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BAJO EL TALON

Un día, en la joven Unión Soviética de finales de los años 20 Mijail Afanásievich Turbina volvía del Teatro de la Juventud donde trabajaba mal pagado vetando obras de otros autores cuando desde una ventana abierta escuchó un aria del Mefistofele de Boito.
No dejó de advertir la ironia de la idea. ¿Qué pasaria si al diablo se le ocurriera aparecer de pronto en el ímpio Moscú soviético?. Sería interesante ver la cara que pondrían los miembros del partido, ¿cómo iban a explicar este fenómeno a la población?. Aunque más interesante aún sería ver la cara que pondrían los representantes de la iglesia ortodoxa... si es que todavia quedaba alguno. Con estos pensamientos, se cerró el ligero abrigo que apenas lo protegía del frio y apretó el paso hacia casa.
Turbina, a pesar de haber estrenado cinco o seis obras de teatro con gran éxito de público y de contar al mismo Stalin entre sus admiradores, estaba desesperado. Sin trabajo y sin manera de ganarse la vida, había escrito una carta a diversas autoridades, incluyendo el gobierno soviético. En ella explicaba que a pesar de ser un célebre autor teatral y un escritor de cierto renombre, se encontraba en una situación en la que sus obras no podían representarse en el único teatro importante de Moscú - y por supuesto de la URSS- el Teatro de las Artes, y lo único que podía esperar era pobreza, hambre, y tal vez el suicidio.
Su inequívoca actitud con respecto a la libertad de expresión y en contra de la censura, le habian granjeado la enemistad de los mas influyentes artistas del partido comunista y otros ‘compañeros de viaje’. Turbina coleccionaba recortes de prensa detallando los ataques contra su persona que los periódicos y revistas traían casi a diario, tenía unos 300.
Atrevidamente, en la carta exigía que le dejaran emigrar como habian hecho con otros artistas previamente, dado que le era imposible publicar o estrenar en ese clima hostil y que no tenía ninguna utilidad para la madre patria; y si eso no fuera posible que le dieran un trabajo que le permitiera sobrevivir.

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La culpa pudiera ser tanto de la salchicha barata que comió en la cena, como de la ausencia de cualquier otro alimento a lo largo del dia, aparte de un te; el caso es que esa noche Turbina tuvo un sueño muy extraño.
Estaba en un lugar indeterminado, flotando sobre la tierra cuando le pareció oir una voz: ‘Una pandilla de delincuentes y sicópatas donde los haya, y los he visto de todos los colores, créeme. Este, una calamidad con los números e incapaz de distinguir entre causas y efectos, va a ser un gran Comisario del Pueblo para el Comercio, y si no que le pregunten a los millones que van a morir de hambre; éste otro tiene una cualidad innata para ofender a la gente, que se encarge del Ministerio de Asuntos Exteriores; aquel es un cruel asesino y un lameculos, estupendo, jefe de la policia secreta; ese, un inútil para el que vida humana no tiene significado alguno, el perfecto Comisario de Defensa; aquel otro Comisario de Asesinatos en Masa.
Los duros rasgos de una cara sonriente, con gruesos bigotes y patillas victorianas, y unos ojos viejos como las pirámides empezaron a descubrirse y a ganar claridad y terminaron su perorata: ‘Pero ¿quién sabe? a lo mejor funciona’. La cara pertenecía a Paliot, su viejo editor, que un dia desapareció de la faz de la tierra dejando detrás un montón de copias sin distribucion de varios cuentos de Turbina.
Turbina no podía distinguir si era él el que estaba hablando; no estaba claro si lo que decía Paliot era parte de su sueño, o procedía de un ente separado. La información que le llegaba a través de los sentidos era confusa, la levedad de esa fantasmagórica escena era la única sensación que sentía auténtica, sin embargo era consciente que soñaba.
‘No es que a mi me importe, pero que derroche de seres humanos y otros recursos, ¿no?’ –continuó Paliot moviéndose de pronto a una velocidad terrible y convirtiéndose en una mancha de colores. ‘¿Y todo para qué? Lo único que ha cambiado es el grupo dominante, el resto sigue muriéndose de hambre, perdidos en mitad de la nada sin saber lo que hay más allá de sus narices’ - y volviendo a su forma más o menos humana: ‘¿Y desde cuando la dictadura de la ignorancia y la mala educación es preferible a cualquier otra dictadura?...Pero mira, no pasa un momento sin que una persona inteligente ayude y justifique este régimen.’
