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Boli- Vini-la Vini-la

~La motocicleta ruge como un león endemoniado y se desplaza a toda velocidad por la larga y estrecha carretera que se tuerce como una culebra de un costado a otro alrededor del cerro, de una pendiente a otra, espantando a su paso a los caballos y los chivos en el cerro corcovado de Juan Calvo y que en ese preciso momento pastan a ambos lados de la carretera.

Atrás, con la humareda de polvo y el cansancio del día que se evapora entre los cerros cenizos, va quedando con la brisa el último caserío de Dajabón: bon jou, bon jou, mesyé


La motocicleta sigue alejándose de Dajabón por la larga, empinada y solitaria carretera que conduce hasta el Pino. En ella van sentados dos hombres desconocidos y en el medio de los dos, indefenso, va Bolí, quien cierra sus ojitos tristes y tiernos y sus puñitos de ángel abandonado, reflejando así su impotencia, mientras el sueño le llega de repente y lo turba.

Bolí sueña en su pequeña y desolada aldea de Tirolí jugando con niños como él a la rayuela o al fútbol en el patio de la escuela, frente al atrio de la bandera, pero especialmente sueña con manman Clarisse que lo estaría buscando como fiera a esta hora de la noche entre los vecinos y el caminito que llega por un lado hasta Restauración, hacia el norte, y por el otro, hacia el sur, rumbo a Macasías en la línea divisoria, ora, llamándolo en creóle a viva voz, ora, llorando desesperadamente, al tiempo que se desplaza lentamente con su pesada anatomía y su bella y angelical sonrisa, abriéndose paso en la oscuridad por entre los matorrales: ¡Bolí!, pití!, Bolí vini-la

Al escuchar en su interior la voz de manman Clarisse que lo llama dulcemente y que luego se desvanece en llanto entre los cerros pelados y polvorientos de Tirolí y el mugido de las vacas en los corrales vecinos, Bolí estrecha dolorosamente su cuerpo semidesnudo al de los dos hombres que lo conducen como dos fieras hambrientas: Bolí, viní-la


En ese instante, un profundo escalofrío empieza a recorrerle el cuerpecito desde la cabeza hasta los pies; pues no sabe aún quienes son estos dos extraños que le taparon de un zarpazo la boca y los ojos con sus dos manos, lo tomaron por sorpresa alzándolo por los brazos, hasta subirlo a la fuerza a la motocicleta estacionada frente al mercado.

Bolí había cumplido cinco años de edad. Es un niño pequeño y tierno, con una gran sonrisa dibujada en los labios. Hablaba poco. Entendía algunas palabras deletreando el español de la frontera dominico haitiana, aunque prefería comunicarse en la lengua de sus ancestros africanos, especialmente en la de su bisabuelo Ogan, un cochero de Cap Haitien pregonador de historias: bon jou, bon jou, ¿es ke ou pral netoiyé soulié?, papa bondyé.

Bolí volvió a escuchar la voz de manman Clarisse que se perdía entre las nubes y las Montañas Negras de Haití, hasta apagarse de repente en un solo llanto que transformó en quejido la planicie del Artibonito: manman Clarisse

La motocicleta sigue su ruta indetenible hacia el Este en medio de la oscuridad y el silencio de la noche. Ya serían las diez y las estrellas brillaban solas como incontables puntitos en el cielo. El ruido de la motocicleta ensordece endemoniado y rompe en mil pedazos la noche como si fuera un espejo que acaba de estallar en mil pedazos.

La ciudad de Santo Domingo era diferente a Dajabón y mucho más a la pequeña aldea de Tirolí, donde a esta hora manman Clarisse seguía buscándolo por sus caminos de montaña y herradura, mientras la motocicleta seguía su camino.

Manman Clarisse no había salido nunca de Tirolí, aunque tenía ideas vagas de cómo estaba organizada una ciudad y cómo se vivía en ella. Tenía curiosidad por conocer los edificios, el alumbrado eléctrico, las bombillas con sus luces multicolores, las calles y avenidas asfaltadas, los comercios, los maniquís elegantemente vestidos en los escaparates de las tiendas de tejido, de los automóviles que se desplazaban más rápido que los burros y los caballos que montaba para buscar agua al río o para trasladarse a otras comarcas vecinas, cosas de las que a menudo le hablaba una prima que estuvo en una de esas ciudades. La noción que tenía manman Clarisse de una ciudad era la de Tirolí y las historias que le contaban los viajeros que habían visitado esos lugares eran diferentes a sus propias ideas: allí vendían en botellitas el agua de tomar, los hombres eran desconfiados y no eran amigos de nadie, caminaban de prisa como los caballos jóvenes, no saludaban, hablaban poco, todo lo escribían, se sentían superiores unos de otros, tenían las caras duras como el hierro y las sonrisas burlonas. La ciudad es un monstruo con tres cabezas, que apresa y devora en sus necesidades a sus propios hijos, como algunos arácnidos, oyó decir al pastor en el pulpito en la iglesia, y eso la alejaba de la ciudad como el diablo a la cruz.


Manman Clarisse presentía que a Bolí se lo habían llevado algunos de estos hombres malvados, parecidos a los tonton-macoutes de las historias vernáculas, convertidos en bakaces y que no lo volvería a ver jamás, como a otros niños que salieron de la aldea en iguales condiciones; que le darían alimentos desabridos para asonsarlo, convertirlo en zombi y dominar su voluntad y su alma, que lo llamarían con otro nombre en español, como Luís, José, Pedro, Manuel y que Bolí sería transformado en otra persona diferente a su papa y a él mismo, que no tendría acta de nacimiento, ni existencia oficial, como tampoco tendría ese documento en Haití, que sería un apartides, un paria, que sería vendido a un maître por unos míseros pesos y luego vendido a otro y así sucesivamente, que lo pondrían a trabajar duro como su esclavo en las plantaciones agrícolas y en las construcciones de las ciudades, levantando enormes montañas llamadas edificios, torres, etc. que cuando se hiciera adulto se olvidaría del rostro de manman Clarisse, porque con el tiempo, si encontrara el camino y regresara algún día a su tierra, no la reconocería, aunque la tuviera dentro de su corazón, ya que ella estaría muy vieja y enferma, gastada como bagazo de caña por el inexorable tiempo, o quizás haya muerto y que pronto, cuando llegue en la motocicleta roja y plateada a su extraño destino, esta misma noche o mañana temprano, él sería colocado por estos individuos que lo raptaron en algún semáforo de la ciudad, en pleno sol o bajo la torrencial lluvia, extendería sus pobres manitas, miraría directamente con sus ojos tristes y cabizbajo al conductor de un auto detrás de los cristales epara pedir dinero y llevárselo…. al maître, mientras manman Clarisse lo estaría esperando en todo momento durante toda la vida.

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