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~Un estruendo despertó a Avadelle, habían azotado su puerta. Era uno de los tantos métodos que tenían para torturar su mente, además de su cuerpo. Su respiración fue recuperando poco a poco su ritmo normal mientras un soldado la obligaba a ponerse de pie. Salió a empujones de la celda que tenía para ella sola, sus antiguas compañeras habían desaparecido hacia por lo menos una semana. Se preguntaba si algún día le llegaría el turno a ella, le asustaba y le tentaba al mismo tiempo, morir y alejarse de todo aquel sufrimiento.
El guardia reunió a un puñado de esclavos de toda la dependencia y les dio sus instrucciones habituales, dirigirse a arar los campos hasta el final de la jornada.
El frío de la mañana se pasó rápidamente con el trabajo duro, y no tardó en convertirse en insoportable calor conforme avanzaba el día. Para el atardecer sus manos sangraban a pesar de los callos que se habían formado en el transcurso de los años.
Mientras araba no pudo resistir la tentación de levantar la vista hacia el ocaso, algo en ella se encendía cada vez que lo miraba, incluso desde antes que la hicieran esclava.
-Soñar de esa manera no te hará ningún bien- le dijo una esclava anciana que trabajaba a su lado, notando la mirada perdida de Avadelle.
-Tal vez- reconoció la joven-, pero es lo único que tengo para aferrarme a la vida.
-¡Estos jóvenes! Después del tiempo que llevas aquí ya deberías haber aprendido a abandonar aquellas ilusiones. Soñar…
El silbido de un látigo cortó su frase a la mitad, derribando a la anciana en el piso.
-¡Nada de conversar en el trabajo, anciana!- exclamó un soldado restallando su látigo nuevamente sobre la vieja.
La esclava se quedó tumbada mientras el soldado continuaba maltratándola, incapaz de defenderse o de huir. Avadelle solo pudo contemplar callada, sabía de sobra la suerte que ambas correrían si intervenía. Cuando el soldado finalmente se aburrió de torturar a la anciana, le dio una advertencia a Avadelle, que le sirviera como ejemplo, y dicho esto se marchó dejando a la esclava olvidada sobre los campos, sabía que no volvería a levantarse.
Siguió arando hasta que los guiaron de vuelta a sus celdas, durante toda la tarde se preguntó si ella perdería algún día la esperanza de la misma manera que aquella anciana, rogaba a Dios que eso no ocurriera, ya que una vida tan lúgubre y desolada sería incluso peor que la muerte.
Aquella noche su puerta se abrió antes de tiempo. Comprendió que había llegado su turno de desaparecer a manos de los soldados, al igual que sus compañeras que fueron secuestradas en medio de la noche, dejando solas y atemorizadas a las demás. Se arrinconó contra la pared esperando, sin embargo nada ocurrió, nadie entró a raptarla, la puerta quedó abierta de par en par invitándola a salir. Al fin, recuperaré mi libertad. Se asomó con cautela, no había nadie.
Siguió andando por la dependencia, buscando su camino hacia la salida, pero en aquella oscuridad iba a ser una tarea tan forzosa como lo era arar los campos desde la salida a la puesta del sol.
-Avadelle.
Se detuvo en seco al oír su nombre, aguzó el oído tratando de ubicar la fuente, cualquier cosa que amenazara su huida. No encontró nada, siguió andando, pero al poco rato volvió a escucharlo, “Avadelle”, susurraba la voz, pero esta vez acompañada de un suave silbido, como el del viento entre los árboles.
Cada vez que pensaba estar cerca de la salida la voz volvía a llamarla, cuando se dio cuenta que no lograría escapar tanteando a ciegas, resolvió tratar con la voz. Tal vez pueda ayudarme. Lo dudaba, pero no tenía más opción. Volvió a escuchar su nombre y superando el miedo caminó hacia la fuente. “Ven, Avadelle”, incitaba la voz, cada vez más ansiosa. Al soplo del viento se le sumó el rugido de un trueno, y más tarde el tamborileo de la lluvia. “Más cerca, ven con nosotros”, apremiaba.
Llegó a una puerta. Del otro lado se escuchaba la voz con mucha más fuerza. Tragó saliva y giró el picaporte. Afuera se extendía la pradera, en ella un grupo de personas danzaban en círculo a pesar de la intensidad de la tormenta.
-Ven a bailar con nosotros, Avadelle.
Un aro de fuego en el piso que no se extinguía con la lluvia iluminaba sus cuerpos. Se acercó a ellos con curiosidad, en su búsqueda de las voces había olvidado por completo su escape, solo deseaba saber quiénes eran esas personas. Sus rostros estaban llenos de expresiones sombrías y sonrisas forzadas, como si con aquella danza quisieran conseguir un sucedáneo de alegría.
Uno de ellos se alejó un poco del círculo, Avadelle reconoció a una de sus compañeras desaparecidas.
-Baila, Avadelle, te gustaba bailar, ¿no es así?
La sujetó del antebrazo y la arrastró con los demás, reconoció a muchos de los esclavos que habían desaparecido e incluso a la anciana que murió aquella misma tarde. No le dio importancia, comenzó a bailar al ritmo de los elementos, olvidándose de las cadenas que la habían esclavizado.
Dio un paso al frente y entró al círculo de fuego. Desde allí pudo observar todos los rostros espectrales que giraban en torno a ella, sonreían y cantaban por verla al centro. Bailó durante horas, moviendo el cuerpo ondulante dejándose llevar por momento, su alma ardía de pasión y todo sucedía como en el límite de los sueños con la realidad.
Entendió el dolor de los que allí danzaban. Entendió por qué la habían llamado, y por qué habían abierto la puerta de su celda. De todos ellos, Avadelle era la única que miraba el atardecer con esperanza, la única que no perdía una parte de su alma con cada ocaso, y la única que tenía algo de luz para entregar. Solo pudo sonreír y seguir danzando para los que habían muerto en vida, sonreír y danzar para toda la eternidad.
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