‘Tu has tenido mala suerte’, - Turbina intuyó que se estaba dirigiendo a él, ‘en otras circunstancias, tu nombre estaría ahora entre los clásicos por derecho propio. Por otro lado, es tu genio lo que te ha permitido sobrevivir hasta hoy, aunque me temo que no puedes ir mucho más lejos sin ayuda. Y aquí es donde entro yo’ – dijo Paliot flotando a varios miles de kilometros de altura sobre unos campos de cultivo.
‘¿Que puedes hacer tu?’ – me oí preguntar a mi mismo.
‘Es mi deber como escritor combatir la censura, sin importar la forma que tome o bajo que régimen, asi como es mi obligación hacer llamamientos para la libertad de prensa.’ - dijo Paliot y añadió: ‘Esa es exactamente mi opinión’.
Turbina reconoció parte de la carta que habia enviado a las autoridades soviéticas. ‘Sin embargo’ - continuo Paliot, ‘en este preciso momento, se están produciendo millones de opiniones distintas en el mundo, unas a favor de ese argumento, otras en contra, unas a favor de que haya opiniones en contra y otras en contra de que haya opiniones en contra... o a favor, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que cada opinión tiene el mismo derecho a ser escuchada y tomada en cuenta, ¡incluso la mia!’ – bromeó Paliot. ‘Por lo tanto, y por estúpida que sea o parezca, hay que respetar la postura de aquel que no está de acuerdo con tu opinion, ¡hmm...!, especialmente si esa opinión resulta ser la del hombre mas poderoso del imperio!.’ – suspiro Paliot. ‘Pero esa tampoco es la cuestión.’
A partir de ese momento se enzarzaron en lo que pareció ser una discusión de horas sobre los sinsabores de la vivienda comunal, la responsabilidad del artista en un sistema autoritario y la mejor manera de conservar la integridad – y la cabeza-, la estúpida burocracia soviética, los nuevos diseños de Tatlin y Varvara Stepanova, la sombra amenazante que crecía en Occidente, Jesucristo, el nuevo ciudadano soviético, y por último tratabamos de adivinar el tipo de catástrofe cósmica que nos estaba esperando al final de este experimento excepcional en la historia de la humanidad. Saltabamos de un tema a otro con una facilidad asombrosa, con el conocimiento de expertos en la materia, y la confianza de oradores experimentados, aunque ahora no estoy seguro que pudiera repetir todo lo que dijimos.
Tras un momento en que la conversacion pareció languidecer un poco Paliot finalmente dijo con voz forzadamente teatral: ‘Puedo probar con evidencia documental que toda la prensa soviética lleva años afirmando, con excepcional virulencia, que mis obras no pueden existir en la URSS. Deseo asi confirmar que la prensa soviética TIENE RAZON.’ – y en un tono mas normal: ‘No importa, el caso es que esto es serio, no son tiempos para ser una persona honrada. Los perros falderos del régimen estan escandalizados, no todos han sabido apreciar al ironia de tu carta, y la mayoria estan pidiendo tu cabeza.’
‘Vamos a ver a alguien que puede ayudarnos’ - dijo Paliot
Sin mayores complicaciones, Turbina se encontró de pronto volando sobre su propia calle en la noche oscura, y a pesar de que vestía una camisa raida y unos pantalones de pijama no notaba el frio. De algunas ventanas salía luz. Paliot se adelantó rapidamente hacia una de ellas e hizo señas a Turbina para que se acercara a mirar. Turbina miró a traves de la ventana y vió en una habitación decorada con relativo buen gusto a una hermosa joven desnuda frente al espejo, poniendose crema en el cuerpo. Miró a Paliot un poco sorprendido por esta trivialidad, pero éste se limitó a guiñarle un ojo y sonreir. Sin aviso, salió volando haciéndole señas para que lo siguiera.
En unos segundos atravesaron la ciudad, - Turbina reconoció la calle Arbat, el jardin circular y otros puntos del centro, - hasta que finalmente dejaron atras Moscú.
En las afueras, el viento se hizo más frio y la nieve se colaba por su pijama, pero la baja temperatura no parecía afectar a Turbina que estaba concentrado tratando no perder de vista la silueta adelantada de Paliot. Abajo en la tierra las luces se sucedían rapidamente como trenes que se cruzan en la noche; le costó un rato comprender que eran ciudades y pueblos, con gentes y casas y animales.
