Hay tantas cosas que me conmueven como este deseo que jamás terminaré de apagar ¿Así será la vida? ¿La lucha del cuerpo contra el alma…? En verdad, no lo sé, mi vida transcurre sin que me de cuenta; voy y vengo del trabajo diariamente; salgo y me sumerjo como un pez en las películas, unas buenas otras no; compro un libro, luego otro y otro, sabiendo que quizás jamás los leeré… No sé, pero así mi vida transcurre…
Si no fuera porque soy conciente de esta vida que cargo dentro, que es como si estuvieras esperando un niño al que debes de cuidar siempre, porque siempre le han nutrido mal, y está enfermo del alma, y tú, debes de cuidarlo, y cuidarlo con afecto y atención… Es increíble cuando logras vencer tu dejadez, y actúas como se debe, con vital compromiso… Cuando lo haces, pareciera que aquel niño que llevas dentro tuviera el don de calentar el entorno de tu universo, de hacer del frío un calor, de una palabra un canto… es mágico; quizás, él, sea de otro lugar, pero, y siempre me pregunto: ¿Cómo llegó hasta mí? ¿Quién me lo engendró?
Recuerdo que antes de conocerle yo buscaba algo, un amor, un algo especial, pero por más que pensaba y pensaba no ocurría nada que no fuera oscuro o vacío. Todo era gris como el clima crudo del invierno, sin embargo, allí, en medio de la nívea locura y las granizadas mentales, yo, seguía clamando a “algo” que le diera a mi existencia un calor, una compañía, una claridad, para vislumbrar en mis anhelos y esperanzas un sentido, un lugar a donde ir. Había veces en que me engañaba, deseando ser como los demás que llevaban sus vidas exitosas, alejados de problemas vulgares y sucios, como los míos, donde me sentía podrirme como esas ratas que buscan en la basura su alimento y diversión. Me miraba y veía a una rata triste y solitaria… Pero había algo en mí que intuía, muy en el fondo, que yo no era así, que era algo hermoso, mas allá de lo que me mostraba las imágenes, sin embargo, no lo conocía.
Así fue transcurriendo mi travesía sobre el mar de la mediocridad, hasta que una tarde asoleada sentí que el cielo parecía advertirme que mi vida y destino estaba por comenzar, que mi espera había dado sus frutos, que todo lo que yo había soñado, intuido, podría ser real… Eso sentí y, así, casi lleno de mugre comencé a que este divino mensaje se hiciera realidad… y continué esperando, y esperando, pero vino la noche, y nada ocurrió… Al día siguiente, lo olvidé y continué trabajando, visitando el cine, comprando libros hasta olvidar aquella bella manifestación…
A la salida del trabajo, en una tarde de verano, en donde, como siempre, no sabía qué hacer, decidí caminar sin rumbo. Caminé hasta llegar a un parque lleno de niños, madres, padres, perros, gatos y el bullicio de todos hablando al mismo tiempo, cuando noté que una persona, de aspecto enfermizo, e inofensivo se sentó en la misma banca que yo, y, sin mirarme, pronunció mi nombre. Me sobresalté, pues el tono de su voz se me hizo familiar. Le volví a mirar y en verdad, daba lástima. Se le notaba tan débil y abandonado que, extrañamente, sentí que mi corazón empezó a contraerse como un limón haciendo que estuviera a punto de soltar una lágrima, pero no, mi pudor las contuvo, sin embargo no le dije nada ni tampoco le volví a mirar… De pronto, no pasó ni un instante cuando empezó a llover torrencialmente. Me paré rumbo hacia a mi casa, y cuando estaba alejándome del parque, me preocupé por el tipo… Volteé, buscándole, y le vi aún sentado, totalmente mojado, desamparado, tiritando de frío como un perro, y parecía que no tenía lugar adónde ir… Aquella escena me hizo recordar que yo tampoco sabía adónde ir, es decir, que mi vida no tenía sentido; claro que tenía cosas que hacer, un trabajo, una casa, pero, en verdad, todo ello no era nada, todo era un vacío… Me detuve. Me acerqué al hombre y cuando estuve parado justo a su lado, me dijo algo que me sorprendió: “¿Ignacio, nos vamos ya...?” Fue tan tierna y amigable su voz que, sin dudar, le cogí de las manos, le llevé a mi casa y le invité café caliente. Conversamos mucho durante toda la noche, es decir, yo hablé y hablé por horas y horas, mientras él, me escuchaba y escuchaba, y mientras lo hacía, noté que su rostro se irradiaba de un color especial, así como cuando el Sol cae sobre las verdes hojas de un árbol… Mientras yo, que no entendía el por qué no dejaba de hablar y hablar, empecé a sentirme como liberado, limpio de echar todo aquello que en palabras estaba disfrazado de ira, deseo y apego… Y cuando callé, ambos, casi al mismo tiempo, sonreímos, y yo, dejé escapar una lágrima, luego otra y otra hasta quebrarme en un sordo llanto que me hizo casi caer, sino fuera porque el hombre me cogió de los hombros y me abrazó como un padre…
Ante este fenómeno, guiado por un impulso y aquel sentimiento que mi vida iba a encontrar su sentido, le pedí si deseaba vivir en mi oscura y solitaria casa. Asintió. Le di mi cama, y yo me fui a dormir sobre el sofá de la sala. No entendía el por qué era tan feliz, quizás por el hecho de compartir, cuidarle, llenando mi existencia de un sentido y un contento por el mismo hecho de darme sin pedir nada de nada.
