Hace mucho tiempo, en un lugar perdido en la memoria de los hombres, existió un reino que no necesitaba ni rey, ni reina, ni caballero que lo gobernase. Aquella era una sociedad prácticamente perfecta. Los elfos, sus habitantes, vivían en armonía, mientras los dragones de las cumbres velaban por la seguridad de todo. Los elfos labraban la tierra, construían sus casas de madera, comían los frutos que cultivaban (pues eran vegetarianos) y bebían de las cristalinas aguas de sus arroyos. La única forma de gobierno que existía en Tahal estaba constituida por una asamblea de elfos ancianos que cada año se reunían bajo unos frondosos árboles en el Bosque de Seymore para dirimir pequeñas cuestiones o sujerir nuevos proyectos.

Tahal, patria común de los elfos, era una sociedad feliz, y así había sido desde el principio de los tiempos. Sin embargo, todo cambió una mañana en la que unos negros nubarrones aparecieron en el cielo, y aterrador grito se escuchó solemne y tenebroso.

- “Elfos y dragones de Tahal, coged a vuestras familias y pertenencias, y abandonadeste reino inmediatamente. Pues mi señor Gudrov, me ha ordenado que deje caer la maldición sobre Tahal. Dentro de unas horas dejaré caer una lluvia de olvido sobre Tahal, y vuestro reino desaparecerá para siempre. Y sólo una niña humana venida de otro lado del tiempo podrá romper el maleficio y devolver todo lo que habéis perdido. Y ahora haced todo lo que se os ha ordenado.”
Todos abandonaron sus casas y montaron tribus por los bosques. Todo aquel reino, antes fértil y hermoso, desapareció. La lluvia de fuego se extendió sobre todo el reino. No quedó nada. Los escombros del reino hubiesen sido algo, pero no quedó nada. No hubo ni el más diminuto grano de arena de Tahal. Desapareció.

*¡No os perdáis la segunda parte!