Al cabo de lo que le pareció un ridiculo momento para la enorme distancia recorrida llegaron a su destino: una granja rodeada de alambradas, muros y altas torres de observación en las esquinas. Desde la altura en la que se encontraba Turbina, podían distinguirse sus contornos geométricos que recordaban a los de las fortalezas del siglo XVII, en las que las murallas se han prolongado para cubrir las partes ciegas de los flancos, obligando a añadir baluartes para proteger los flancos de los nuevos muros, formando asi una especie de estrella. Poderosos chorros de luz iluminaban toda la granja. Miles de diminutos puntos pululaban por el suelo cubierto de nieve; una inspección mas minuciosa reveló que se trataba de cerdos.
Turbina y Paliot tocaron suelo y se dirigieron al interior del edificio que parecía albergar el control de aquella absurda granja.
En este paisaje irreal, un grupo de cerdos en uniforme del ejército rojo en varios estados de desnudez, iban de un sitio a otro temblando de frio; otro grupo descargaba un carro lleno de cerdos muertos y partes de cerdos en una fosa común; todos vigilados y ocasionalmente maltratados por otro grupo de cerdos armados, vistiendo tambien el uniforme del ejército rojo y acompañados de perros.
Un poderoso sistema de altavoces repetía a lo largo y ancho de la granja eslóganes en ruso que Turbina se esforzaba en vano por entender, mezclados con siniestros himnos patriotas y los tambores tribales de marchas militares. La luz era tan fuerte que parecia de dia, aunque tenía la absoluta certeza, - basada en circunstancias totalmente irrelevantes, como que estaba soñando -, que era de noche.
Sacándole de su estupor con un ligero empujón, Paliot le introdujo en el edificio a una sala que resultó ser mucho más grande por dentro que por fuera y que semejaba a un matadero. A pesar de estar cubierto era mucho más frio que el exterior, Turbina comenzó a tiritar. Cuerpos de cerdos colgaban de ganchos en hileras tan largas que se perdían en el horizonte. La sangre lo cubría todo, el suelo, las paredes, las máquinas que furiosamente descuartizaban carne sin descanso y la convertían en enormes salchichas...
Del techo colgaban gigantes estrellas rojas y en las paredes se advertían banderas rojas con la hoz y el martillo y estandartes con números y letras extrañas. La música, los eslóganes y los chirridos graves y agónicos de los cerdos se metían en los oidos taladrando el cerebro, amplificados por el monstruoso tamaño de la nave.
Deformes seres porcinos pasaban a su lado, unos con varias cabezas o varios torsos; otros con piernas o brazos cosidos en sitios inverosímiles; con enormes órganos sexuales masculinos y femeninos o monstruosas heridas abiertas; con caras agonizantes, o resignadas y suplicantes; andando, reptando, cojeando; siendo arrastrados, torturados, y mutilados por los guardianes.
En un pequeño cubículo a un lado de la sala, uno de los cerdos guardianes vestido con una bata blanca y cubierto de sangre hasta el cuello, serraba una pieza de lo que parecía un cerdo vivo con varias cabezas en su cuerpo. En el suelo, trozos de cerdo a veces grandes como piernas, a veces rojo intenso e imposibles de identificar por su forma, chorreaban hacia un agujero en el suelo, lleno a rebosar de piezas sanguinolientas y donde Turbina vió algo moverse. En los estantes observó apiladas decenas de cabezas y miembros diversos esperando ser añadidos a un cuerpo.
Paliot había llegado hasta una puerta blanca e hizo señas a Turbina para que se acercara. Una última ojeada le reveló a uno de los cerdos en uniforme apenas capaz de controlar una abominable máquina que hacía un ruido infernal y que cortaba carne y huesos como si fueran mantequilla, resbalabando en la sangre que cubría el suelo, enviando la máquina quién sabe donde.
¿Qué tipo de lugar era aquel? Turbina sentía un terrible peso en el corazón, como la sensación que se tiene cuando va a pasar algo terrible y desconocido, pero no neceseriamente peligroso. Corrió hacia la puerta tras la que había desaparecido Paliot, con la cabeza retumbando por el ruido ensordecedor y el cuerpo temblando de frio, procurando no resbalarse con la sangre y cubriendose la nariz para evitar el sofocante olor. La puerta daba a una habitación más pequeña pero espaciosa. No era tan ruidosa como la anterior, aquí las máquinas producian piezas de carne sanguinolienta a un ritmo mas sosegado. Una fila de soldados cerdos resignados a su suerte hacían cola al pie de una de una de ella, donde otro cerdo con gafas vestido con un mugriento abrigo los iba empujando.
A un lado de la sala un grupo de viejos cerdos bolcheviques con el uniforme de oficiales del ejercito soviético se sentaba a un mesa, bebiendo cortos de vodka y comiendo un pescado grasiento marinado en vinagreta.
