El poeta y el gnomo
Se despertó bruscamente como si alguien le sacudiera del hombro, pasando en un instante de la vida plácida del sueño a la inquieta del mundo real. Poco tardó en cruzar el abismo que ambas separa, muro infranqueable entre el dominio más absoluto de la mente que vence y subyuga la materia vil, recorriendo cuantos espacios tiene en gana y viviendo maravillosas aventuras, desposeída por completo de la carne, y entre esta terrible tiranía que sofoca las más nobles ideas, ejercida por el cuerpo humano sometido a todas sus flaquezas e imperfecciones. La distancia que existe entre las dos es infinita, tanta que no puede llegar a explicarse; y, sin embargo, todas las noches, cuando relajamos el cuerpo y cerramos los ojos buscando el apetecido descanso, emprendemos el camino que lleva de la una a la otra. A pesar de ser largo, apenas si nos enteramos de la ida, pero el viaje de vuelta todos lo sentimos y, en ese momento, ciertamente nuestra velocidad es mucho mayor que la de la luz: No nos contentamos con recorrer distancias; recorremos... nada.
Esos fueron los pensamientos de Enrique, todos ellos en una décima de segundo o tal vez menos, que es el tiempo preciso para cambiar de dueño, como si un rápido golpe de Estado sacudiera nuestro siempre cautivo ser. Cautivo de sueños o de realidades, pero nunca libre de sí mismo.
Miró sorprendido en derredor suyo y no encontró nada. ¿Quién le había despertado, pues? ¡Qué raro!
El sol penetraba tímidamente, como con miedo de hacer daño a alguien, a través de las entornadas rendijas de la persiana de guillotina. Sus tenues rayos parecían como los temerosos dedos de un chiquillo que hurgan en el bolsillo de la madre en busca de algunas monedas con las que adquirir aquella golosina que pudo admirar en el tenderete de la esquina, y mientras ansía encontrarlas desea no hacerlo por si acaso se percata del pequeño hurto. Así pues, los hilos transparentes de la luz acariciaban cautelosos el cuerpo yaciente, aún envuelto entre los pliegues de las sábanas, que acababa de despertar.
- ¡Es raro! -. Se dijo. - ¡Juraría que alguien pronunciaba mi nombre a la vez que me asía por el hombro! Y, sin embargo, no ha podido ser, ya que no hay nadie en la habitación.
Se rascó pensativo el mentón tropezando con la insistente oposición que a sus uñas presentaba las ásperas púas de una naciente barba. Producía un curioso sonido aquello. Y como le distraía, tornó a rascarse.
Estiró los miembros buscando alejar de ellos la morbidez que los aprisionaba. Bostezó y volvió a hundirse en el lecho ya casi totalmente despierto. Examinó el techo de la alcoba como esperando hallar allí al causante de su desvelo y luego paseó su mirada por la estancia, hasta donde le era posible abarcar dada la posición en que se encontraba.
Encima de la mesa escritorio se apilaban los libros y las cuartillas en informe montón donde imperaba el desorden como dueño absoluto. Allí, casi en el borde, destacaban las blancas hojas de papel en las que la noche anterior había comenzado a esbozar el perfil de una poesía para Paloma que no pudo concluir por más que quiso. Siempre era igual. Iniciaba el primer verso ebrio de rimas y de exactitud métrica, pero llegado al segundo notaba que la forma no engendraba el fondo, que no sabía qué decir. Y entonces callaba la fuente de inspiración y se sumergía en la cama, dejando para el día siguiente el resto de la labor que nunca acabaría.
De repente comprendió qué era lo que le había despertado. ¿No sería, quizás, la voz de uno de esos misteriosos seres que anidan en el interior de cada obra de arte? Tal vez se quisiera rebelar contra la pereza que le condenaba a sumirse en el olvido de los que no han llegado a existir,,, Pero, él nunca hizo una obra de arte, por más que quisiera haberla hecho; aunque hubiese sido solamente una, para tener un pretexto de su autodenominación de poeta. Pero, ¿a qué lamentarse si no había nadie en cuya presencia derramar sus lágrimas?
El poeta consideraba a los demás seres como esponjas que restañaban el fruto perlífero de sus penas. Gustaba de mostrarse siempre transido de dolor, aunque como aquellas plañideras que asistían gimiendo a un entierro, prestando a la tranquila atmósfera que envolvía al muerto una infernal armonía de lamentos, no recordarse sus quejas más que mientras sonase el tintineo de las monedas al caer sobre sus manos abiertas; esto es, mientras le valía para colorear aún más su aureola de romántico.
