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Benedetti y vos

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Cuando te conocí, conocí a Benedetti.
No podía venir de nadie más que de ti, o mejor dicho de vos que aunque parezca igual no lo es, fue en una tarde pintada de grises mientras estaba en la cafetería de la universidad y aletargaba viendo caer una lluvia menudita.
-Parecemos en Montevideo
Miré tu cabello húmedo y tus lentes empañados y te contesté con una de esas sonrisas tontas
-¿Es linda Montevideo?
-¿Linda? tal vez si, de lo que estoy segura es que me gusta
-Pero, ¿La conoces?
-Conozco a Benedetti que es como caminar por Montevideo
Sé que adivinaste mi ignorancia porque sacaste de tu mochila un libro y comenzaron a salir de tus labios unas frases delicadas y melancólicas
-¿Qué opinás? ¿Te gustan?
Yo que permanecía absorto en el bailoteo de tus pálidos labios te dije que si, mientras pensaba que tanta hermosura sólo podía provenir de una boca como la tuya
-Sos un tonto
Y me soltaste una sonrisa que fue como una mariposita que se me quedó revoleteando alrededor.
-Anda, leéme otra cosa de ese fulano
-Benedetti y no es ningún fulano
Así me regalaste la mejor tarde gris-lluviosa que haya tenido en mi vida, ibas repasando las líneas dejando caer perlas de agua sobre la mesa y perlas de ternura sobre mi corazón, aquella tarde el mundo eras vos, Montevideo eras vos, Benedetti eras vos y yo que empezaba a quererte, empecé igual a querer al mundo a Montevideo y a Benedetti.
Dijiste que te llamabas Liliana, pero que quisieras llamarte Laura, Laura Avellaneda y que soñabas con un otoño perpetuo, también me contaste que te gustaría correr por calles desiertas mientras los árboles tapizaban las avenidas con las hojas que arrojaban de sus copas, yo me quedaba mirándote y te decía que estabas loca
-Loca no, desvirolada- Y te echabas a reír tirando tu negra cabellera hacía atrás haciendo que un olor a almendras inundara el ambiente.
Hablaste de corrido tal vez unas dos horas, yo feliz, fuiste tirando piedritas a las ventanas de la ternura, abriéndolas una por una, por las que asomabas tu cabellera húmeda y unos pensamientos extraños pero a la vez lindos que hacían preguntarme de cuando en cuando ¿Quién eras vos?, hablabas y tus manos hablaban contigo, hablabas y tus ojos hablaban contigo, hablabas y el alma hablaba contigo. Esa tarde de Octubre fuiste formando una telaraña en la que gustoso me revolvía, una trampa en la que deliciosamente me arrojé loco y sin freno, tuviste tu táctica y estrategia para conquistarme y rápido empecé a sentir celos del tal Benedetti que me robaba tus más cálidos suspiros.
A partir de aquella tarde se me hizo una necesidad verte, oírte, olerte, sentirte, me obligaste a visitar la biblioteca de la universidad en busca de libros de poemas, y entonces te buscaba y te mandaba papelitos con tus amigos para que nos encontráramos en la cafetería, en la cancha, bajo los árboles y te llevaba libros con poemas de Juana de Ibarbouri, Salinas, Bequer, te hacía gracia que yo te leyera y luego me preguntabas cual era mi opinión, y luego entonces establecías comparaciones con las de Benedetti en tanto yo puteaba por Montevideo, por Benedetti y por vos, y me parecía que ese océano trasatlántico del que en ocasiones hablabas se hacía ancho, cada vez más ancho.
Nos convertimos en bichos raros, expuesto bajo las miradas sospechosas de mis compañeros, ¿te imaginás?, que podrían pensar de un par que se reunían horas y horas a leerse poemas, a hablar de la melancolía, del otoño, de las tardes de Montevideo
-No te preocupés, son unos boludos
Lo decías así, con esas expresiones tan del sur que a vos y solo a vos se te oían ricas.
Ahora me parece verte nuevamente, cabellera negra, lentes casi siempre empañados, camiseta, jeans desteñidos, tenis y mochila, y tu rostro, tu pálido rostro limpio
-¿Nunca te pintas?
-¿Y por que he de hacerlo? Mi cara es como mi alma, yo soy mi alma, y mi alma la tengo así, gris y pálida como los otoños de Montevideo.
Una tarde dijiste que querías leerme algo, venias arrastrando una tristeza húmeda, entonces tu boca comenzó a leer “Usted Martín Santomé no sabe cómo quisiera tener yo ahora todo el tiempo del mundo para quererlo…..”, terminaste y te quedaste silenciosa, con la mirada puesta en la lluvia, supe entonces que estabas anunciando despedidas y que esa era tu manera de notificarlo, con Benedetti entraste en mi vida y con él te marchabas, tomaste ese libro y lo estrechaste en mis manos
-Leélo, así entenderás
Y te marchaste con la lluvia para perderte en un otoño perenne.
Pasaron muchos años antes de saber nuevamente de tu vida, me contaron que laborabas una compañía de contadores, cosa extraña pensé ,eso de mezclar números y balances con poemas, también supe que te habías casado con un hombre mucho mayor del que te habías separado tras un corto matrimonio que te dejó un par de hijos, entonces quise verte, quise buscarte y tal vez no se, invitarte a tomar un café, pero no me atreví, no pude encontrar la disculpa para irrumpir de nuevo en tu vida.
Hasta que murió Benedetti
Supe que sería la excusa perfecta, tomé el libro que me habías dejado la última tarde juntos y te esperé a la salida de tu oficina mientras una lluviecita comenzaba a caer, cuando saliste a eso de las seis de la tarde ibas con unas amigas ocultas bajo unos paraguas y recordé que nunca te había gustado eso y que disfrutabas caminar bajo la lluvia sin más protección que tu negra y larga cabellera, cabellera que ahora llevabas corta y con algunos tintes marrones, entonces te llamé
-¡Laura, Laura Avellaneda!
Te detuviste y al voltear a mirarme tu rostro ahora cubierto por el rouge y el colorete preguntó
-¿Lo conozco?
-Soy yo, ¿te acordás?
Miraste incómoda a tus amigas y luego dijiste
-Ah sí, claro, ¿Cómo has estado?
-Bien, ¿y tú?
-Yo igual, ¿Se te ofrece algo?
-No nada, es sólo que quería verte y……
La lluvia arreciaba , me sentí incómodo reteniéndote allí mientras tus amigas te esperaban
-Sabés una cosa Laura, es que murió Benedetti
-¿Quién?
-Benedetti, ¿te acordás?
No dijiste nada, yo tampoco supe que mas decir, entonces me despedí, te dije chao y que tal vez luego nos veríamos, me respondiste que sí, que tal vez si y que tu nombre era Liliana, yo te dije que claro y salí por las calles de la ciudad caminando con un aguacero que me llovía desde el alma, con el corazón melancólico, apretando un libro viejo en mi bolsillo y queriendo por fin a Benedetti, compañero ahora de la amargura que deja la traición y el olvido.

Datos del Cuento
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