Su voz sonó dentro de mí y sentí que aún no había podido confiar tanto en nadie como para poder experimentar esa sensación sin sentir miedo.
Deseaba poder dar ese salto sin necesidad de ver primero qué había abajo, sin sentir la duda sobre si en verdad su mano me rescataría del vacío y me guiaría en su dirección.
Deseaba poder sentir esa confianza y esa seguridad absoluta en otro, saber que a su lado no tenía que seguir temiendo nada, que no me dejaría caer, tal como prometía.
Mi mundo me parecía hecho de cristal y porcelana, resplandeciente y bello, pero a la vez demasiado frágil y quebradizo para soportar dentro tantos sueños. Tenía que salir de aquella hermosa e inútil burbuja y liberar mi azul. Necesitaba respirar el aire del infinito y fundirme en su abrazo.
Tantas pequeñas cosas dentro de mí que podían llegar a ser tan grandes, allí, dentro de mi vida establecida no eran más que vanas quimeras sin esperanzas, bellas flores que marchitaban aún antes de brotar por falta de luz, por falta de calor, las dos facetas del amor que no tenía.
A un lado permanecía un mundo hermoso, una vida llena de calma y comodidades. Frente a mí, el otro lado, un lugar desconocido, oculto por un espejo que intentaba impedir que viera más allá de su falso resplandor y la voz de una promesa acaso incierta.
Puede que en ese lado todo estuviera por crear de nuevo, que no brillara tanto como el lujoso mundo en el que yo habitaba. Pero algo me decía que tras el espejo que reflejaba una y otra vez la falsa realidad a la que me dejaba pertenecer, en algún lugar de ese vacío inmenso y desconocido, esa voz que me llamaba, esa voz que me tendía una mano y prometía no dejarme caer, me mostraría la Verdad que siempre anduve buscando. Esa voz...
Por eso miré tras de mí y cerré mis ojos cansados de tanto brillo absurdo y artificial. Me acerqué al borde del precipicio, al borde de mi mundo cerrado y sentí la esperanza de que si saltaba alguien me rescataría del vacío y también de aquella reluciente cárcel hecha en gran parte de vanidades y tiempo perdido. Sí, estaba segura.
Y cerré mis ojos y alzando mis puños golpeé con todas mis fuerzas el maldito espejo que limitaba mis días y mis sueños y salté a ese oscuro y silencioso vacío, haciendo oídos sordos a los gritos de los que quedaban al otro lado y a los cristales rotos. Permanecí unos instantes flotando y entonces, cuando mi cuerpo comenzaba a caer, sentí un contacto suave y cálido. Sentí que una mano me sujetaba deteniendo mi descenso y no me era desconocido su calor.
Abrí mis ojos y vi los tuyos. También tú habías saltado al vacío, también tú habías roto tu espejo. Habíamos vivido los dos en un mundo irreal, una vida que era más de los demás que nuestra. Habíamos hecho lo que de nosotros se esperaba, no lo que realmente deseábamos. La vida se nos fue llenando de cadenas y un día no hubo ya sitio para nuestros sueños ni ideales.
Pero rompimos el espejo y saltamos y aún sabiendo que tal vez nadie nos recogería, aún sabiendo que tal vez no estaría el uno para sostener al otro. En nuestro corazón latía la esperanza y sentimos que, para bien o para mal, por primera vez hacíamos lo que realmente deseaba el alma y no nos importó perder el resto de aquello que disfrazaba de oro nuestras pesadas cadenas. Tampoco nos asustó lo venidero. No había vuelta atrás y no miraríamos atrás.
Descubrimos la confianza y no nos pusimos más límites ni barreras a los sentimientos. Éramos libres y podíamos cerrar sin temor nuestros ojos, porque lo que sentíamos era verdad y no se reflejaba en ningún cristal. Allí no había nada que pudiera ocultar la realidad. Éramos infinito y estábamos juntos.
Lo habíamos logrado. Nuestros sueños eran libres y sólo nuestros. Suspendida en el azul oscuro y estrellado de mi universo olvidaba el resto y sólo sentía la magia ingrávida de nuestro amor eterno.
"Cierra tus ojos y salta. No permitiré que caigas".