Ser poeta no es solamente escribir versos, hacer poesía. Hay que sentirla, vivirla. Y Enrique, hasta aquel momento se sentía frustrado ya que no había conseguido cumplir esta cláusula. Su vida había sido un continuo querer y no poder sentir el verso; había transcurrido por cauces que desembocaban en la vulgaridad del quehacer cotidiano, en la intransigencia realista de la vida. Aquellos sus sueños, infantiles pero no por ello menos hermosos, de hallar el ente poético por excelencia, se desvanecían con el paso inexorable de los años. Veintidós veces había recorrido el mundo su elíptica desde que vio la primera luz y parecía como si la vía hollada fuera de un mármol que impedía que sus pies dejaran señas de su paso. Hasta entonces había caminado sobre la llanura pétrea, pensaba, pero algún día aquella capa tenaz y despiadada aprisionaría su cuerpo en forma de losa. ¡Y ni siquiera las estrías que recorren el mármol, dibujando manchas caprichosas que parecen ridículas caricaturas de óleos producto de una mente enferma, simbolizarían su vida sino que se deberían a la acción inanimada de la lluvia y el aire!
Alejó todos esos pensamientos de su cabeza. ¡Para qué! Y volvió a intentar la búsqueda del motivo que le despertase.
Recordó que una costumbre piadosa aconseja la oración a las almas que se hallan en el Purgatorio para que ellas se sirvan levantarnos del sueño en pago del favor prestado. ¿No habría sido ésa la causa? Pero no recordaba haber rezado aquella noche. Ni aquella ni muchas. En realidad, ¡hacía tanto tiempo que no rezaba..!
Se levantó poco a poco de la revuelta cama y se asomó a la ventana, mirando a través de las rendijas que le daban una visión en forma de raya horizontal...
Gente por la calle, automóviles, ruido... ¿Y a él qué le importaba todo aquello? No pertenecía a su siglo. ¡Cuántas veces había deseado no haber nacido en aquella época fría en que la vida parecía creada en el interior de un laboratorio, entre probetas y matraces conteniendo líquidos de mil ambiguos colores! Sus ilusiones se perdían, recorriendo el polvoriento camino de la Historia, en los albores del siglo XIX y podía ver con toda claridad una escena bélica, iluminada por la suave luz de la mañana arrojada por un sol que iba brotando poco a poco de lo alto de las mismas montañas ocupadas por el enemigo. De vez en cuando, al fulgor de esta luminosa antorcha se añadía el repentino y áspero resplandor de un cañonazo.
Disparaban contra el sol y los proyectiles emitían un penetrante zumbido, yendo a hundirse voluptuosamente en el lecho de la muerte al que arrastraban al desgraciado que conocían en el camino; allí, en la antesala de la Eternidad, los entregaban en los dulces brazos de la Triste Doncella que les arrebataba el vigor con incansable deseo.
Por las colinas se veían multitud de puntitos que se movían rápidamente, hurtando el cuerpo a los disparos. Eran los soldados enemigos, hombres como él mismo a los que era preciso dar muerte. Era terrible pero hermoso a la vez.
Se lanzaron a la carga con sus ágiles caballos y volaron por la escarpada pendiente, por el llano, reagrupándose de nuevo al llegar a las primeras estribaciones de la sierra. Ya silbaban las balas en torno a ellos. Se volvió a sus hombres y dio la voz de ataque.
Trazos luminosos por todas partes como los desplegados por alegres serpentines al desenrollarse; fango y piedrecillas que saltaban cuando los caballos golpeaban el suelo... ¡Gloria, gloria! Y en su faz se leía claramente la satisfacción y el orgullo.
Aquellos eran los absurdos sueños de Enrique y en ellos se abstraía cuando el remordimiento de su inercia le atormentaba y llegaba hasta lo más hondo de su alma. Siempre se veía en primeros y heroicos lugares, marcando el ritmo de los actos de sus acompañantes, derrochando el caudal de su valor que, rompiendo todos los diques, contagiaba a los demás. Después, veíase al frente de la multitud disciplinada de guerreros en un desfile triunfal del cual él era el principal objeto de entusiasmo.
Todas estas fantasías era la armazón irónica con la que el muchacho, descontento de sus hechos, se recubría para engañarse a sus propios ojos. Tal vez para los demás fuese “el escritor”, “el romántico”, pero desde el dictamen de su conciencia no era digno de nada, por lo cual, pretendiendo huir de la realidad, se escondía en el mundo del ensueño.
Mientras miraba por la ventana, seguía viendo la fantástica escena de la caballería ulana lanzada al terrible choque y sus ojos relampagueaban de placer y excitación.