Tan pronto como entró, un cerdo con mostacho y ojos achinados se dirigió a Turbina: ‘¿Qué es esto?! ¿Por qué estas temblando? ¿No tienes abrigo? ¡Que desgracia! Yagoda, quitate el abrigo y dáselo - gritó dirigiendose al primer cerdo tratando de hacerse oir por encima del crujir de músculos y huesos.
Yagoda detuvo la máquina y se acercó corriendo, balanceando grotescamente su porcino cuerpo. Se quitó un abrigo lleno de lamparones aceitosos y manchas de sangre seca y se lo ofreció a Turbina con asco, pero era demasiado pequeño para él.
‘¿Qué clase de cuerpo tienes Yagoda?’ gritó el cerdo de bigote, que era obviamente el cabecilla del grupo – ‘No lo entiendo, la verdad. Voroshilov, dále tu abrigo, tal vez sea del mismo tamaño.’ Voroshilov se quitó el abrigo, que resultó ser muy grande para Turbina. ‘¡Demasiado grande!’ – gritó el cerdo del mostacho.
Azorado, Voroshilov, resbaló en la sangre y cayó al suelo al intentar ponerse el abrigo de nuevo. Los otros cerdos se rieron soltando gruñidos y mocos.
‘¡Esto no es broma!’ – gritó el comandante cerdo con su voz chirriante. ‘Kaganovich, no te quedes ahí sentado, no ves que este hombre no tiene abrigo?’. Kaganovich se quitó el abrigo rápidamente, qué tampoco le valia a Turbina. ‘No me sorprende, ni siquiera eres ruso... quitate de mi vista... ¡ceerdoo!’ gritó teatralmente como una diva a la que han traido huevos duros en vez de huevos fritos.
Kaganovich tambien se cayó al intentar ponerse el abrigo y ceder la mesa en al que se apoyaba, enviando extraños instrumentos y trozos de carne y huesos por el aire.
No importa, ya se acostumbrara – dijó el cerdo jefe. ¡Mikoyan! –dirigiéndose ahora a otro cerdo bigotudo. ‘Aunque no tiene sentido preguntate, tu cuerpo es como el de un jabali salvaje’ – dijo riéndose de su propia broma provocando grandes risotadas en el resto. Mikoyan tartamudeó algo apoyandose en un estante lleno de frascos con horribles cosas dentro que se tambaleó peligrosamente.
‘!No te atrevas a caerte! ¡Molotov, dále tu abrigo!’, - gritó finalmente a otro cerdo con voz estridente. Por fin, el abrigo de Molotov resultó del tamaño perfecto.
‘Eso esta mejor. Muy bien. Ahora dime que es lo que pasa contigo. ¿Por qué me has escrito esa carta?’ - le preguntó a Turbina
‘¿Qué puedo decir?’ - dijo Turbina, tratando de dar un sentido a lo que pasaba a su alrededor y mirando a Paliot, quien le animó con la mirada a seguir... ‘No dejo de escribir obras, y ¿para que?.. En este momento por ejemplo, una de mis obras esta muerta de risa en algún lugar del Teatro de las Artes de Moscú, pero no se representa y no me pagan por ella...’
‘¿Es eso verdad?’ – pregunto el cerdo, agarrando el teléfono con una mano grasienta. ‘A ver, un momento, espera un poco!’
‘¿Es el Teatro de las Artes? Póngame con uno de sus directores Stanislavsky o Nemirovich-Danchenko’ –después de una breve pausa- ‘¿Cómo? ¿Muertos? ¿Los dos? ¿Cuándo? ¿Ahora mismo?’ – y dirigiendose a Turbina: ‘¿Se lo puede creer? Se han muerto cuando se lo han dicho’.
Turbina dió un enorme suspiro, y desvió la mirada hacia el techo.
‘A ver un momento, no hace falta suspirar asi’ – dijo el cerdo ligeramente ofendido y marcando otra vez.
‘¡Ponme con quien sea! ¿Quién es? ¿Yegorov? Vamos a ver camarada Yegorov, tiene usted ahí en su teatro el manuscrito de una obra’ – asintiendo a Turbina ... ‘Como usted sabe, no me gusta ejercer presión en la gente, pero me parece a mi que esta es una obra muy buena... ¿Cómo? ¿A usted tambien se lo parece? ¿Y esta planeando estrenarla? ¿Y cuando cree que eso será posible?’ – y cubriendo el auricular con la mano preguntó a Turbina: ‘¿Para cuando la quiere?’
