La Gotera
Inés oprimió con furia el timbre del departamento de su vecino de arriba y, mientras esperaba con impaciencia que le abriera de una vez, fue enumerando cada uno de los agravios que le habían infringido, él y su hija, durante los casi siete años que llevaba alquilando esa casa.
Hasta ese día todo podía reducirse a dos cuestiones fundamentales: la humedad que se filtraba a través del techo, y de la cuál ellos afirmaban no ser responsables y los ruidos, pero ¡qué ruidos!, los cuales no cesaban nunca antes de las dos de la mañana y sus quejas no habían servido para nada porque se limitaban a sugerirle (a los gritos y desde la ventana) que se mudara, total decían, ella sólo era inquilina a diferencia de ellos que eran dueños.
Pero ésta vez se habían pasado de la raya. Ahora ya no se trataba de humedad sino de agua que goteaba en el hall mientras las manchas en el techo, como nubes oscuras y amenazadoras, se iban extendiendo a pasos agigantados por las demás habitaciones.
El vecino se asomó por fin, desde lo alto de la escalera, obviamente sin muchas ganas de bajar pero la mirada asesina de Inés, que parecía capaz de atravesar el grueso vidrio de la puerta, lo convenció de que no tenía escapatoria.
La discusión fue larga pero logró arrastrarlo hasta el interior de su vivienda y, una vez adentro, el anciano no pudo dejar de horrorizarse ante el desastre que estaba contemplando. El cielorraso se había transformado en un mapa enloquecido y chorreante que, cada tanto, dejaba caer pedazos de sí mismo sobre el piso mojado.
-No se preocupe, señora. Ahora llamo a mi yerno para que se ocupe de este asunto lo antes posible. Esto no puede seguir así.
“Ya era hora” –pensó Inés para sí pero no lo dijo porque estaba demasiado enojada para medir sus palabras y despidió a su vecino lo más amablemente que pudo.
Una vez sola se dedicó a secar por enésima vez el piso del hall sintiendo que alguna posibilidad de entendimiento se vislumbraba. Un agudo dolor en su espalda la convenció de que la solución más apropiada para la emergencia era la de colocar un balde bajo la gotera, aunque le pareciera un espectáculo horrible teniendo en cuenta que se trataba de la primera habitación de la casa y que nadie podía dejar de notarlo, al entrar en la vivienda.
La primera noche de la gotera transcurrió sin inconvenientes y, por la mañana Inés, a pesar de las protestas de su hija, se sintió algo más reconciliada con el balde juntando agua en el lugar menos apropiado de la casa.
–Tengo que armarme de paciencia, -se dijo –Esta vez creo que han entendido y sólo es cuestión de tiempo para que este entuerto se arregle de una vez por todas.
Por la tarde apareció el yerno y, una vez expresado su horror por el estado del techo, dijo, desmintiendo con total desparpajo la preocupación demostrada: -Hoy coloqué un colorante en el agua. Si la pérdida viene de mi casa, no va a tardar en aparecer el color en el cielorraso.
-Pero, dígame. ¿Usted todavía duda de donde viene el agua? Su departamento está en la planta alta, el mío en la planta baja y no hay otra construcción. ¿Supone acaso que se trata de la condensación de una nube?
El gesto del yerno se agrió y miró a Inés con severidad. Cómo esto no pareció ablandar a la vecina contestó en voz baja, mientras se dirigía a la puerta. -Tenga paciencia señora, es sólo un día más.
Transcurrió una semana y las gotas que caían del techo habían adquirido una regularidad intermitente; por las noches eran escasas pero aumentaban por las mañanas y los vecinos de arriba no daban la menor señal en el sentido de resolver el problema. –Mañana me van a escuchar- se dijo Inés dispuesta a llegar a las últimas consecuencias para lograr la reparación del agravio.
Sin embargo, el día siguiente no resultó más fructífero. El anciano le informó que el plomero estuvo muy ocupado pero en dos o tres días estaría todo resuelto.
Estaba ya dispuesta a radicar la denuncia en la municipalidad pero no lograba convencerse de que el diálogo entre las partes no fuera el camino más adecuado y decidió esperar un día más.
A las 2 de la madrugada del día número ocho Inés, acostada luego de una jornada agotadora, iba sintiendo que la fatiga del día la invadía agradablemente. Sin embargo, un instante antes de dormirse abrió los ojos en la oscuridad.
Una serie de sonidos la alertaron. En realidad se trataba, por lo menos en parte, de ruidos conocidos, constituidos sobre todo por los gritos de los vecinos de arriba y su escandaloso televisor. Sin embargo, un sonido discordaba desde la escalera de la terraza aunque estaba demasiado adormilada como para identificarlo; casi parecían pasos, pero desechó la idea porque no estaba dispuesta a dejarse ganar por el miedo generalizado a los ladrones.
Compartía su hogar con dos gatas ya viejas y un gato joven y aguerrido, el cual, vaya una a saber por qué, hizo buenas migas con la perra de la casa y solían jugar, a cualquier hora del día o de la noche, al alegre juego de la persecución. Esta parecía ser una de esas noches pero había algo más, algo que la puso en guardia. Sin prender la luz se levantó, tratando de ser sigilosa.
La puerta de su dormitorio daba a un patio de baldosas blancas y, parada en el umbral, vio claramente la silueta del gato que se acercaba, algo agazapado, dispuesto a entrar al hall; luego de alguna vacilación el animal entró y un minuto después se desató el pandemónium.
El ruido del balde al ser violentamente pateado dio comienzo a la acción; la puerta del living vibró escandalosamente y, mientras Inés se daba cuenta de que el golpe contra la puerta era demasiado fuerte como para ser hecho por alguno de sus animales, el agónico maullido del gato tapó todo lo demás y hasta la música que escapaba del cuarto de su hija cesó de pronto.
