Tenía la más fogosa incertidumbre en ese penoso momento. No sabía qué debía decidir: si entre la muerte o si vivir cargando una pesadumbre eterna; tan pesada que incluso podría desfallecer tratando de seguir adelante mientras la llevaba en hombros. Pero todo cambió después.
Su hosco rostro y su fría mirada posaban en la metálica y arañada pistla todo el odio que surgía de él. Yo, como el adolescente; y él como la muerte presente. A mi lado, la única persona que merecía mi más puro afecto y compañía. A nosotros dos apuntaba la pistola que el hombre sostenía con rencor. Los tres estábamos hundidos en la oscuridad de la noche y el callejón. Las paredes aullaban por recibir la sangre que esperaban, y reclamaban que el hombre apriete el gatillo.
De pronto, el hombre rompió el sepulcral silenció. Estalló en un horrible monólogo, maldiciendo a todos aquellos que lo habían convertido en el soldado del mal que era. Descargó su ira en los depósitos de basura que habían alrededor. Ella y yo estábamos paralizados del terror. Lo veíamos patear, escupir, llorar. Ninguno de los dos nos atrevimos a movernos o inferir en su triste manifestación de penurias. Tan solo lo escuchábamos horrorizados.
Una vez más, reinó el silencio. Nos miró con una mezcla de súplica y amenaza que nos paralizó completamente. Volvió a apuntarnos con el arma, pero esta vez con menos fuerza y convicción. Sabía que tarde o temprano su espíritu quedaría débil, endeble, confundido.
Se escuchaban sirenas en la distancia. Poco a poco, el hombre fue bajando su mortal arma y al final quedó agazapado en un rincón, derramando lágrimas y de paso toda razón y gana de seguir viviendo. Los gritos de los policías cada vez eran más audibles. El pobre hombre parecía haber tomado una fatal decisión final: apuntó el arma a su cabeza y, haciendo caso omiso de mis gritos y súplicas para que no terminara su vida, jaló el gatillo.
Han pasado dos meses desde ese horrible momento. Cada semana, acompalado por mi amada enamorada, visito la tumba de ese pobre diablo y dejo algunas flores en su memoria. A pesar de que fué él quien me hizo conocer el horror de la muerte arrebatándose su propia vida, siento que nunca nadie me enseñó tanto como él. Me enseñó que debo seguir con mi vida. Me enseñó cómo era la senda del mal. Me enseñó que la mejor defensa que tengo es la compañía, la amistad, el amor. Pero sobre todo, me enseñó que hay una forma de dejar atrás lo malo, y que con propia voluntad se puede regresar al camino del bien.
He quedado impresionada por tu cuento. Es tan aleccionador para todos.