Ese robarle al día, a la existencia, pedacitos de felicidad, y hacerse con ellos un abrigo de retales de colores para protegerse del frío del hastío, de la saciedad, de la monotonía, es la salvación de Nur.
Empezó aquél día en que, en el café de siempre con los camareros de siempre y a la hora de siempre –en un acuerdo con el mundo que la fijaba a un tiempo y a un lugar- decidió pasear la punta de la lengua, golosa, por la cucharilla llena de azúcar tintado de café. El señor que compartía espacio en la misma barra, la miró, sediento de repente de su feminidad, de su lengua, sin entender que ella, ojos cerrados, se estaba paseando por terrenos de inocencia, no de pasión carnal. Pasó a ser una partícula más del aire, dejó de ser un peso muerto sobre el taburete y acarició la mejilla de un niño que sollozaba a su lado. Flotó por un momento y volvió al terreno de la lógica, de los números, de las horas despiadadas.
El segundo retal fue una flor. Nur corría a la oficina, intentando no cruzar la frontera entre llegar justa y llegar tarde, cuando sus pies, sordos a las prisas del segundero que atisbaba la meta del “en punto”, se pararon delante de unas margaritas. Flexionó las piernas delante del rebaño de mansas flores blancas, como recordaba haber hecho cuando era niña, y pidió perdón en silencio por el sacrificio. Acarició el dorado centro de la elegida y, de un trazo seco en el aire, la separó de las otras. Acercó los labios a los suaves pétalos y siguió la carrera, aferrando con mimo la flor a su pecho.
Cada noche teje un pedazo más, rescatando sueños de tanto recuerdo aprisionado en la celda de la lógica. El sol se filtra con respeto, con sigilo, entre las hojas de los árboles centenarios; las mariposas trazan pasos de baile en el aire de su corta vida; un niño la mira con sorpresa; un melodía llega hasta sus oídos, provinente de ocho pasos más allá, de un saxo, de un músico, del alma del músico que cierra los ojos y regala a quien le quiera oír cachitos de vida circulando por un pentagrama.
Ayer, mientras tomaba el hilo rojo y enhebraba la aguja, rememoró las playas de su infancia: su perro corría por el agua, mojadas las fuertes patas de sal, agua y alegría, y ella iba detrás, adentrándose sólo hasta los tobillos, con las manos agarrando el aire a puñados, porque su perro era más veloz que sus cortas piernas de niña. No puedo evitar dibujar en el nuevo retal, cuatro lágrimas caídas como hojas sobre el suelo.

“Próxima estació: Plaça de Sants, correspondencia amb Línia 1. Próxima estación: Plaza de Sants, correspondencia con Línea 1”. En realidad ignoro si se llama Nur la chica a la que miro de reojo en el vagón desde hace varias paradas, pero sé que tiene algo especial. Tan especial que invento una historia para ella, un cuento, una vida. Sonríe al aire y no nota la pesadez del espacio viciado del metro, el hastío de la gente que la rodea. Sólo yo veo que el gris ceniciento de la ciudad no quiere contaminarla, la rodea sin atreverse a tocarla. Sólo yo veo como se arremanga el invisible abrigo de colores delante de mí, en un movimiento ligero y que nadie nota, para poder subir alegre la escalera, pasando delante de los que circulan como corderos por la mecánica. Sólo yo intuyo que en realidad no tiene prisa y que ha escogido la otra escalera porque es así, rebelándose contra la gota repetitiva que nos perfora el alma, como se llega a ser feliz. Mi personaje, real con nombre ficticio, deja caer de nuevo el abrigo y sonríe al día que se cuela por las escaleras del metro.
Por un momento, deseo correr tras ella y que me colme de felicidad a mi también, que me regale el don de su antídoto; pero detengo mis pies y la dejo escapar. Yo sola debo encontrar mis pequeñas alegrías, mis pequeños regalos cotidianos. Mi azúcar tintado de café, mis margaritas, mi sol, mi árbol centenario, mi melodía.