Avanzó con cautela pero con la urgencia de llegar antes de que su hija abriera la puerta de su cuarto para ver qué había pasado.
Iba descalza y estuvo a punto de caer al resbalar en el agua derramada en el piso pero logró sostenerse a tiempo para estar a punto de caer de nuevo cuando el gato, enloquecido de miedo, pasó corriendo entre sus piernas. La perra, que hasta ese momento había permanecido fielmente junto a ella, con el pelo del lomo erizado y un gruñido sordo que Inés no intentó reprimir porque se daba cuenta de que era inevitable, vio pasar al gato y, reconociendo la escena, dejó a su ama en banda y empezó a correr detrás de su presa.
Inés cayó de espaldas cuando el cuerpo de la perra chocó contra sus rodillas y, una vez en el piso, se asombró de haber resistido tanto.
En el living, sin embargo, la calma estaba lejos de reinstalarse. Los largos y viejos maderos del piso sonaban como si un caballo hubiera quedado atrapado en el cuarto y trotara desesperado buscando la salida, mientras los adornos de la biblioteca sonaban como si un demente intentara comprobar su consistencia golpeándolos unos contra otros.
Cuando Inés logró arrodillarse –nadie podría cuestionarle su temor a volver a ponerse de pie- decidió entrar en el living de una vez para saber qué estaba pasando.
La perra, mientras tanto, recordó sus deberes y, desde los últimos peldaños de la terraza, comenzó un trote largo, de pelo erizado y ladridos temibles que terminó abruptamente, resbalando en el agua y estrellándose contra la sufrida puerta del living.
Inés consideró que ya había tenido bastante y, aún de rodillas, avanzó hacía la oscuridad con las orejas llenas del gruñido de autoconmiceración del animal y, una vez sorteada la hoja de la puerta que permanecía cerrada, se puso de pie, pegada a la pared y accionó el interruptor.
Demasiadas cosas parecían fuera de lugar como para que ella pudiera enumerarlas pero el espectáculo que brindaba el joven flaco, de escasa estatura y con la remera rota, que se aferraba con desesperación a la ventana, como tratando de salir pero sin abrirla, fue demasiado para ella y decidió apagar la luz porque no atinaba a hacer otra cosa.
Llamar por teléfono a la policía fue descartado porque el aparato estaba demasiado cerca del muchacho y la perra, recompuesta tras el resbalón, se instaló en medio de la habitación, ladrando furiosamente al intruso.
La oscuridad tranquilizó a Inés lo suficiente como para iniciar la huida hacía el patio pero no tanto como para convencerla de continuar de pie. En cuatro patas se alejó del living mientras escuchaba el sonido de la ventana que se abría y los ladridos de la perra que avanzaba inútilmente porque era obvio que el joven había encontrado por fin la forma de huir.
El silencio, una vez reinstalado fue difícil de romper, aún para la perra que, por una vez, se había quedado callada.
Inés decidió volver. Siempre gateando y con suma cautela entró y se irguió contra la pared con la mirada absorta en la ventana abierta. Prendió la luz a tiempo para ver como la más vieja de sus gatas, Catalina, aprovechando esa oportunidad única, su ama jamás abría las ventanas por temor a los ladrones, huía hacía la oscuridad de la noche. Se sentó nuevamente sobre la alfombra, mientras trataba de pensar qué hacer a continuación.
La puerta del cuarto de su hija se abrió por fin.
–Mamá, ¿qué pasó?
Inés, cómodamente sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, contestó, con aire distraído, señalando con la cabeza la ventana abierta.
-Catalina acaba de escaparse, vestite que la vamos a buscar.
La calle estaba desierta y no tardaron en distinguir el brillo de los ojos gatunos bajo el auto del vecino de arriba. Para no asustarla se fueron acercando despacio, una a cada lado del vehículo y, para cuando la gata dio muestras de haber tenido bastante y se disponía a salir, la luz se prendió en la escalera de la casa del piso superior y los vecinos comenzaron a bajar en tropel.
La gata emprendió la huida en dirección contraria y las dos mujeres corrieron tratando de evitar que el animal cruzara a la vereda de enfrente. Ambas estaban en medio de la calle y, desde la ventana abierta del living, la luz iluminaba parte de la calzada.
-¿Qué pasa, señora?
El yerno, en su papel de licenciado en urbanidad de la familia, la interrogó preocupado por la ventana abierta y la inusitada actividad que ambas mujeres desplegaban a horas tan poco habituales.
-No mucho. -La voz de Inés sonó ronca de rabia mientras continuaba corriendo por la calle en pos de su gata perdida -La ventana la abrió el ladrón que no pudo con nuestros pisos mojados. Se resbaló ¿sabe? Ahora estamos tratando de recuperar a la gata que se escapó por la ventana abierta pero no se asusten por nosotras, no creo que se anime a volver a nuestra casa, quizá mañana visiten la suya, por lo menos no tendrán pisos mojados en los que resbalar.
La joven finalmente logró atrapar a Catalina y entraron sin mirar a los vecinos que continuaban espantados con la escena.
Al día siguiente, temprano por la mañana, los ruidos inconfundibles del plomero reemplazando los caños rotos, certificó la eficacia de la frustrada incursión del ladrón en la casa.
-¿Mamá, están reparando los caños, por fin?
-Sí querida, nos quieren tanto que van a hacer todo lo posible para que el ladrón no falle la próxima vez, no vaya a ser que les toque a ellos.
FIN
Luisa Grotz