Estaba absorta en mi lectura nocturna cuando llegó Dina. Con voz apagada me dijo que Mariana acababa de morir. La verdad, ya lo esperaba. Hacía casi seis meses que la propia Mariana me puso al tanto de su estado de salud, pidiéndome el favor de guardarle el secreto. “Haríamos bien –me dijo Dina, meditabunda- si vamos a su casa. Dejé a su hermana muy mal”.
Acababa de llover. La noche estaba húmeda y silenciosa, como aquella en la que obligué a Mariana -cómo decirlo de otro modo- a que me confesara la verdad. Le dije que yo estaba preocupada, que no era la misma. Al principio lo negó. Dijo que no pasaba nada y debíamos estudiar –eso hacíamos, en mi casa-. No pude contenerme. Cerré su libro y, en tono desafiante, le dije:
- Ahora me vas a decir qué diablos te pasa.
Hubo silencio. Se acercó a la ventana. Minutos después, se volvió y, mordiéndose los labios y mirando al piso, me dijo con voz entrecortada:
-Hace unos días visité al doctor... Estoy muriendo... Sólo me quedan seis meses de vida...
Y se echó a llorar. La abracé más tiernamente que a mi propia madre. Yo también lloraba. No podía creer que alguien tan joven y lista tuviera que morir así. Sin embargo, le cumplí. Mantuve ese pacto de silencio como si fuese un secreto de confesión.
Como por inercia –o tal vez por costumbre- estacioné mi auto frente a su casa. Entramos. La atmósfera allí era triste y, hasta cierto punto, repugnante.
Después de darle el pésame a su familia, me acerqué al ataúd. Parecía dormida. Ni viéndola pude convencerme de que estaba muerta, sí, muerta, aquella muchacha que conocí en la secundaria, cuya belleza fascinaba a cualquiera.
Parecía ayer cuando llegó a mi casa, llorosa, decidida a olvidar a José –ese patán- que la ilusionó para después cambiarla por otra. Nadie lo había amado –ni podría amarlo- más que ella, nadie. ¡Es inconcebible!. ¡Si hubiera sabido lo que habría de sucederle! –pensé.
Pasaba por ese momento cuando supo que moriría pronto. Supo que no viviría lo suficiente como para demostrarle a ese cretino de José que podía ser feliz sin él. “Ya vendrá alguien que te valore y te ame como mereces” –solía decirle yo. ¡Pobre de ella!
En ese mismo momento te prometiste a ti misma que ya no te negarías ningún momento de felicidad, aunque fuera por poco tiempo. Casi al final de tus días encontraste el bálsamo por excelencia, el remedio supremo: El arte. Sí, aunque parezca absurdo. Sólo el que lo experimenta lo comprende. Eso hiciste y funcionó.
Llegaste a amar el arte más que a nada. Recuerdo con qué dedicación elaborabas tus bodegones, tus paisajes y tus desnudos. Pasabas horas –sí, horas- escogiendo los mejores matices. Y del ballet, ¿qué me dices?. Era un deleite para la vista y el corazón ver el candor de tus movimientos. ¡Ahh!. ¿Y qué me dices de la literatura?. No imaginas cuánto disfrutaba nuestras citas en la cafetería de la universidad, donde escribíamos poemas y cuentos.
No te olvidaré nunca. Desde que supe de tu deceso no he derramado una sola lágrima por ti. No lo haré nunca. El arte, en ese arte que tanto amabas construiré mi refugio, será mi forma de llorar. Eras una mujer completa, sí. Eras especial. Te prometo hacer de ese baile de sílfides –a veces disfrazadas de fantasmas- que fue tu vida, una novela, como siempre soñaste.
Mientras tanto, dejando correr los minutos y los segundos en el aire, enciendo un cigarrillo. Luego, existo.
Si eres bastante joven, tienes un buen futuro en el tema de los relatos, ya que eso interpreto. De lo contrario, lo siento.