Un bocinazo en la calle. Un coche se detuvo con un tremendo chirriar de frenos a escasa distancia de un niño. Un par de exclamaciones airadas y vuelta a la circulación.
Enrique se apartó del cristal. Era inútil querer irse de este mundo por los parajes amables de la quimera. Siempre ocurría algo que despertaba de repente, sacudiendo de un hombro, porque sí, por el mero afán de fastidiar.
Lo que ignoraba era que aquel motivo que había buscado en vano era un misterioso personaje, un enanillo que, jugueteando en su cueva del río le había despertado para animarle en la empresa que ya para Gruck, éste era su nombre, era primordial, ignorada por el joven.
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Las nubes son el humo que brota de la pipa del Coloso Terráqueo que, sentado cómodamente en la puerta de su casa, fuma tranquilo en tanto lee las noticias de última hora en el diario de las estrellas. Cuando la nube es azul o blanca es que el gigante no ha pasado de la sección de chistes y es feliz. Goza lanzando entre sus dientes masas vaporosas de tonos amables que salpican el cielo semejantes a los vellones de lana que se amontonan sobre el patio de la hacienda después del esquileo. Cuando son rosas o de vivo bermellón, significan el amor que siente por alguna perdida galaxia, ante cuyo recuerdo se enciende la fogata inmensa de su cachimba.
Pero si el Viejo del Mundo llega a leer la página de sucesos de su tan interesante periódico, es seguro que el sol se ocultará triste tras una espesa capa de nubarrones negros, como no queriendo conocer el final de la tragedia que se adivina entre las secas líneas informativas. Entonces, el gigantesco Ser maldice y profiere mil blasfemias que, surgiendo del espacio, conmueven la atmósfera y se precipitan incontenibles sobre mares y tierras. Los relámpagos son los gestos airados de los ojos del mundo y el trueno es el eco, engrandecido por la cúpula celeste, de sus improperios.
Aquella tarde debió tocarle al eterno lector repasar la página de esquelas mortuorias, encontrando en ella el nombre de algún amigo, ya que, después de haber brillado durante todo el día con máxima esplendidez, la gigantesca bombilla del Universo se fundió y reinaron las tinieblas.
Primero fue el viento quien, zumbando impetuoso entre los árboles, amontonó las nubes, grises y negras como días de entierro, para que no se notara la falta del sol.
Luego, el agua se desprendió, lenta al principio y ligera más tarde, de estas nubes henchidas de un embarazo espeluznante del cual ha de brotar un ser horrible. El rayo surcó el cielo. Los mares se encresparon y los ríos se sintieron rebeldes, ansiosos de romper sus cauces.
Los elementos se desataban en todo su poder, dominando las “obras perfectas” de la Creación que, calados hasta los huesos, tiritantes y jadeando por el repentino meteoro, se refugiaban en sus casas.
También los gnomos, que habíanse asomado a curiosear a las márgenes del río, tuvieron que esconderse en sus cuevas. Allí caldearon sus chimeneas con pequeños troncos y se sintieron de nuevo felices sintiendo el agradable calorcillo que invadió las estancias.
Unos se entretuvieron ordenando las pilas de diamantes que atesoraban celosamente; eran el fruto de miles de años de trabajo allí en las secretas minas del centro de la Tierra, que solamente ellos conocían. Con aquellas maravillosas piedras que brillaban al sol furiosamente, atraían a los ambiciosos y avaros para castigarles y recompensaban el dolor de los pobres y humildes.
Otros limpiaron sus casas, inundadas de polvo ya que los gnomos son muy descuidados.
Pero los más se reunieron en casa de María, la niña huérfana que recogieran hace siglos y que les hacía la comida, siempre eternamente joven, y allí pasaron la tarde entre relatos de fantásticas aventuras.
En la orilla opuesta, empapado enteramente del agua que caía cada vez con más fuerza, Enrique se apoyaba contra un árbol, contemplando el humo azul surgir de las cavernas. ¿Soñaba? ¿Era en realidad humo aquello? ¿Existirían realmente todas aquellas locuras que contara a Paloma? Él mismo dudaba de ellas pero, si no, ¿qué era aquello que veía?
Sintió grandes deseos de cruzar el río y acercarse a comprobarlo pero una especie de temor le detuvo. Era ese respeto que por todo lo desconocido siente el hombre, esa angustia de no saber qué ha de hallar cuando descubra la cortina veladora. A veces es preferible ver el horror que saber que se encuentra fuera del alcance de nuestros ojos, esperando que reunamos el suficiente valor para contemplarlo. Por muy mala que sea una realidad nunca es peor que una fantasía.