Continué trabajando, y cuando retornaba a mi casa encontraba a mi amigo descansando, leyendo un libro, escribiendo, o si no, limpiando cada rincón de mi casa, o, preparándome la merienda como si fuera mi madre, mi padre, mi hermano… Cada tarde, o noche salíamos a pasear por las calles. Y mientras caminábamos me di cuenta que caminaba al mismo ritmo que yo, y cuando me sentaba sin avisarle, él ya estaba sentado. Era extraño, cuando deseaba invitarle al cine, pues nunca me aceptó la invitación, pero él me decía que entrara solo, y que él se quedaría sentado una banca, en la salida del cine, esperándome. No le decía nada, éramos amigos, y en una buena amistad no existen explicaciones ni compromisos.
Y así nos mantuvimos por mucho tiempo hasta que una tarde, mientras me escuchaba, noté que su rostro empezaba a parecerse al mío. Un día enfermé por lo que no pude ir al trabajo, increíblemente, él decidió reemplazarme. Eso me alegró, pues me permitió darme el tiempo para leer todos los libros que había comprado, y también para realizar uno de mis sueños, el de escribir mis vivencias. El tiempo fue pasando, y, sin darme cuenta, olvidé mi trabajo. Me quedé en mi casa, y salía tan solo a pasear con mi amigo, cuando regresaba del trabajo. Haciendo lo que me gustaba aprendí a escuchar, y no solo a quien me hablaba sino a las cosas mas simples como el silencio de una noche estrellada, los primeros cantos en la aurora, el respirar de los perros, en fin, aprendí a apreciar la simpleza de la vida, y todo esto, lo compartía, en silencio, con mi amigo…
Y así como todas las cosas, mi vida empezó a llegar a su otoño, sin embargo, nunca dejé de apreciar la primavera de las cosas… Una tarde en que paseábamos juntos, pasamos por el mismo parque en que nos encontráramos por primera vez. Vimos la misma vieja banca, y nos sentamos en silencio… De pronto, vi que por la acera del parque se nos acercaba un viejo ex-compañero de trabajo con una amplia sonrisa en los labios… Me alegré, y quise saludarlo pero este pasó por mi lado como si yo no existiera, sentándose al lado de mi amigo, llamándole, extrañamente, por mi nombre… No dije nada, pero me sentí desconcertado. Me pregunté, mientras ellos conversaban, si yo estaba muerto sin saberlo. Me pellizque, y para suerte mía, sentí dolor, supe que existía pero de una manera diferente. Cuando retornamos a la casa y tomábamos el café, le pregunté a mi amigo el por qué mi ex-compañero de trabajo le había llamado por mi nombre. El sonrió. Se paró de la mesa y caminó hasta llegar a un enorme espejo que tenía yo cubierto bajo una sábana en la sala de la casa. “Ignacio, acércate”, me dijo. Me paré con tranquilidad, y cuando estuve frente al espejo, no vi nada, tan solo la imagen de mi amigo. Aturdido, le pregunté, qué me había ocurrido. Me tomó por los hombros, pidiéndome calmarme. Luego, me abrazó con tanta ternura que quise quedarme así para siempre… Sentí una paz, o algo más hermoso, no supe bien lo qué era… Y cuando me separé de sus brazos, él ya no estaba... había desaparecido. Lo llamé, y busqué por toda la casa, y luego, por todos los lugares que acostumbrábamos pasear, pero nada, parecía haberse esfumado como si todo hubiese sido un largo y hermoso sueño…
Volví a trabajo, como antes, y una noche en que sentía todo el peso de la soledad, tuve ganas de salir e irme al cine, a la librería, a cualquier lugar, pero no lo hice, no. Recordé el espejo, en que por última vez le había visto. Corrí hacia él, esperando encontrarle, mirarle, pero cuando estuve frente al cristal, tan solo vi mi imagen, sin embargo, noté un brillo en mis ojos, un calor en la forma de mi sonrisa, algo muy familiar vi escondido tras mis sentidos que me hizo cerrar los ojos, y buscar como un sediento adentro de mí, a mi amigo… Y sentí, sentí que mi oscura soledad empezó aclararse, avivarse, así como cuando el sol cae sobre las verdes hojas de un árbol…
“¿Ignacio, nos vamos ya…?”, con gran dicha le volví a escuchar… Pero esta vez, fue él quien me cogió de los dedos de mi alma, y me llevó hacia un lugar que no se puede describir, pero si contar, pues allí encontré el lugar en donde terminan los deseos, y se despierta a la dicha, y a la verdad…
San Isidro, agosto del 2005