Es maravilloso volver a sentir el teclado bajo mis dedos, como antes, como cuando él me dictaba sus poesías y sus cantos espirituales en las largas noches de invierno, sumergidos ambos en un mundo lleno de ilusiones y sueños.
Yo tecleaba en aquella máquina de escribir dolorosamente comprada en cuotas, pero que nos resultaba una puerta abierta a la literatura, a las ediciones, a los concursos de cuentos que queríamos ganar, como si todo fuera un juego prolongado de nuestra niñez.
Vivíamos en un lúgubre departamento-jaula; solo podíamos ver el cielo por una hendija del patiecito cubierto, o la ventanita del comedor. La luna, se metía curiosa a visitarnos, llegaba tímida y radiante después, a través de la hendija, a través de la ventanita, se reflejaba en un espejo y su luz se quedaba sobre el viejo escritorio.
¡Cuánta sorpresa! ¡Cuánto regocijo! A las dos y cuarto de la mañana era nuestra cita y nuestro interludio para proyectarnos hacia el cielo y sentir algo así como la caricia de Dios.
Así empezaba mi rutinario tecleo. Él, solemne y a veces payasesco, declamaba como un loco. Decía sentirse tocado por todas las musas y todas las liras. Las palabras le brotaban sin cesar y sin respiro, una catarata de frases se deslizaba de sus labios con una obsesiva imaginación. Las prosas caían como un torrente a mis oídos...
Yo tecleaba sin parar, pero me equivocaba. No podían seguir mis dedos el loco devenir de tantos pensamientos y palabras. Entonces, cada uno hacía por su lado lo que podía, yo inventaba y acomodaba a mi lentitud tantos sonidos e ideas.
Ya agotados, y poco lúcidos de sueño, nos íbamos a dormir sin revisar nada. Solo después, al volver de la oficina y luego de una triste cena, porque yo no sabía cocinar, podíamos retomar el trabajo.
No podíamos creer cuántos disparates maravillosos, cuántas frases increíblemente bellas habían surgido de nuestras mentes: él obsesionado por el beso de la luna; yo, por la inhabilidad de mis propios dedos y mi imaginación incontrolable.
Y otra vez, creyendo la preciosa visita de la luz del cielo como musa inspiradora, el esperaba las dos y cuarto, ni un minuto antes, ni un minuto más, para escribir su novela. Jamás me animé a decirle cuánto cambiaba yo su relato. Por eso siento, que aquel libro que escribió, contiene un pedazo secreto de mi alma, de mi mente.
Cuando me inclino a escribir mis propios relatos, vienen a mi memoria aquellos recuerdos, al poner el teclado bajo mis dedos...
Estela Foderé
Admiro su hermosa manera de describir sus recuerdo: palabras llenas de sentimientos. Es un placer leer su relato.