Se enjugó con la mano el agua que corría por su rostro. Tenía los cabellos completamente bañados y se le pegaban a la cabeza, aplastándose sobre ella.
El lugar presentaba ese extraño colorido que presta la lluvia: Un tono gris en el aire y en las piedras sobre el que destacan extremadamente todos los demás colores. El verdor de las hojas es más intenso cuando llueve, parece más intenso y la misma madera adquiere una serie de cromáticas diversas que pasan desapercibidas cuando está seca.
Vio el esqueleto de una manzana que yacía en mitad de un charco. Ya estaba podrida y las hormigas la habían tomado como fuente de aprovisionamiento, acudiendo en largas caravanas hasta ella. Ahora estaba sola, allí entre el barro, muerta ya.
De improviso sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda. El sudor perló su frente a pesar del frío reinante y por un instante creyó que soñaba.
Allá, en mitad de la corriente, brincando sobre los resbaladizos guijarros, vio un diminuto ser que trabajosamente mantenía su equilibrio, intentando cruzar al otro lado.
Se fijó detenidamente en él. Parecía un hombrecillo viejo; iba cubierto por un tosco sayal y una abundante barba blanca le brotaba de la faz arrugada.
Creyó que perdía la cabeza. ¡Era un gnomo! ¡Uno de aquellos seres que afirmaba conocer tan bien y cuya existencia defendía ante las burlas de Paloma! Era un gnomo...
Mientras pensaba esto había cerrado los ojos y se aferraba al árbol para no caer. Tenía deseos de gritar, de salir corriendo de allí y se sentía incapaz de levantar un pie. Sintió un peso en el estómago que se le iba aproximando a la garganta y todo parecía darle vueltas.
Cuando volvió a mirar hacia el río no vio nada de aquello. El hombrecillo había desaparecido y en su lugar se encontraba un perrillo blanco, apenas un gozque, que ladraba tristemente pidiendo ayuda.
Extendió las patitas para saltar de la roca donde estaba a otra cercana y dio el impulso. Resbaló y, dando un pequeño ladrido de terror, cayó al agua. Fue arrastrado por la corriente turbia, debatiéndose fieramente, hacia los remolinos próximos. Su cabeza sobresalía en la superficie como pidiendo auxilio mientras que sus brazos delanteros se agitaban en vano.
Un momento antes de ser engullido por el embudo que se formaba en el centro del río, cruzó sus ojos con los del muchacho que seguía mirando expectante y luego desapareció en el fragor de las aguas.
Enrique se quedó inmóvil. ¡Nunca había visto a nadie mirar como aquel pobre animal lo hizo! ¡Qué mueca de terror había en rostro! Pero... ¿y el gnomo?
Busco afanoso desde la orilla misma por donde habría desaparecido el duende y no pudo descubrirlo.
- ¿Me confundiría? ¿Sería ese perro lo que vi y, en mi afán de soñar, le daría imagen de enano? -. Se preguntó. – Pero no.¡Es imposible! No se confunden dos cosas tan distintas...
Apenas si ya se veía nada y era inútil permanecer allí.
Chorreando agua como si se hubiera sumergido en la corriente, el muchacho volvió hacia la ciudad, andando despacio como si aquello de la lluvia no fuera con él.
No pudo ver cómo, de detrás de unos juncos de la orilla opuesta, asomaba una cabeza pequeña que miraba burlonamente en la dirección que él había tomado. Era Silf, príncipe de los gnomos, que regresaba de una excursión por tierras muy lejanas y que no había tomado la precaución de esconderse de las miradas de los hombres, creyendo que nadie sería tan loco de afrontar aquel diluvio.
Caminó hacia las cuevas y le salió al paso Gruck, su lugarteniente, con el que se fundió en un caluroso abrazo de bienvenida.
- ¿Por qué le despertaste de su sueño y le hiciste venir hasta aquí? -. Preguntó Silf.
- Es un poeta. No cree en sí mismo porque no cree en la Fantasía. Y quise convencerle de que ésta existe. Así escribirá hermosos versos.
Y ambos gnomos se introdujeron en el seno de su reino. Tras de ellos, el sol comenzaba a brillar y los labios de Enrique, húmedos todavía, musitaban unos versos que en su mente se iban forjando.
- No sé si sería o no un gnomo pero, desde luego, iluminó mi fantasía...
Aquella noche, Paloma tuvo su poema y, al relatarle su origen, no volvió a burlarse de la existencia de los duendes.