‘Oh, en tres años o asi estaría bien!’ – contestó Turbina sin mucha convicción.
‘Hmmm...’ – musitó el cerdo al teléfono ‘No me gusta interferir en materias teatrales, pero me parece a mi que podría estrenarse en… tres meses’ – dijo guiñando un ojo a Turbina ‘¿Cómo? ¿En tres semanas? Excelente!. Y ¿cuánto pensaba pagarle?... –, y tapando de nuevo el auricular preguntó otra vez: ‘¿Cuánto quiere?’
‘Buenoo.. estaba pensando... ¡me conformaría con unos 500 rublos!’ - contestó Turbina sin creer todavía en su suerte.
‘!Gromff!...’ - gruñó el cerdo al teléfono. ‘Por supuesto, no soy un especialista en materias económicas, pero me parece que por una obra asi debería pagarle 50.000 rublos. ¿cómo? ¿60.000? ¡Está bien!. ‘Ya ves, y decías...’ empezó a decir dirigiendose a Turbina.
De pronto, éste tomo conciencia de nuevo de donde estaba: esta vez con una creciente sensación de pánico. A su alrededor los sonidos y visiones de este horrible cuadro de pesadilla se hicieron más nítidos. Entre los cerdos prisioneros esperando ser torturados o descuartizados (o algo peor), reconoció las caras de escritores y artistas conocidos. Algunos habían desaparecido tiempo atrás en las entrañas del edificio que la OGPU, la temida policia secreta, tenía en la plaza de Lubianka en el centro de Moscú para no volverse a saber más de ellos, a no ser una nota cinco o seis años después informando escuetamente de su muerte; pero otros eran miembros destacados del sindicato de escritores o conocidos apologistas del partido...
Sin decir nada Paliot me dió a entender que el problema estaba solucionado; la máquina se pusó de nuevo en marcha con pesada parsimonia entre los horribles gritos casi humanos de los cerdos condenados.
En ese momento, los gritos de un niño llorando en algun piso y unos martillazos procedentes del apartamento vecino que hacian retumbar la pared entera despertaron a Turbina en su oscuro piso unihabitacional de Moscú. Durante unos segundos, bañado en sudor y tiritando de frio, creyó estar todavia en la siniestra granja y juraría que podia oler todavia la sangre y la muerte. Sin embargo no habló de su extrano sueño con nadie, y al final del dia lo había olvidado. No era la primera vez que comía salchichas en mal estado.

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Dos o tres días más tarde recibió una inquietante llamada de teléfono. En ese momento se encontraba en casa con su mujer y la mecanógrafa, que estaba pasando a máquina una obra que Turbina le dictaba, asi que ellas pueden confirmar lo que sucedió.
‘El camarada Stalin va a hablarle’ – anunció una voz seca y le pidió que esperara junto al teléfono. Momentos después la voz de Stalin sonaba al otro lado de la linea. Dijo que había recibido la carta, que la encontraba sumamente interesante y que estaba muy interesado en encontrarse con él y ayudarle en la medida de sus posibilidades. Lamentablemente, había estado muy ocupado últimamente y todavía lo estaba en ese momento, pero ya le indicaría cuando podían verse.
Desconfiando, Turbina telefoneó al Kremlin para decir que alguien le había llamado haciéndose pasar por Stalin, pero allí le confirmaron que, efectivamente, había sido el mismo Stalin el que había llamado. Turbina se quedó de una pieza.
A partir de entonces las cosas mejoraron ligeramente. Unos dias después Turbina recibió una invitación para visitar el Departamento de Arte del Comisariado Popular para la Educación y discutir su futuro profesional con las autoridades pertinentes. En la entrevista Turbina pidió que le dejaran emigrar, a cambio le fué concedido un puesto como ayudante de dirección en el Teatro de las Artes de Moscú, que tampoco estaba mal. No podía saberlo con exactitud pero Turbina intuyó que no iba a volver a ver una obra suya publicada en vida.
Voviendo a casa, escuchó una conocida melodia saliendo de una ventana y, aceptando con alegre resignación que estas cosas pasan, asintió con la cabeza al reconocer la calle donde la había escuchado antes. Se cerró el abrigo para protegerse del inclemente frio moscovita y con una sonrisa se dirigió a casa pensando en el escándalo que se organizaría si el diablo decidiera un dia aparecer en el Moscú ateo de finales de los años 20.
Datos del Cuento
  • Autor: zoya
  • Código: 7994
  • Fecha: 27-03-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 4
  • Votos: 18
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