A mi amiga de buscacuentos Lyliana la brujita, que sepa disculpar esta pequeña broma literaria...



Me encontraba casi desesperado en mi cuarto, apretado el pecho entre la silla y el escritorio. Había regresado de trabajar y llevaba casi dos horas intentando encontrar una luz que guiara mi escritura, pero todo parecía perdido aquella tarde y la noche ya llegaría temprano. Aunque permanecía estoico en la silla con la pluma alzada con cierta languidez poética, mil derreniegos me repetí a mí mismo tras calificar de soberanas estolideces los diversos finales que había ensayado para aquel cuento y que ya eran pasto de la voraz papelera.

El cuento llevaba inerte en mi escritorio más de dos semanas, a pesar de que sólo se trataba de tres o cuatro páginas, esperando una diligencia que lo salvase, y eso parecía decirme cuando me quedaba mirándolo amenazadoramente con la pluma, pero hete aquí que yo no daba con su natural, cierta o apropiada conclusión. Esto suponía una verdadera mutilación a la vocación literaria de mis obras mediocres, y lo que era peor, parecía que aquella sensación de inconclusión y vaguedad se podrían extender hasta alcanzar mi propia existencia, que cada vez se veía más difuminada.

Finalmente desistí y marché a cenar antes de acostarme convencido de que no lograría dar con el fin de aquella historia. Miré con desprecio a la montañosa papelera antes de salir.

La cena transcurrió en un aplanamiento afectivo total, insensible a los estímulos externos. Pero a pesar de todo el final del cuento me atormentaba desde la distancia, como burlándose de mí, haciendo que intuyera éste o aquél original final que acabara de salvar la narración; pero cuando creía que ya lo tenía maldecía las malas artes que empleaba el cuento para dejarme a la altura del betún. Sí, desde la distancia me enviaba ideas pueriles o mentecatas en las que yo creía entrever la chispa de genialidad durante unos segundos. ¡Ah, así es la literatura!

Cuando fui a acostarme me esforcé en no mirar siquiera al escritorio al entrar al cuarto, como si castigase al cuento con mi indiferencia, aunque yo ya sabía que era él el que había ganado, por lo menos hasta entonces.

Volteado en la cama de espaldas al escritorio pronto me dormí a pesar de que yo pensaba que bien tarde me llamaría Morfeo a sus brazos esa noche de derrota y recapacitación. Pero sin embargo tuve un sueño esclarecedor:

De repente en mi cuarto había cuatro hombres y una mujer. Habían entrado tranquilamente por la puerta sin hacerme caso y hablando entre ellos, como si continuaran una discusión. Yo los conocía a todos a pesar de que, o no habían sido contemporaneos míos, o no los había visto jamás. Omitiré sus nombres en la medida de lo posible. Se sentaron todos al borde de mi cama y se quedaron mirándome. Ésta fue la conversación:

- ¿Por qué acabar tu obra? Así está bien, así nunca se detendrá el pensamiento de los lectores intentando encontrar el cerrojo definitivo a tus líneas. Todo es inconcluso en definitiva - dijo el más alto y espigado, que era moreno con cierta apariencia de insecto.

- Sí, bueno, eso estaría bien en cierto modo - dijo un viejecito francés cuya pluma nunca había descansado - pero, créeme, nada mejor que concluir genialmente en una última frase que dé un giro de 180 grados al cuento, que haga que el lector se quede boquiabierto, sorprendido en extremo. Así tampoco se detendrá el pensamiento de los lectores y además recibirás gran gloria, si es que esto es posible para ti.

- Me gusta más la opinión de este amable viejecito - dijo una brujita, la única mujer que había, que se llamaba Liliana - yo siempre le he recomendado los finales felices; ¿qué final puede haber mejor para un cuento?..., que se abra una puerta de esperanza, una luz en el futuro..., ¡eso estaría muy bien!

- Sí, pero también puede tratarse de un cuento feliz a pesar de que su final sea aparentemente triste, eso lo entienden muy bien los niños... - cotejó un sabio danés mientras jugueteaba con una pequeña figurita de plomo a la que miraba con especial cariño.

- Todo eso está muy bien - contestó el último en hablar, el huérfano de Boston - pero mejor es el final más realista, el único final verdadero, ¿y sabes cuál es éste?, la muerte, eso es lo único cierto. Deja que ella te guíe y sácale genialmente todos los vericuetos que te ofrezca. Son los fianles que más impresionan, pero, ¡ah!, hay que tener una finísima pluma...

Ante tantos puntos de vista y tan dispares pronto se creó de nuevo una discusión, y tal y como habían entrado volvieron a salir del cuarto haciéndose cada vez más inaudibles sus argumentos y palabras.

Desperté sudoroso y jadeante en mi cama, incorporándome bruscamente y mirando todos los rincones de mi cuarto esperando encontrarme a alguno de aquellos visitantes todavía allí, pero pronto se marchó la bruma del sueño y sin saber porqué miré vengativo al cuento que reposaba todavía triunfal en el escritorio. Una mirada lúcida y brillante le advertía a las cuartillas que por fin se me había ocurrido el final del cuento; sólo era una pequeña idea, pero me levanté de la cama y cogí la pluma contento de completar por fin aquella narración.

Mucho tiempo había estado en busca del final del cuento, que no fue otro que su propio título.