde permanecieron abrazados y temblorosos; pero indignados ante lo que se les estaba haciendo. Los pluses, de nuevo, no les dejaban en paz; les iban a hacer abandonar el poblado. Bartholomew casi no podía contener su ira, y Beatrice lloraba lágrimas de pura rabia.

Una vez estaban todos los humanos juntos, una especie de jaula etérea surgió de la nada y les envolvió, a fin de impedirles salir. Del cielo descendió una columna de luz, y cuando se extinguió, allí donde había tocado el suelo quedaron dos figuras. Dos pluses de rango medio, a juzgar por su atuendo; el equivalente de un comandante y un capitán.

Eran humanoides, con una cabeza, un tronco, dos brazos y dos piernas. No osbtante, eran mucho más altos que los humanos, y su cráneo estaba mucho más desarrollado; por lo que el cuello era también mucho más robusto, a fin de soportar el peso de la cabeza.

Hablaron brevemente, en el idioma de los mons; tan rápido y fluido que los humanos no podían entenderlo. Además, parecía que utilizaban también para comunicarse algún tipo de transmisión telepática. El capitán se acercó a la jaula, y se dirigió a los humanos encerrados.

- Humanos, estáis en este lugar contraviniendo las leyes de la propiedad. A fin de hacer cumplir la ley y restituir la justicia, debéis abandonar este lugar y dirigiros al norte, a cualquier zona que haya sido catalogada como apta para reserva de humanos.
- ¡Todo el planeta nos pertenece! ¡Vosotros nos lo robásteis! - gritó una voz desde la jaula. El mon ignoró la interrupción.
- A tal fin, os entrego esta copia, impresa de forma que seáis capaces de entenderla, de un mapa que indica claramente en qué áreas no podéis estableceros, y en cuáles sí.
- ¡Todas las áreas habilitadas para humanos están contaminadas y muertas! ¡No se puede vivir allí! - gritó otra voz.
- Si volvéis a estableceros en un área prohibida, os volveremos a echar de ella. Pero dentro de poco no podréis ni siquiera intentarlo; ya está casi listo el sistema de encierro que os impedirá salir de vuestra reserva.
- ¡Tened piedad de nosotros! ¡Sólo queremos vivir en paz y ser felices! - esta vez fue Beatrice la que gritó. Y esta vez, el mon sí que se dio por enterado.
- ¿Piedad? ¿De vosotros, unas pobres bestias? - lo dijo con desprecio-. No sé por qué el gobierno no os extermina definitivamente. No servís de nada, no producís nada; sólo destruís todo lo que tocáis. No queréis vivir en paz; queréis prosperar y expandiros, fornicando como conejos y dispersando a vuestras crías por la faz de la Tierra, como estábais hace setenta años.
- ¡Vosotros hacéis lo mismo! ¡No tenéis derecho a tratarnos de esta manera; merecemos un espacio vital! ¡Este planeta era nuestro!
El mon sonrió malignamente, y miró por debajo de sus cejas.

- Este planeta era tan vuestro como del resto de especies que en él vivían. ¿Con qué derecho era vuestro? Sólo era por conquista. Y ahora es nuestro. - hizo una pausa.
- Y, aunque muchos de los míos no les guste admitir esto, e incluso intenten negar lo evidente... nosotros ni siquiera lo hemos conquistado. Lo hemos heredado de forma perfectamente legal. El homo sapiens dio paso, hace setenta años, al homo plus; a nosotros. La selección natural volvió a funcionar, y nosotros somos el resultado: una especie mejor, más fuerte, más inteligente. Somos vuestros descendientes. Vuestros dignos descendientes, que hacemos lo mismo que hacíais vosotros: ocupar espacio vital, desplazando a otras especies, por muy afines que sean a nosotros.
El silencio dominó en la jaula.

- En realidad, no podéis reprocharnos lo que estamos haciendo; sólo hacemos lo que vosotros enseñáis a vuestros hijos, y nosotros somos vuestros hijos. Y de tal palo, tal astilla.
El mutante se dio la vuelta y les abandonó, contento por dejar de usar el lento y torpe lenguaje de los humanos, y por dejar de verlos; tan patéticos, lentos y estúpidos. Le repugnaba pensar que, en realidad, eran sus antepasados. La jaula se elevó por los aires, y se alejó en dirección norte.
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